En la imagen aparece un alto mando militar estrechando la mano de un personaje de la CATEM a lado de Edgar Rodríguez Ortiz,alias El Limones, recien señalado de capo de Los Cabrera,aliados de La Mayiza.
No es la única imagen que acusa la distancia en centímetros entre uniforme y delincuencia: es la confirmación visual de una relación de confianza, logística y garantía mutua, algo imposible sin una cadena de autorizaciones políticas, como lo confirma Carlos Loret.
La doble moral oficialista
Mientras el discurso de Morena y del gobierno presume “cero impunidad”, sus estructuras sindicales y operativas han terminado infiltradas y dirigidas por operadores del narco, como el caso del líder sindical en Durango que simultáneamente fungía como dirigente de un brazo del Cártel de Sinaloa.
Cuando estalla el escándalo, la reacción no es asumir responsabilidades, sino borrar páginas de Facebook, negar militancias obvias y fingir que las camisetas, los spots y las fotos de campaña nunca existieron.
Borrar huellas, no romper pactos
El oficialismo vende la narrativa de un Estado que “ya no se arrodilla ante la delincuencia”, pero en los hechos se limita a administrar daños: detiene a unos cuantos, bloquea unas cuentas, sacrifica peones, mientras protege la estructura política que los encumbró. Esa obsesión por desaparecer rastros digitales, más que arrepentimiento, exhibe miedo a que el archivo visual –como la foto del capo con el mando militar– se convierta en prueba histórica de un maridaje que siempre negaron.
Harfuch y el combate al crimen… de utilería
El resultado es un teatro perfectamente montado: conferencias matutinas con cifras triunfalistas y cateos mediáticos por un lado, y por el otro la convivencia cordial entre mandos y mafiosos, sindicalistas y extorsionadores, candidatos y financiadores ilegales. El mensaje al ciudadano es devastador: mientras se exige votar “contra la corrupción”, la verdadera lealtad del sistema se negocia en comedores privados, lejos de la urna y cerca del maletín.
Causalidad, no casualidad
Que un capo aparezca fotografiado a unos pasos de un mando militar no en Durango como en Tamaulipas,no es obra del azar ni travesura protocolaria, sino la consecuencia lógica de años de cohabitación entre partido, gobierno y crimen organizado. La imagen incomoda porque derrumba la coartada moral del régimen: no es que el narco haya infiltrado al Estado; es que el Estado decidió convivir con el narco y ahora intenta, torpemente, ocultar el álbum familiar.
Con informacion: LATINUS/








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