En México hay un talento especial para torcer el lenguaje hasta hacerlo irreconocible. Donde hay un secuestro, se le llama “retención ilegal”. Donde hay víctimas, se les etiqueta como “quejosos”. Y donde debería haber justicia, lo que florece es una conciliación unilateral con sabor a componenda.
Así, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) concluye que los elementos de la Guardia Nacional (GN) que fingieron ser del Cártel Jalisco Nueva Generación y secuestraron a dos personas no violaron gravemente derechos humanos. Sólo fueron, digamos, “irresponsables administrativos”.
La historia es sencilla, aunque repugnante en sus detalles. En San Martín Texmelucan, Puebla, dos hombres —uno de la GN y otro exmilitar— fueron sorprendidos secuestrando a dos personas. Usaban armas oficiales, vehículos de la corporación y contaban con la cobertura de una patrulla de Texcoco. Hasta los mensajes en sus celulares apuntaban a un comandante de apellido Obed N., quien daba coordenadas en tiempo real a delincuentes locales. Todo con disciplina castrense: órdenes, comunicación, operativo. Todo el manual, menos el de derechos humanos.
Y sin embargo, para la CNDH, el crimen no cruza la línea roja de la “violación grave”. Lo reducen a un yerro administrativo, un exceso de entusiasmo en el servicio público. A fin de cuentas, ¿qué tanta cosa es usar el uniforme federal para secuestrar civiles? No mataron, “retuvieron”.
Miguel Ángel Barrueta Enciso, abogado y familiar de una de las víctimas, denuncia que la Comisión cerró el caso a espaldas de los afectados, imponiendo una conciliación “negociada” sólo con la Guardia Nacional. No hay firma voluntaria. No hay aceptación. Ni siquiera hay conocimiento de los términos. Pero hay resolución. La burocracia mexicana es hábil con eso: puede fabricar consentimiento donde no lo hay, igual que puede fabricar paz donde hubo violencia.
El visitador adjunto Carlos Méndez Orta, según los testimonios y grabaciones, llegó incluso a sugerir una mediación que incluía la promesa de una reparación económica —un regateo institucional, por decirlo sin eufemismos— si las víctimas aceptaban no empujar la recomendación formal. Todo bajo la bandera de “darle celeridad” al proceso. Traducido: callarlo rápido.
Mientras tanto, los familiares se desmoronan: el exilio, el abandono, el miedo constante. Los autores materiales siguen bajo procesos que se dilatan y los superiores se escapan por los resquicios de la cadena de mando. Como siempre, el peso del sistema cae sólo sobre los febriles de menor rango.
Y la CNDH, que debería ser antídoto contra el abuso estatal, termina siendo su vacuna contra el escándalo. En vez de acompañar víctimas, acompasa los silencios de una Guardia Nacional que el gobierno presume como joya de la “Cuarta Transformación”. Una joya que brilla, pero corta.
La conclusión no está en el expediente, sino en el aire: la CNDH no protege derechos humanos, protege el relato que conviene al poder. De tanto blindar a sus guardianes, el Estado mexicano ha convertido la justicia en un simulacro. En este teatro, los verdugos actúan de héroes, la Comisión de víctima, y las víctimas de figurantes.
Con informacion: PROCESO/

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