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jueves, 25 de diciembre de 2025

«DESPUES de MATARLO ESCAPÓ SIN MIEDO»: «FANTASMA con FICHA en la DEA y RECOMPENSA de 4 MILLONES de DOLARES que ABRIO la PUERTA a CHAPITO solo le CERRARON la PUERTA»…y varias cámaras lo vieron todo.


En la ficha de la DEA, el hombre mira de frente, mandíbula tensa, gesto de quien no sabe si ríe o gruñe. El pelo, cortísimo; la nariz, gruesa, esa especie de gancho natural que da carácter a las sombras; los ojos, entrecerrados, como de quien calcula el peligro o la mentira. En otra foto, la misma mandíbula, el mismo gesto a medio camino entre el bostezo y la furia, mientras abre una puerta con la mano derecha. Por el otro lado del marco, difusa, una silueta levanta las manos al nivel de la cintura, palmas abiertas, rendido. Es el hijo menor del Chapo Guzmán, aquel octubre de 2019, en Culiacán, cuando la ciudad se convirtió en campo de guerra y el Estado mexicano se arrodillo con todo el poder militar frente al capo de Cartel de Sinaloa ,al que «humanista» e ilegalmente le devolvieron la libertad.

Pero ese hombre que en la foto abre la puerta, el supuesto Óscar Noé Medina González, alias El Panu, aparece después frente a un espejo, midiéndose una camisa blanca como si se probara otra vida. 

En el reflejo ya no hay uniforme ni armamento, sólo vanidad: ha subido unos kilos, el pelo creció, pero la nariz sigue ahí, obstinada, y la mandíbula, siempre lista para el próximo tiro de suerte o de traición. Y luego viene la última foto —la definitiva, la que borra todas las anteriores—: el cuerpo tumbado boca abajo, el torso abierto por el plomo, sobre un charco de sangre que refleja la luz como si también quisiera tomar una foto.

La DEA lo presenta como el jefe de los pistoleros de Iván Archivaldo Guzmán, el hijo pródigo del Cártel de Sinaloa y enemigo mortal de los herederos del Mayo Zambada. 

Acusaciones sobran: masacres, secuestros, tráfico de armas y drogas, hasta la muerte de tres agentes federales. Pero ahora El Panu no responde a los cargos ni a las siglas; responde a la inercia del cuerpo ya sin nombre, tendido sobre el suelo de un restaurante de la Juárez, a unas cuadras de la Fiscalía, mientras un sicario encapuchado se aleja caminando como si acabara de pagar la cuenta.

Y sin embargo, ni siquiera los muertos son claros en México. La esposa, María José Rojo, hija de un funcionario de Turismo en Sinaloa bajo un gobierno de Morena acusado de narco, dice que su marido se llamaba Óscar Ruiz y vendía camas, no cocaína. Que estaban en la capital por las fiestas navideñas, que cenaban tranquilos. 

¿Por qué un fantasma con ficha en la DEA y recompensa de cuatro millones de dólares podía moverse por el centro de la ciudad sin escolta, sin miedo, sin mirar por encima del hombro? ¿Y cómo se esfuma un asesino a pie, en una zona repleta de patrullas y cámaras, sin dejar ni un hilo de humo?

Lo cierto es que el cadáver cenaba con su esposa mientras el cartel de Los Chapitos ardía en su propia hoguera. Desde que Joaquín Guzmán López —otro de los hijos del Chapo— entregó al Mayo Zambada a los estadounidenses, la guerra interna dejó ya casi dos mil muertos y se extendió como una infección: Sinaloa, Chihuahua, Sonora, Jalisco, la capital. 

Cada semana cae alguien con algún apellido reciclado del viejo narco —El 7, El Niño, El Tano, El Panu o el que venga—, todos creyendo que la guerra los inmortaliza, hasta que los identifica una foto borrosa o un cadáver anónimo.

Así, la historia de El Panu,acaba como empezó: enredada entre nombres falsos, espejos rotos y manchas de sangre. Quizá, al final, no era más que un figurante en el teatro decadente del crimen mexicano. Un hombre convencido de que controlaba la puerta… hasta que alguien más decidió cerrarla con él del otro lado, como a miles mas.

Con informacion: DIARIO ESPAÑOL/ELPAIS/DAVID MARCIAL PEREZ/@C4JIMENEZ

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