La muerte de una bebé y el sacrificio de “Luna” no son sólo una nota roja; son el retrato incómodo de cómo convivimos con la vulnerabilidad, la violencia y la responsabilidad que nadie quiere asumir del todo.
El patio, el horror y el silencio
En segundos, un patio familiar —ese espacio donde se supone que la infancia está a salvo— se convirtió en escena de terror: una niña de un año, la casa de los abuelos, una perra pitbull de cuatro años que se abalanza y deja heridas tan graves que ni la rapidez del traslado al Hospital General alcanza para salvarle la vida. Las versiones hablan de vecinos entrando con una pala para separar al animal, de una madre y una abuela que hacen lo humanamente posible, de una urgencia que no llega a tiempo.
En esa secuencia hay algo brutal: nadie se levantó el pasado lunes pensando que iban a matar a su perro, ni que una niña no regresaría a su cuna. Todos estaban cumpliendo la coreografía cotidiana hasta que la realidad se salió del guion.
Luna, el monstruo que no era
En la colonia la conocían: “Luna” no era famosa por ser agresiva, al contrario, vecinos dijeron que nunca había mostrado conductas violentas hacia ellos. Ese dato molesta, porque rompe el relato cómodo del “perro asesino” y obliga a mirar más hondo: no se trata sólo de raza, se trata de contexto, manejo, prevención, límites claros que casi siempre se negocian con la flojera, la costumbre y el “nunca ha pasado nada”.
La conversión de Luna en villana pública es rápida, quirúrgica: un día es “la perrita de la cuadra”, al siguiente es el “animal involucrado en un ataque mortal” camino al sacrificio por parte del área antirrábica de la Secretaría de Salud, como marca el protocolo. No es exonerarla, es reconocer que, en este tipo de tragedias, el animal es el último eslabón de una cadena de decisiones —y omisiones— profundamente humanas.
Responsabilidad: la palabra que casi nunca sale en la nota
Detrás de cada perro fuerte, atlético, con mandíbula potente, hay decisiones humanas: quién lo adopta, cómo lo socializa, si se le educa o sólo se le amarra, si se deja en un patio con niños, si se asume que “no pasa nada”. En México se adoptan perros como si fueran muebles: llegan a la casa, se adaptan como puedan, sobreviven con lo que les toca; la línea entre mascota, alarma y posible riesgo se traza a punta de improvisación.
Hablar de protocolos después de la tragedia es fácil: sacrificio del animal, expediente cerrado, nota de una cuartilla en el portal noticioso.Lo difícil es hablar de lo que debería haber pasado antes: reglamentos de tenencia responsable que se cumplan, educación mínima sobre convivencia entre perros y niños, visitas veterinarias, evaluación de temperamento, espacios adecuados, supervisión real de menores.
Dolor que no cabe en el titular
Hay una niña que no va a crecer, una madre y una abuela que van a revivir ese patio toda la vida, vecinos que nunca más van a ver igual esa casa ni esa calle Pamoranes entre 21 de Marzo y Hermenegildo Galeana en la Colonia Revolucion Verde de Cd.Victoria. Ese barrio va a cargar con la historia de “la bebé que murió por el perro”, simplificando un dolor enorme en una frase corta fácil de repetir pero imposible de procesar del todo.
Y está también el duelo raro, casi vergonzante, de quienes querían a Luna como parte de la familia y ahora la ven convertida en símbolo de peligro y error. En México no se sabe llorar a un animal cuando al mismo tiempo se llora a una persona: socialmente sólo hay espacio legítimo para una de esas tristezas, y la otra se esconde, se calla, se culpa.
Lo incómodo que deja esta historia
Esta historia debería incomodar a todos: a quienes satanizan razas completas para no hablar de dueños irresponsables, a quienes defienden a los animales sin querer ver la sangre de una niña, a las autoridades que se limitan al protocolo tras el hecho consumado, a medios que convierten tragedias en clics y siguen de largo.
Ser empático aquí no es elegir entre la bebé o la perra; es aceptar la brutalidad de perder una vida humana y, al mismo tiempo, ver que el sacrificio del animal no resuelve el fondo, sólo clausura la escena.
Desde un periodismo más honesto, esta nota podría ser el punto de partida para preguntar: ¿cómo convivimos con animales de alto riesgo en entornos urbanos precarizados?, ¿quién supervisa?, ¿quién educa?, ¿quién responde cuando todo sale mal?. Porque si esta historia se queda sólo en “sacrifican a Luna tras ataque mortal a una bebé”, la próxima tragedia no será cuestión de si ocurre, sino de cuándo y en qué patio vuelve a repetirse.
Con informacion: HoyTamaulipas/

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