Guerrero parece tener pacto con el diablo. Cada tanto, un cura aparece con una bala en la cabeza, porque aquí ni el hábito salva del plomo. Esta es la letanía negra de los párrocos caídos, los que confundieron el altar con una trinchera en un estado donde la misa y el crimen organizado respiran el mismo aire.
Bertoldo Pantaleón Estrada, pastor de almas en San Cristóbal, Mezcala, salió el 4 de octubre a repartir paz y fe en Atzcala. Dos días después, lo encontraron servido en bandeja de sangre dentro de su camioneta Toyota blanca, con la cabeza ventilada por una bala. Las autoridades, en un acto de fe ciega, culparon al supuesto chofer del cura… aunque nadie en el pueblo recuerda que el padre tuviera chofer. Bertoldo se sumó así al club macabro de sacerdotes guerrerenses que han pagado con su vida por persignarse en el lugar equivocado.
Vamos para atrás, al 2004, cuando el padre Marco Antonio Crispín Flores de 35 años fue acribillado en plena carretera Iguala–Chilpancingo. Dos tiros justos en el cráneo. Los sicarios —devotos del caos— quizá hicieron la señal de la cruz antes de huir.
Cinco años después, en 2009, Habacuc Hernández Benítez y dos seminaristas, Eduardo Oregón y Silvestre González, iban sobre la misma ruta del infierno: la carretera Ciudad Altamirano–Arcelia. Otro coche les emparejó y los convirtió en mártires automovilísticos. El trío iba a una reunión sacerdotal; llegaron, pero al cielo.
El 2014 fue año de misa negra.
Primero desapareció el sacerdote ugandés John Ssenyondo, que había tenido la insensatez de predicar contra la violencia en Chilapa. Lo levantaron saliendo de su iglesia. Unos meses después, apareció —o lo que quedaba— en una fosa clandestina con trece esqueletos más en Ocotitlán. Su pecado: pedir que la gente denunciara.
Ese mismo año, en septiembre, Gregorio López Gorostieta fue robado como si fuera un botín, directamente de su seminario. En Navidad lo devolvieron, envuelto en silencio y con un balazo en la cabeza. Aquí los milagros no duran ni hasta la cena del Niño Dios.
Para 2018, la tragedia ya se había hecho rutina. Los curas Iván Añorve Jaimes y Germáin Muñiz García iban de regreso en la carretera Pilcaya–Taxco cuando fueron reventados a tiros. La versión oficial dice que los confundieron con enemigos de la Familia Michoacana. La confusión, en Guerrero, se paga con epitafio.
En cada historia, el mismo guion: carretera, balazos, una fe que molesta, y autoridades que rezan comunicados en vez de resolver. Mientras tanto, los grupos armados —Los Ardillos, Los Tlacos, los Viagras, la Familia Michoacana, el CJNG— se reparten el estado como si fuera tierra prometida.
Y entre tanta pólvora y sotana, la pregunta sigue colgando del púlpito: ¿quién podrá confesar a los que matan en nombre del miedo?
Con informacion: ELNORTE/

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