En nuestro país existe la pena de muerte. No está inscrita, por supuesto, en la ley, pero se aplica por otros canales. El asesinato de Hipólito Mora así lo muestra.
Mora, uno de los líderes de las autodefensas en Michoacán, estuvo advirtiendo, inclusive semanas antes de ser asesinado, que su vida corría peligro.
Las autoridades no hicieron nada al respecto, o nada que significara estar a la altura del momento. El gobernador Alfredo Ramírez Bedolla inclusive confesó que no había forma de protegerlo en La Ruana, y que habría sido conveniente que Mora se quedara a vivir en Morelia.
Todos sabemos que hay regiones del país controladas por el crimen organizado, pero siempre resulta inquietante escucharlo, aunque no sea del todo deliberado, de quienes tienen la obligación de garantizar la seguridad ciudadana en todo momento.
Junio fue uno de los peores meses de que se tenga memoria en materia de violencia. A lo largo del país mataron a 2 mil 303 personas. En Michoacán fueron 136. Los números son fríos, pero adquieren otra dimensión al observar que en realidad se trata de personas, como el propio Mora y sus dos escoltas.
En La Ruana, un lugar de muy alta peligrosidad, Mora fue atacado por un comando de sicarios que dispararon con armas de calibre .50, las que permiten superar algunos tipos de blindaje en los vehículos. El ataque duró al menos una hora. Más de mil disparos, y le prendieron fuego a la camioneta. Nunca apareció la policía. Lo dejaron morir, permitieron que el crimen organizado ejecutara una sentencia de muerte.
En 1978, Aldo Moro, el primer ministro de Italia, fue secuestrado por las Brigadas Rojas. El operativo tuvo una rudeza que dejó una sensación de orfandad ante los cuatro cadáveres de los escoltas que trataron de salvar a uno de los políticos más brillantes de aquel tiempo.
Del 16 de marzo a mayo lo tuvieron cautivo, hasta que se encontró el cadáver en la cajuela del auto Renault 4 rojo.
Moro escribió cartas en las que dejó claro un mensaje: el principal deber del Estado era proteger y salvar la vida humana.
Leonardo Sciascia, que entonces era diputado, siguió de cerca el asunto como integrante de una comisión legislativa y escribió un libro, “El caso Moro”, donde una de sus conclusiones es que, al no salvar al ministro, se había permitido que le dieran muerte los terroristas, instaurando una suerte de pena capital. Los burócratas por omisos y los terroristas por salvajes.
La polémica no se hizo esperar. Se acusó a Sciascia de pretender negociar con los terroristas y escamotear la integridad, por demás dudosa, del aparato político italiano y de su partido más poderoso, la Democracia Cristiana.
Lo que ocurrió en La Runa tiene otro significado, pero no deja de plantear interrogantes similares. ¿En realidad se hace lo suficiente para preservar la vida de quienes son amenazados?
Después de todo, Mora se metió al traqueteo de las armas por desesperación. Como productor de limones se cansó de las extorsiones que ejercían Los Caballeros Templarios y La Familia Michoacana.
Ahora se sostiene que lo que ocurre es consecuencia de las estrategias frontales contra los bandidos y la protección oficial que recibieron las autodefensas.
No es así, más bien ambos factores provienen del terror que el crimen organizado implantó en Michoacán. Quizá faltaron análisis sobre la táctica, pero la estrategia era correcta por una razón simple: habría sido dramático el dejar a la población en manos de rufianes como Servando Gómez Martínez “La Tuta”, Nazario Moreno o Enrique Plancarte.
En 2013, las áreas de seguridad tuvieron que resolver una disyuntiva: ¿respaldar a los grupos de autodefensas o sujetarlos a la ley, encarcelándolos por delitos diversos y en particular por la portación de armas de alto calibre?
Los informes de inteligencia revelaron que una parte considerable de los integrantes de estas formaciones eran agricultores que se sentían desamparados por autoridades municipales y estatales coludidas con la Familia Michoacana.
La historia es conocida. Las cosas salieron lo bien que era posible y todo lo mal que era esperable. El crimen se infiltró y se disfrazó de autodefensas. Los Viagras son una muestra de ello.
Pero, hay otros personajes que, como Mora, sí hicieron su parte de modo genuino, arriesgando su vida. Se le debió cuidar, para evitar que la sentencia de muerte surtiera efecto.
Fuente.-@jandradej/ imagen/Vanguardia