Doce horas antes de que el Pleno de la Cámara de Diputados votara a favor de quitarle el fuero, el gobernador de Tamaulipas Francisco Javier García Cabeza de Vaca estaba hecho un manojo de nervios.
En los últimos días había perdido entre cinco y diez kilos que se notaban en la holgura de su camisa. Los gruesos cortes de carne que acostumbraba devorar durante la comida dejaron de aparecer en su mesa y, en su lugar, aparecieron muchos vasos con agua y hielo, que engullía con la desesperación de un náufrago.
Con preocupación, su equipo cercano comentaba que al panista se le había atrofiado la boca por tanta angustia acumulada en el cuerpo: nada le entraba y lo único que salía eran instrucciones para tratar de mitigar el duro golpe que supondría perder el fuero, su último escudo protector frente a una posible detención por las acusaciones de delincuencia organizada, operaciones con recursos de procedencia ilícita y defraudación fiscal equiparada.
Francisco Javier García Cabeza de Vaca ya no era el mismo. Su personalidad despreocupada, bonachona, a veces demasiado relajada, había sido sustituida desde las acusaciones de la Fiscalía General de la República por una personalidad agria, oscura, irascible.
Especialmente el 28 de abril su humor se había vuelto tétrico. Desde la capital de Tamaulipas, Ciudad Victoria, el gobernador seguía atento a la información que le hacían llegar sus informantes sobre lo que sucedería en en la Cámara de Diputados. Tenía la certeza de que la mayoría parlamentaria de Morena lo dejaría desprotegido, pero también albergaba la esperanza de un improbable milagro.
Pequeñas acciones delataban que la confianza que había mostrado a principios de año –cuando arreció sus críticas al presidente desde la llamada Alianza Federalista– había sido erosionada: le temblaban las manos, caminaba en círculos y sus camisas estaban permanente manchadas en las axilas por un sudor nervioso que se alimentaba de una ciudad que alcanzaba los 40 grados en plena primavera.
“¡El presidente es un culero!”, repetía el gobernador de Tamaulipas una y otra vez, mientras ideaba escenarios en su cabeza para salir del predicamento en el que estaba, según narró un integrante del círculo de confianza de Cabeza de Vaca a EMEEQUIS.
ME QUEDO, ME VOY...
El tiempo apremiaba. Cabeza de Vaca lo sabía. En cuanto el Pleno de la Cámara de Diputados diera luz a su desafuero irían tras él. Un expediente de más de mil fojas era toda la munición que necesitaba la Fiscalía General de la República.
El panista insistía en que debía quedarse en México. Días antes había asegurado ante la prensa que no se escondería de las acusaciones y que, en caso de ser necesario, iría personalmente a la Cámara Baja a ser notificado personalmente de su desafuero. Sería un acto de valentía, decía a sus cercanos. Un acto viril al estilo de los hombres del norte.
Cabeza de Vaca quería seguir los pasos de Andrés Manuel López Obrador cuando fue desaforado en 2005: movilizar a miles, dar un discurso histórico desde la Cámara de Diputados, presentarse como un ícono de la represión política del presidente y convertirse en un mártir de la democracia… y esperar a que su popularidad creciera en las encuestas.
Pero sus más cercanos consejeros llevaban días pidiéndole que no cumpliera su palabra, que no se le ocurriera viajar a la Ciudad de México o terminaría en prisión preventiva en algún reclusorio capitalino.
Las acusaciones eran muy graves y distintas a las que hace 16 años persiguieron al entonces jefe de Gobierno:
a López Obrador lo acusaban de intentar abrir una calle para conectar a un hospital, mientras que a Cabeza de Vaca le achacan ser parte de un esquema financiero del crimen organizado.
SALVARSE POR AIRE
Finalmente, el panista desistió de la idea de quedarse en México. Sus consejeros lo convencieron de que, si era inevitable el desafuero, lo más seguro para él era refugiarse en alguna de sus propiedades en McAllen, Texas.
Cabeza de Vaca esperó hasta el final, confiado en una maniobra de último momento que nunca llegó. Lo hizo con los nervios destrozados: delgado, demacrado, con un nudo en el estómago que le impedía comer y dormir.
Doce horas antes del desafuero, sus informantes le confirmaron que suerte estaba echada: Morena tenía “amarrados” todos los votos para retirarle el blindaje constitucional que lo mantenía alejado de una celda en prisión.
Peor aún: según sus informantes, personal de la Fiscalía General de la República había sido enviado hacia Ciudad Victoria, Reynosa, Matamoros y Nuevo Laredo para supuestamente acordonar sus propiedades, vigilar sus pasos e impedir que huyera del país. Si el gobernador quería salvarse, tenía que actuar pronto.
Cabeza de Vaca no dudó más. Se dio una ducha para refrescarse después de un recorrido que hizo por calles de Ciudad Victoria para supervisar obras hidráulicas y salió de la regadera decidido a dejar el país.
Tomó sus maletas, giró instrucciones a su círculo cercano y subió con su familia a un avión privado que lo llevó hasta el otro lado de la frontera.
SIMULAR QUE SE QUEDÓ EN EL PAÍS
Desde otro país, el gobernador de Tamaulipas se enteró de lo inevitable: la mayoría en la Cámara de Diputados había votado a favor de su desafuero.
Su equipo sabía qué hacer. Había que editar, corregir y publicar un video en las redes sociales de Cabeza de Vaca que se había grabado días antes en el que el panista acusaba que la decisión del Poder Legislativo obedecía a las órdenes presidenciales de perseguirlo por ser un opositor a Andrés Manuel López Obrador.
Otra instrucción debía seguir el equipo del gobernador: mantener activas sus redes sociales con retuits a sus apoyadores para simular que su líder se encuentra en el país.
Mientras tanto, el gobernador de Tamaulipas estaría en Estados Unidos tratando de encontrarle una salida aún posible ficha roja de la Interpol en caso de que la Fiscalía General de la República lo considere, oficialmente, prófugo de la justicia.
Esa estrategia se trabaja –dicen sus cercanos– mientras Cabeza de Vaca parece desaparecer frente a sus ojos: se ha vuelto opaco, nervioso, delgadísimo, consumido por la angustia de imaginar su futuro en una celda en una prisión de máxima seguridad.