Al cumplirse ocho años de la noche de Iguala los mexicanos saben más cosas sobre la tragedia que engulló la vida de 43 estudiantes de la normal rural de Ayotzinapa el 26 de septiembre de 2014.
Se sabe con mayor certeza que nunca que no murieron incinerados en un muladar de Cocula. Y que por ende sus cenizas no necesariamente acabaron en el río San Juan.
Se sabe que la llamada verdad histórica, instrumentada por el gobierno de Enrique Peña Nieto, provino de tinta manchada por la tortura y por la intención, no solo de cerrar precipitadamente el caso sino de proteger a oficiales del Estado de distintos niveles. Por ambas cosas, esa capitulación y engaño revictimizó a las familias de los estudiantes.
Es sabido también que en Iguala y buena parte de Guerrero la convivencia entre autoridades federales y locales y narcotraficantes supera cualquier imaginación novelesca.
No que sorprenda, pero los detalles expuestos sobre la complicidad entre uniformados y criminales desnudan la gran farsa de la incorruptibilidad de las fuerzas armadas o de la utilidad de las policías locales.
Y, finalmente y por desgracia, las familias de los 43 y la sociedad mexicana tienen detalles hoy de la cruenta manera en que los estudiantes fueron agrupados para, en diferentes momentos y lugares, matarlos y desechar sus restos. Acaso haya dudas sobre los momentos en que la mano ejecutora era de un asesino con o sin uniforme.
Porque los trabajos de cuatros años de la Comisión para la Verdad y Acceso a la Justicia del Caso Ayotzinapa han aportado luz sobre los hechos que conmocionaron a México. Pero esos avances también han hecho aflorar resistencias y han desatado una serie de intentos que amenazan la posibilidad de la justicia. Como si al remover los hechos se hubieran también vigorizado los intereses de distintos actores que prefieren una nueva verdad histórica: mocha, inducida, negociada, mínima y aséptica para entidades gubernamentales varias.
Sobre la esperanza de tener nuevo conocimiento en torno a la tragedia de Ayotzinapa ha caído el alud de quienes pretenden sofocar todo intento de exhaustividad en las pesquisas, toda línea de investigación que pueda reventarles en la cara a personajes de ayer y hoy en las fuerzas armadas, en entidades policiales y en aparatos de procuración de justicia. En el centro de esos esfuerzos, paradójicamente, está el presidente de la República Andrés Manuel López Obrador y su fiscal Alejandro Gertz Manero.
En agosto, el compromiso presidencial de AMLO de dar a las familias de los estudiantes lo que Peña Nieto les había negado, parecía haber dado un salto definitivo. El informe presentado a mediados de ese mes por el subsecretario Alejandro Encinas a los padres de los 43 constituyó la reapertura del caso hacia la justicia. Las principales víctimas pidieron tiempo para manifestarse sobre lo que les fue informado. Y faltaba, también,
lo que al respecto dijera el Grupo Interdisciplinario de Expertos Internacionales (GIEI).
Sin embargo, el documento Encinas, quien funge como titular de la comisión, comenzó a ser rápidamente diseccionado por prensa y especialistas. Surgieron entonces las primeras resistencias. En los medios de comunicación se escucharon voces de quienes estaban conformes con la verdad histórica de Jesús Murillo Karam: no aporta mucho, no mueve los cimientos de lo anterior, los muchachos están muertos, ya lo sabíamos, participaron policías y delincuentes, también lo sabíamos, ¿cuál es la novedad?
Actores de todo un sector que de motu proprio o por servir a otros intereses no tuvo empacho en optar por el reduccionismo. Expresiones de quienes no conmovió el nuevo relato ni lo implícito en él: si no fueron incinerados donde Murillo Karam dijo, si no murieron como se declaró, poco importa: los estudiantes muertos están y algunos de los perpetradores –el exalcalde de Iguala, sus policías, y otros agentes estatales— encarcelados o libres por fallas ministeriales. Caso cerrado entonces y ahora.
Esa primera resistencia no fue menor y solo empezó a fracturarse cuando a las pcoas semanas se supo más del informe, de sus partes que se presentaron testadas, de las líneas que apuntan con crudeza la forma de la masacre y los intercambios de comunicaciones entre delincuentes y elementos del Ejército y la Marina que habrían estado involucrados en hechos criminales antes, durante y después de la noche de Iguala.
La total difusión de lo contenido en el informe Encinas puso en el centro de las sospechas a elementos de las fuerzas armadas. El propio subsecretario de Gobernación ya había dicho, ante la primera ola de críticas de que nada de nuevo se tenía en el reporte, que había indicios de que un grupo de 6 estudiantes estuvo con vida por cuatro días y que en el funesto destino de esos muchachos fue decretado por un mando militar.
A la postre, la filtración periodística del informe sin testar aceleró el conocimiento no solo de los escabrosos métodos con que fueron asesinados los estudiantes, sino que precipitó una cosa igualmente reveladora: al mismo tiempo que en agosto se informaba a los padres de los hallazgos de la comisión, el gobierno arrancó una operación para desmantelar la Unidad Especializada para Investigar y Litigar el Caso Ayotzinapa, uno de los dos brazos de la promesa de López Obrador para de hacer justicia en esta tragedia.
Omar Gómez Trejo, titular de esa unidad, y quien había trabajado antes como secretario ejecutivo del GIEI, por lo que tenía credenciales de conocimiento y compromiso con esta causa, renunció semanas atrás al constatar que Gertz Manero secuestraba las pesquisas, precipitando incluso alguna de ellas (la detención del exprocurador Jesús Murillo Karam), ordenaba el desestimiento de órdenes de aprehensión contra militares y exfuncionarios estatales, y retiraba del caso a los policías de investigación.
Por más que México ha atestiguado el carácter impulsivo del actual fiscal general de la República, el coptar la UEILCA suponía una maniobra impensable sin la autorización de Palacio Nacional. No hubo necesidad de especular al respecto: el presidente ha aceptado en toda esta semana que ordenó o secundó lo hecho por Gertz Manero, incluido y sobre todo lo concerniente a sacar del alcance de la justicia a 16 militares.
Si la primera resistencia a los nuevos esfuerzos por esclarecer el caso Ayotzinapa fueron expresiones mediáticas, la operación presidencial por acotar el alcance y la deriva de las pesquisas es flagrante. El jefe del Estado se asume y reconoce como el titiritero de Gertz Manero.
López Obrador ha instrumentado, particularmente, la defensa de los militares. Porque no solo ordenó el desestimiento en órdenes de aprehensión contra varios de ellos, sino porque desde las mañaneras intenta, repetidamente, reducir el involucramiento de elementos de la Secretaría de la Defensa Nacional y de la Secretaría de Marina, a una cosa circunstancial en la que, si acaso, estuvieron involucrados un puñado de miembros de las fuerzas armadas.
La resistencia del presidente es ceguera autoinfligida: no quiere ver que al menos en el entorno de Iguala distintas pesquisas apuntan a anudadas y añosas complicidades de las fuerzas armadas con el narcotráfico.
La resistencia de López Obrador frente a su propia comisión incluye la tolerancia al desacato de las fuerzas armadas, que no entregan documentación que se les ordenó hacer llegar al GIEI. El presidente igualmente no no rechista ante la andana mediática que emprendieron desde la SEDENA para clamar la inocencia incluso de los pocos militares bajo proceso.
Andrés Manuel ha dicho, a manera de explicación que suena a disculpa, que es su deber cuidar el prestigio de la institución militar. Es una manera de no decir que la justicia será discrecional. Es una forma, también, de cuidar sus propios intereses: ha apostado a las fuerzas armadas la concreción de algunos de sus más caros anhelos. El presidente no quiere que su alianza militarista se vea afectada por pesquisas exhaustivas, sin control centralizado en la FGR y en Palacio Nacional. Es una capitulación del Estado frente a los intereses particulares de algunos de sus integrantes.
Y las fuerzas armadas no han desaprovechado esta oportunidad. Cabildean, y no solo mediáticamente, su causa. Cuentan para ello con la complicidad –no se le puede llamar de otra forma— de toda una clase política, que ante los hallazgos de la Comisión y las denuncias del GIEI de los hechos que deberían ser investigados en torno a los militares, siguen discutiendo, como quien oye llover y no posibles hechos delictivos, la ampliación del mandato del Ejército como jefe de la seguridad pública.
Para tranquilidad de personajes del pasado, que primero encontraron en el tiempo a su principal aliado a fin de no ser llamados a cuentas por lo ocurrido en Iguala, el verano de 2024 ha significado que el caso Ayotzinapa ha llegado a un nuevo atolladero.
Encinas tiene un informe, podía declarar que ha avanzado, pero está en un predicamento. El presidente que le pidió hacerse cargo del caso es el mismo que descafeína y tripula las pesquisas que podrían derivarse de esos hallazgos. ¿A quién terminará siendo leal el subsecretario, a los padres que le depositaron la confianza o al presidente que se sacude la renuncia del fiscal Gómez Trejo como si fuera una mota en el traje?
¿Le bastará a Encinas, a quien esta semana el GIEI le ha cuestionado la falta de verificación de algunos de sus hallazgos provenientes de mensajería telefónica, con pasar a la historia como quien quiso hacer la investigación más completa, pero como quien, también, permitió que ésta no se tradujera en las más exhaustivas pesquisas? ¿Le gustará que su biografía quede definitivamente a la sombra de alguien Gertz Manero?
Si Encinas cede, si ocupa mansamente el lugar que disponga Palacio Nacional a la hora de validar, sin atribuciones ni recato, qué sí se persigue judicialmente y quién no, se habrán impuesto en definitiva las resistencias que estiran la cuerda para que el caso de los 43 quede, es cierto, un poco en donde estaba desde el peñismo.
Parece que ese escenario es el que prefieren todos los intereses que de tiempo atrás maniobran para que unos policías menores, un militar, exfuncionarios locales, y una recua de criminales de distinta ralea sean los únicos que paguen cárcel por la mayor masacre de los tiempos modernos de México.
Todos tiran de esa cuerda: exfuncionarios federales que avivan el fuego mediático de aquellos que pregonan que la verdad histórica resiste el esfuerzo del nuevo gobierno, la SEDENA que en el sexenio pasado no cooperó y en este regatea, los mandos de la extinta PGR que aguardan, en el exilio o con amparos, el evidente empantanimiento judicial del caso, y hasta personajes como Omar García Harfuch, que primero dejó correr la versión de que como expolicía federal no había estado en donde los nuevos reportes lo ubican, para luego aceptar lo que publicó El País: que sí, que por ahí andaba en ese entonces.
El GIEI ha sentenciado esta semana que los hallazgos de la Comisión son prometedores, pero también ha dicho que las pesquisas han sido manoseadas por Gertz Manero. Pero el grupo de expertas y expertos internacionales ha dicho algo más importante aún.
En su conferencia del jueves ha recordado que todo el teatro de funcionarios y peritos, de estudios y diligencias, de declaraciones y promesas, tenía un objetivo, y que éste no se ha cumplido: los padres de los 43 estudiantes de Ayotzinapa siguen esperando verdad, justicia y reparación. Y ocho años después se presenta de nuevo el riesgo de que poco de eso obtengan.
Porque tras dos investigaciones y dos gobiernos, la herida está abierta: los padres de Ayotzinapa mantienen su pregunta original: ¿Dónde están los muchachos? ¿Dónde al menos sus restos para darles sepultura?
Eso preguntan y reiteran una demanda que no muere: Vivos se los llevaron…
Pero ocho años después de la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa en las élites gubernamentales casi todos parecen preferir que los intereses de políticos de distinto corte, en el oficialismo y en la oposición, y de uniformados de varios colores sean el valor a tutelar. Eso, sus intereses, y no el dolor de los padres de los 43.