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martes, 12 de enero de 2021

"ASALTO al CAPITOLIO": LAS MARIONETAS VIKINGAS y los TONTOS UTILES al PLUTOCRATA HERIDO en su VANIDAD "QUE YA se VA,YA se LARGA"...y por la puerta trasera.


Cuando los líderes fascistas declaran que le pertenecen al pueblo, en realidad se ufanan de que una parte del pueblo ya les pertenece, rebajado a la categoría de marioneta. 

Como su vínculo emocional con la masa puede flaquear, y eventualmente frustrar sus ambiciones dictatoriales, reclutan en los bajos fondos a militantes apasionados que se arriesguen a conquistar el poder por la vía de las armas o a retenerlo por la fuerza contra la voluntad de la mayoría.  Las contiendas electorales son apenas uno de los frentes en los que están dispuestos a combatir. 

Para muchos románticos atolondrados, un llamado a la guerra es preferible a una campaña de persuasión, porque les ofrece la posibilidad de embarcarse en una gran aventura. El combustible de las pasiones políticas no es el amor al camarada, sino el odio al adversario y por lo tanto el caudillo tiene que alimentarlo a cualquier precio, exagerando hasta el delirio la perfidia del enemigo.

 Los demócratas de cualquier signo ideológico sólo intentan convencer a la sociedad de que un programa político puede beneficiarla. No apelan a las vísceras, sino al sentido común del electorado. Aburren por ello a muchos descontentos, pues en el mejor de los casos prometen una mejoría paulatina, no una nueva era de felicidad o grandeza. En la disyuntiva de obtener pequeños avances sociales o conquistar el paraíso en la tierra, ningún marginado escogerá la recompensa menor. Los fascistas no persuaden: se imponen por la buena o por la mala y recurren a la demagogia incendiaria para movilizar a sus fieles cuando pierden el voto mayoritario. En momentos críticos incitan a su clientela a dar la vida por la ideología o la fobia colectiva que personifican, con la promesa implícita de que también ellos morirán por el pueblo si la historia los coloca en una encrucijada fatal. 

Los supremacistas blancos que tomaron el Capitolio el miércoles pasado cumplieron al pie de la letra su pacto de sangre con Donald Trump. Creían ciegamente que una siniestra conspiración lo despojó de la presidencia y trataron de impedir por la fuerza que el congreso certificara la holgada victoria de Biden. Cinco personas murieron en el intento, un sacrificio que el presidente debió de haber lamentado en términos ditirámbicos, elevando a los caídos a la categoría de mártires, si fuera un fascista con un mínimo de vergüenza. Pero Trump es un fascista sin honor y al día siguiente cometió quizá la mayor vileza de su carrera política: traicionar a los asaltantes del Capitolio calificando de atroz y vandálico el sacrificio que hicieron por él. No hubo en su discurso una sola palabra de condolencia para los caídos: “Ustedes no representan a nuestro país”, les reprochó cínicamente horas después de mandarlos al matadero. El principal agitador y guía de los red necks los desprecia más que nadie, pues con tal de librar las consecuencias penales del golpe abortado no vaciló en escupir sobre sus tumbas. Sería increíble que volvieran a confiar en él después de esta bofetada.

Las marionetas vikingas ya comprobaron que, por encima de sus vidas desechables, del anonimato que los persigue más allá de la tumba, está la vanidad herida del plutócrata que los utilizó como idiotas útiles. Ahora son la burla del mundo entero, pero deberían ser objeto de lástima por su fervor mal correspondido. Adictos a la adrenalina, seguramente muchos de ellos no creían posible revertir el resultado de la elección, y sin embargo fueron a Washington a buscar camorra, por el simple gusto de echarse un tiro. No se imaginaron que su jefe máximo tendría la cachaza de maldecirlos el jueves por el cuartelazo que los incitó a cometer el miércoles. En el mundo del hampa esas traiciones se pagan con la vida, aunque el capo traidor se esconda bajo tierra. A partir de febrero, Trump se verá obligado a duplicar su ejército de guaruras, pues más de un vikingo despechado lo tendrá en la mira.

En pequeña escala, Trump se comportó como Hitler cuando el ejército rojo ya estaba tomando Berlín y él esperaba la muerte en su búnker, culpando al pueblo alemán de no haber luchado con suficiente coraje contra los aliados. Ningún déspota reconocerá jamás que se hundió por sus propios yerros. Es menos lesivo para su ego volverle la espalda al pueblo débil o timorato que, según él, no supo estar a la altura de su misión histórica. Hitler prefirió el suicidio a la autocrítica, mientras que un nazi cobarde como Trump se deslindó hipócritamente de los disturbios que había provocado, atribuyéndoselos a una caterva de malvivientes. Tras el cruento berrinche postelectoral, renegó de sus engendros con una mezcla de repulsión y escándalo, como un puritano asqueado por el espectáculo de las bajas pasiones. Da escalofríos pensar que un sociópata de este calibre aún puede levantarse de la lona y volver victorioso en 2024.

 fuente.-Enrique Serna/(imagen/BBC)



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