En un pueblo controlado por rebeldes en lo profundo de la jungla, Joel realizaba ejercicios de entrenamiento junto a sus camaradas, una fila tras otra de ellos en ropa de camuflaje y botas, con rifles a sus costados.
"¡A la derecha!", gritó su instructor.
Para Joel, de 36 años, esta escena le era familiar. Había pasado seis años en el Ejército, luchando en el frente contra una insurgencia brutal que había aterrorizado a Colombia durante décadas.
Pero ahora tenía un nuevo patrón: un grupo armado ilegal que incluía a los mismos insurgentes a los que combatió durante su carrera militar.
"Sé que no debería ser así", admitió, sosteniendo un rifle en su regazo. Pero dijo que después de dejar el Ejército tuvo problemas económicos. Luego llegó una oferta de un salario de 500 dólares mensuales, casi el doble del salario mínimo mensual de Colombia. Ahora, "mis hijos viven mejor porque puedo darles de comer", dijo.
Se suponía que el acuerdo de paz de Colombia, firmado en el 2016 por el Gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, o las FARC, marcaría el inicio de una nueva era de paz en una nación que había soportado más de 50 años de guerra. El trato era que los rebeldes dejarían las armas, mientras que el Gobierno inundaría las zonas de conflicto con oportunidades laborales, aliviando la pobreza y la desigualdad que habían provocado la guerra.
Miles de combatientes de las FARC depusieron las armas. Pero en muchos lugares, el Gobierno nunca llegó. En cambio, muchas partes de la Colombia rural han visto un regreso de los asesinatos, los desplazamientos y la violencia que, en algunas regiones, ahora son tan graves como antes del acuerdo, o peores.
Masacres y los asesinatos de defensores de los derechos humanos se han disparado desde el 2016, reporta Naciones Unidas. Y el desplazamiento sigue siendo alto, con 147 mil personas obligadas a huir de sus hogares tan sólo el año pasado, arrojan datos del Gobierno.
No es porque las FARC, como fuerza de combate organizada, hayan regresado. Más bien, el vacío territorial dejado por la vieja insurgencia y la ausencia de muchas reformas gubernamentales prometidas han desencadenado un ola criminal a medida que se forman grupos nuevos y mutan los viejos, en una batalla por controlar florecientes economías ilícitas.
Si bien muchos colombianos llaman a estos nuevos grupos "los disidentes", una referencia a los combatientes de las FARC que rechazaron el acuerdo de paz, su composición es más compleja.
'Camarada contra camarada'
Estos combatientes ahora se enfrentan a antiguos aliados por el control de un revitalizado comercio de drogas en una oleada de disturbios que se asemeja más a la violencia de pandillas que a la insurgencia civil que imperó durante tantos años.
"Estamos luchando camarada contra camarada, hermano de batalla contra hermano de batalla", dijo Benjamín Perdomo, uno de los fundadores de los Comandos de la Frontera, la milicia rebelde a la que Joel se unió hace seis meses, uno de los más de 30 grupos armados que, dicen funcionarios de seguridad, han surgido desde el 2016.
Al igual que otros entrevistados para este artículo, Perdomo accedió a ser identificado sólo por su nombre de guerra. Algunas personas no son identificadas para proteger su vida.
En febrero, viajando en bote por una red fluvial en la selva amazónica, The New York Times pasó una semana con los Comandos. Visitamos varios pueblos bajo su control, los vimos mover armas y comprar drogas, y dormimos en un campamento donde los combatientes lanzaban granadas y realizaban ejercicios a pocos metros del Putumayo, un río importante, sin policías o militares a la vista.
Los Comandos ahora luchan contra el Frente Carolina Ramírez, otro grupo encabezado por ex líderes guerrilleros, por el control de Putumayo y Caquetá, dos departamentos en la Amazonia colombiana, que juegan un papel fundamental en el narcotráfico.
Cada vez más, los civiles son los que más sufren, atrapados entre estos grupos en guerra e incluso los militares que intentan detenerlos.
Algunos expertos advierten que si el Gobierno no asume un papel más importante reprimiendo a estas milicias y cumpliendo las promesas del acuerdo, el País podría encaminarse hacia un Estado que se pareciera más a México -devastado por bandas de narcotraficantes que compiten por territorio- que a la Colombia de la década del 2000.
Motivados por el dinero
Cuando los Comandos llegaron a un pueblo ribereño un domingo reciente, la comunidad ya estaba en pleno apogeo de fin de semana: música sonaba a todo volumen y equipos rivales de futbol entraban al campo. Los combatientes, con rifles al hombro, tomaron posiciones en un terreno adyacente, donde realizaron ejercicios en una demostración de fuerza.
Los residentes vieron ambos espectáculos desde las bandas, con cervezas y paletas heladas en mano.
El conflicto con las FARC se remonta a los años 60, cuando dos líderes comunistas declararon una rebelión contra el Estado, prometiendo reemplazar al Gobierno con uno que apoyaría a la población rural pobre.
La cocaína financió la lucha mortal de las FARC. Luego vino el acuerdo de paz, que requiere que el Gobierno colombiano invierta en programas que alejarán a las comunidades rurales del cultivo de coca, el producto base de la cocaína, y que privarán a los grupos armados de sus ingresos.
Pero este pueblo es uno de muchos donde las alternativas sostenibles nunca llegaron, y la coca aún domina.
Para los residentes aquí, los Comandos, que se formaron en el 2017, son sólo la milicia más reciente en ocupar su localidad. Compran su coca y son el principal patrón, la fuerza policiaca, e incluso la administración de obras públicas.
Cuando los lugareños cumplen las reglas, esta relación puede alcanzar una simbiosis tensa. Pero cuando los residentes no cumplen -o cuando un grupo rival se entromete- la dinámica se vuelve mortal.
Bajo las FARC, los líderes afirmaban que su reino de terror estaba al servicio de un objetivo superior. Perdomo, de los Comandos, hace una afirmación similar, diciendo que su grupo lucha por "el desarrollo, el progreso y la justicia social" para los colombianos pobres.
Sin embargo, en entrevistas con Comandos, pocos sentían que había un propósito mayor. Una era una madre soltera que no podía criar a sus hijos con los 90 dólares mensuales que ganaba como sirvienta; otro era un ex combatiente de las FARC que podía ganar el doble como médico de la unidad que en un hospital.
'Movilización de terror'
En toda Colombia, los enfrentamientos entre grupos armados se encuentran en el nivel más alto desde que se firmó el acuerdo de paz, señala la Jurisdicción Especial para la Paz, un tribunal creado por el acuerdo para investigar la guerra. El año pasado, más de 13 mil personas fueron asesinadas, la mayor cantidad desde el 2014.
Ahora hay seis conflictos separados en el País, reporta el Comité Internacional de la Cruz Roja, tres de los cuales involucran a ex grupos de las FARC.
En Putumayo, los Comandos están acusados de cometer asesinatos, desapariciones forzadas y la "movilización de terror", de acuerdo con la Defensoría del Pueblo de Colombia, encargada de monitorear las violaciones de derechos humanos. El rival Carolina Ramírez es igual de brutal, dice la Defensoría.
Diego Molano, el Ministro de Defensa, dijo que los militares hacían "todos los esfuerzos posibles" para combatir a estos nuevos grupos al eliminar a los cabecillas y erradicar la coca.
Pero después de una operación reciente en la que el Ejército anunció que había matado a 11 Comandos, grupos de la sociedad civil afirmaron que varios de los muertos eran en realidad civiles. Molano lo negó.
Los detractores dicen que esta violencia es propiciada por la falta de compromiso del Gobierno con los programas del acuerdo de paz. El Presidente Iván Duque encabezó una vez una campaña para cambiar los términos del acuerdo del 2016, al calificarlo de demasiado indulgente con las FARC. Ahora, acoge al acuerdo.
Pero para cuando Duque asumió el cargo se había cumplido el 22 por ciento del trato, señala el Instituto Kroc para Estudios Internacionales de Paz. Durante su mandato, aumentó esa proporción en 8 puntos porcentuales, muestran los datos.
Duque ha dicho que el País se perfila a completar el trato dentro del mandato de 15 años del acuerdo. Pero él dejará el cargo en agosto.
Helado y granadas
Docenas de Comandos acamparon cerca de las orillas del río Putumayo.
Aquí, los combatientes instalaron internet satelital entre vacas y gallinas, y trajeron helados y tamales desde un pueblo cercano. Compraron gruesos ladrillos de pasta de coca de los campesinos y probaron lanzagranadas destinados a sus enemigos, los Carolina Ramírez.
"¡Huele a guerra!", alguien gritó cuando una granada estalló.
Quizá la mayor diferencia entre las antiguas FARC y los Comandos es contra quién luchan. Las FARC combatieron al Estado. Pero los Comandos no atacan al Gobierno, ni lo consideran su enemigo, dijo Perdomo, quien pasó más de 10 años con las FARC.
De hecho, fue una amenaza de otro ex grupo de las FARC -"únete a nosotros o te matamos"- lo que lo impulsó a formar los Comandos, explicó.
Cientos de ex combatientes de las FARC han sido asesinados desde el acuerdo de paz, algunos por sus ex camaradas, y los grupos de derechos humanos dicen que el fracaso del Estado en proteger a los ex combatientes ayuda a impulsar el rearme.
Perdomo dijo que su propósito era proteger a los ex combatientes y colombianos comunes de la brutalidad del Carolina Ramírez. El objetivo era "erradicar" al grupo rival y negociar un acuerdo de paz más sólido, afirmó. El negocio de las drogas, agregó, era simplemente "un medio" para conseguirlo.
Preparación para vacaciones
Un día, después del desayuno, un grupo de combatientes se separó para prepararse para sus vacaciones de dos semanas, cambiando de ropa de camuflaje a jeans y camisetas, y regresaron a la vida con sus familias y amigos.
Con el Sol cerca de su punto más alto, envolvieron sus armas y pegaron etiquetas de identificación en los paquetes. Luego subieron a una lancha de colores brillantes y aceleraron por el Putumayo, con cervezas y whiskys en mano, y música a todo volumen.
Federico Rios contribuyó con reportes a este artículo.