Le dispararon desde una moto. A quemarropa. Teresa Magueyal era una de las miembros más activas del colectivo “Una promesa por cumplir”, integrado por más de 70 familias que en el mortífero estado de Guanajuato andan buscando a sus desaparecidos.
Quedó tendida a un lado de su bicicleta y la noticia corrió como pólvora por San Miguel Octopan, en el municipio de Celaya.
La señora Magueyal llevaba tres años buscando a su hijo, José Luis Apaseo. En abril de 2020 fue visto por última vez cuando iba a comprar comida. Eran meses duros en San Miguel: el gobierno federal acababa de descubrir en aquel poblado la casa de seguridad de la pareja sentimental de José Yépez Ortiz, El Marro, líder del Cártel de Santa Rosa de Lima, y la violencia envolvía las calles como nunca antes.
Sicarios del Cártel Jalisco Nueva Generación entraban de noche para catear las casas de sus enemigos: buscaban a un miembro del Cártel de Santa Rosa que había protagonizado un video en el que su jefe, El Mencho, era “ofendido”.
En ese periodo ocurrieron cinco ejecuciones en 72 horas. Mujeres y niños impedían el paso de la Marina, apedreaban a estatales y municipales, se habían convertido en escudo: la “base social” del Marro.
“Ya casi 2 meses sin saber de ti hijo mío, siento que ya no puedo más, esta angustia me está matando, estoy de pie hijo de mi corazón para el día que Dios te regrese a mi lado, recibirte con los brazos abiertos”, escribió la señora Teresa.
“No busco culpables, solo quiero de regreso a mi hijo”, decía.
Pronto se integró al colectivo “Una promesa por cumplir”. Al lado de otras madres buscadoras caminó por cerros y baldíos, exploró en terrenos y casas abandonadas, asistió a marchas y recibió llamadas o mensajes anónimos en los que se indicaba la supuesta existencia de fosas clandestinas. Muchas veces, durante las búsquedas, aparecieron hombres armados que les dieron la orden de largarse de ahí.
Era exactamente lo que estaban viviendo, en un país con más de 100 mil desaparecidos, madres de Sonora, Sinaloa, Veracruz, Chihuahua, Morelos, Jalisco, Guerrero, Michoacán…
Apenas el mes pasado, la señora Magueyal escribió en su cuenta de Facebook: “Hoy se cumplen tres años que desaparecieron a mi hijo y sigo esperando que alguien me diga dónde lo puedo encontrar, que se apiaden de todas las mamás que están pasando por lo mismo que yo”.
El 2 de mayo salió de su casa y montó una bici. Ya la estaban esperando. Según las autoridades, los asesinos eran parte del Cártel de Santa Rosa.
Hay una amplia lista de buscadoras asesinadas en todos los rincones de México. Se trata de una lista espeluznante. No hay modo de saber qué historia duele más, indigna más.
María Carmela Vázquez buscaba a un hijo desaparecido en Abasolo, Guanajuato. Su madre relató: “Llegaron dos muchachitos tocando la puerta de mi casa, salí y me preguntaron por mi hija, le dije que le hablaban en la calle y cuando salió, la mataron”.
María Carmela acababa de colgar fotos de desaparecidos en la plaza municipal. Haber participado en ese acto fue su sentencia de muerte.
A Blanca Esperanza Gallardo la acribillaron mientras esperaba el transporte de personal que iba a llevarla a su lugar de trabajo. Sus asesinos hicieron diez disparos. Blanca Esperanza buscaba a su hija, desaparecida un año antes en un fraccionamiento de Puebla. Había señalado como posible responsable de la desaparición a un narcomenudista.
Rosario Lilián Rodríguez Barraza llevaba tres años buscando a su hijo Fernando. Había fundado un colectivo, “Corazones sin justicia”, que logró encontrar los cuerpos de cinco personas. En agosto de 2020 asistió a una misa dedicada a las víctimas de desaparición forzada. Al salir, escribió un mensaje, “Ya voy para allá”. Caminó al lado de unas vías, en la cabecera municipal de Elota, Sinaloa. Unos hombres la subieron a la fuerza a una camioneta. Su cuerpo apareció tirado en esas vías horas después.
Aranza Ramos buscaba a su esposo desde hacía un año. Un comando irrumpió en su domicilio y la sacó a rastras. La tiraron minutos después en la entrada de la comunidad en donde residía, en el municipio de Guaymas, Sonora.
He citado solo un puñado de casos recientes. En México matan a las madres buscadoras para que no importunen a los cárteles con sus hallazgos. Para que no sigan llamando la atención. Para que no atraigan a las fuerzas del gobierno.
Matan a las madres buscadoras, y los colectivos denuncian siempre lo mismo: el desinterés, el abandono, el olvido, la falta de solidaridad de autoridades federales y estatales.
“Debería ser un escándalo, pero en el fondo, a la gente tampoco le importa”, me dice la integrante de uno de estos grupos.
Se acaba de conocer el caso de María Isabel Cruz Bernal y de Belinda Aguilar, dos madres de desaparecidos que forman parte del colectivo sinaloense “Sabuesos Guerreras, A.C.”. Las activistas denuncian que dos presuntos “halcones” las siguen desde el pasado 3 de mayo. Aún es tiempo para cuidarlas, para voltearlas a ver.
Para no seguir abandonando a las madres que, en todo México, y poniendo su vida en riesgo, buscan a sus hijos desaparecidos.
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