De los lugares comunes del lenguaje hay uno que me ha desvelado recientemente: ¿Es de verdad la prostitución “el oficio más antiguo del mundo”? Porque si uno se pone a pensar en oficios, ahí están también los de recolectores, cazadores, pastores, agricultores en los albores de la humanidad. ¿No será que hay una carga de misoginia embozada en esa frase proverbial, tan normalizada como otros sesgos patriarcales en los que ya no reparamos y asumimos de manera automática?
Pero bueno, concedamos que tal epíteto alude a una de las primeras instancias de trueque en la sociedad (como lo fue también la venta de prisioneros en calidad de esclavos), en la que las partes intercambiaban “mercancías” a su disposición mediante un acuerdo, haciendo uso de la inmemorial tradición del comercio entre las personas. Si el sexo y el comercio son inherentes a la actividad humana, ¿cómo fue que se construyó ese edificio imaginario que encierra a la prostitución entre muros de moral y prejuicios al grado de suponer que la “perversidad” de las mujeres es inmemorial? Basta recordar las novelas Nana (1880) de Émile Zolá y Santa (1903) de Federico Gamboa para comprobar la mirada condenatoria que la tradición, no sólo literaria, ha impuesto a quienes ejercen el oficio. Nada que ver con el mundo griego, con sus habilidosas pornai y hetairas, para el que la prostitución era una fuente de ingresos como cualquier otra, una actividad legal por la que se pagaba incluso un impuesto proporcional a las ganancias obtenidas.
Desde tiempos babilónicos se habla de una prostitución sagrada, en la que están implícitos ritos de fecundidad y equilibrio de las fuerzas del cosmos. En el Poema de Gilgamesh, cuyas primeras versiones datan de 2,500 A.C., se relata el proceso de humanización para domar la naturaleza salvaje del héroe Enkidu a manos, o entre las piernas, de la hieródula Shámbat, quien luego de sesiones amatorias que duran varios días, consigue que la bestia dé paso al hombre.
Es en la tradición judeocristiana, con la presencia proscrita de Lilith y luego de Eva como incitadora al pecado y causante de la caída del hombre, que la visión se cargó de rencor y culpa. Aquí y allá en la Biblia aparecen los comentarios y admoniciones sobre la mujer mala, como este versículo del Eclesiastés: “Por la mujer fue el comienzo del pecado, y por causa de ella morimos todos”, o este otro: “La maldad de la mujer desfigura su semblante, y oscurece su rostro como el de un oso. Su marido se sienta entre los vecinos, y sin poder contenerse suspira amargamente. Toda malicia es poca junto a la de la mujer, ¡que la suerte del pecador caiga sobre ella!”
De hecho, en el libro del Apocalipsis se menciona una imagen poderosa: la gran puta de Babilonia. Ahí, mediante un símil digno del delirio visionario de un catastrofista como San Juan, se compara a la urbe corrompida de Babilonia con una prostituta colosal: “Babilonia la grande, la madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra”. Adornada de piedras preciosas y perlas, lleva en la mano un cáliz de oro lleno de imprecaciones y de la “inmundicia de su fornicación”. Vaya… que si hay que hablar de depravación, no hay mejor ejemplo para vociferar que el de meretriz.
Leyendo una entrevista reciente a Marta Lamas, donde reconoce la importancia de reglamentar el trabajo sexual para evitar que las mujeres del oficio sigan siendo víctimas del abuso estructural y sistemático, ese sí tan antiguo como el patriarcado, me enteré de una zona de tolerancia en Chiapas, llamada “Zona Galáctica” que el entonces gobernador Patrocinio González Garrido creó en 1991. El proyecto inicial de ofrecer servicios sexuales a los destacamentos militares de la zona, regulado por el gobierno, parece inspirado en la novela de Vargas Llosa, Pantaleón y las visitadoras (1973). Más allá de la ficción jocosa que lleva al capitán Pantaleón Pantoja a “reclutar” prostitutas para dar servicio a la milicia peruana en una zona de conflicto, la Zona Galáctica chiapaneca tropezó con piedras inmemoriales: la explotación y discriminación en aras de un comercio muy rentable. Ese afán de lucro que esgrime una moral ambigua pero, al prohibir y denostar, no hace sino exacerbar los apetitos de la carne. Ese sí que es, si no el más antiguo, uno de los pecados capitales más rancios: la avaricia y sus taimadas argucias.
fuente.-@anaclavel99
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