En la pandemia, nada es igual. Nada. Ni siquiera la muerte. Profesionales de la salud, defensores de la vida y quienes durante años se prepararon para protegerla, se sitúan en ese instante trágico de presenciar el fin. ¿Qué es ver morir por COVID-19?, ¿es un drama semejante al de otras enfermedades?
-No, es diferente- dice Rodolfo Valverde, con más de 11 años de experiencia como enfermero en hospitales de la Secretaría de Salud y, desde hace seis, en el Hospital Juárez de México.
Y con él coincide Marisol Madrigal, también enfermera del sistema federal, aunque adscrita al Estado de México: “Nunca había visto morir a tantos pacientes en el suelo”.
Más allá del caos hospitalario, de las carencias de equipo o de cualquier otro factor adverso en estos días aciagos, ambos comparten con este diario los minutos más íntimos de su quehacer diario, los momentos jamás imaginados cuando van camino a sus hospitales.
-¿Cuál es esa diferencia?- se pregunta a Rodolfo.
-El miedo. En los ojos de los pacientes, en su rostro, se nota el miedo. Entran al servicio y nos ven a todos envueltos en los trajes tyvek, con mascarilla, con googles, y se impactan. Cuando les tomamos su radiografía, su tomografía y les decimos: 'su pulmón está muy afectado, los tenemos que intubar', su cara de terror se acentúa aún más. En el COVID, el miedo no se quita.
-¿Nunca?
-Se les transfiere el medicamento, se les seda, aparentemente tendrían que relajarse porque ya están intubados, pero ni aun en medio de tubos, la expresión de miedo se les quita; están sedados por completo, dormidos, y se les ve.
-¿Cómo describirías ese miedo en relación a la muerte por otros males?
-Si hay pacientes con insuficiencia renal, con hemodiálisis, por ejemplo, ya están preparados de alguna manera, tienen un duelo anticipado, quizá inconscientemente conocen su destino, pero el coronavirus es tan repentino, tan rápido, que la carga de miedo se multiplica.
Ha atestiguado el caso de compañeros trabajadores de la salud: médicos, enfermeros, camilleros, administrativos, encargados del banco de sangre y demás, “que en teoría están más familiarizados con el ambiente hospitalario, pero también el miedo se los come, porque saben que es una enfermedad desconocida y al mismo tiempo cruel, que da poco espacio para la recuperación”.
La muerte deambula por los pasillos del hospital, el cual ha estado rebasado una decena de veces: se cierra el servicio de urgencia y ya nadie puede ser recibido, hasta el arrecio de la muerte: muchos se van y entonces los espacios van reabriéndose de nuevo.
Cuarenta y dos ventiladores por piso… Casi 150 pacientes, incluyendo las zonas de terapia intensiva.
“Se siguen los protocolos adecuados, pero son más los pronósticos desfavorables por las complicaciones agregadas: obesidad, hipertensión, diabetes, alcoholismo, saturación de carga hepática. Esas personas no están saliendo. Ha habido muertes en las salas de espera, en las dos carpas que se montaron en el área de estacionamiento, en los consultorios, en la calle, en los jardines, contagiados que ya no pudieron llegar”, narra Rodolfo.
-Es tutearse con la muerte…
-Me ha impactado demasiado. No sé cómo lleven su cuenta las autoridades, pero en los días más difíciles se han muerto hasta 40 personas al día, no hay espacio en patología para llevar los cadáveres, se tienen que quedar en las salas con los demás pacientes vivos. Los vivos conviviendo con los muertos, porque no hay lugar para llevarse tanto cuerpo. Patología tiene como 16 gavetas de refrigeración y unas cuantas camillas…
-¿Cuál es la palabra que describe ese sentimiento de enfrentar a la muerte, cuando su objetivo profesional es derrotarla?
-Impotencia, tristeza, pero también enojo, porque muchas personas se descuidaron, no les importó y llegan mal al hospital. A veces, por ese enojo, les he preguntado: ¿no se quedó en casa, no guardó la cuarentena, verdad? Algunos lo aceptan, y otros se aferran: 'no tengo COVID, eso no existe, debo tener otra cosa'. Y a los dos o tres días se mueren.
El mismo trajín de la muerte lo ha padecido Marisol. La muerte acecha, acorrala, se filtra por todos los rincones del hospital.
“Es tal la desesperación de los pacientes por la necesidad de aire, que se avientan de las camas, sobre todo la gente más joven. Me ha tocado muchas veces verlos morir en el piso, en el suelo: los golpes de la caída y de la sangre coagulada en sus organismos se combinan en esos minutos finales. Algunos piden agua con desesperación, más agua y más, no sé qué sienta su cuerpo, pero tiene la necesidad de mucha agua y luego mueren”.
El hospital, dice, huele a muerte…
-¿Y qué olor deja la muerte por COVID?- se le cuestiona.
-Es amargo y doloroso, te persigue, no te deja ni dormir. El hospital ya no es el mismo de antes.
-¿En qué ha cambiado?
-Parece como si llegaras a otro lugar, como si entraras a otro mundo o dimensión. El ambiente es triste, los compañeros también se ven tristes. Siempre me había encantado llegar a mi lugar de trabajo, pero ahora, cuando vas en el trayecto, sabes lo que te espera: muertes y más muertes.
-¿Todos los días?
-Todos. Nunca había embolsado tantos pacientes, nunca me había tocado ver tantas despedidas, tantas llamadas entre llanto, por la despedida de las familias.
En el servicio donde labora Marisol, se ha permitido a los enfermos ingresar teléfonos básicos, sin cámara ni otras aplicaciones, con el único fin de tener contacto con sus familiares.
Cuando ya no están respondiendo, cuando se están dando por vencidos o ya no pueden controlar la respiración, viene el diálogo final, la última petición…
“Varios les preguntamos: '¿quiere que le hablemos a su familia para que se despida?' Muchos dicen que sí, muchos que no, nos ha tocado entregarles la última carta de su vida o ayudarlos con la llamada, ya no de consuelo, sino de adiós. Refrendan su amor a la esposa, a los hijos, a los padres, agradecen, quizá les da tiempo para un encargo y mueren. Y con esa muerte, sientes también que algo de ti se muere”…
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