En México puede faltar dinero para el deteriorado sistema educativo que castiga presupuestalmente cada año a las normales rurales o margina a miles de jóvenes de la instrucción media y superior, o para el área de salud, que sacrifica a los demandantes de sus servicios con una deficiente atención y los agobia con el desabasto de medicamentos; pero no falta para el aparato electoral.
De acuerdo con la información hacendaria y de los propios organismos, el Instituto Federal Electoral (IFE)-Instituto Nacional Electoral (INE), los partidos políticos, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), la Fiscalía de Atención a Delitos Electorales (Fepade) y el Poder Legislativo recibirán alrededor de 500 mil millones de pesos reales (mmp) acumulados del presupuesto entre 1990 y 2016. Unos 18 mmp en promedio anual, una vez descontada la inflación registrada en el periodo.
La cantidad es una estimación preliminar del costo por recrear la imagen de una democracia ausente.
Tales recursos han servido para financiar los requerimientos de las elecciones presidenciales y del Legislativo, así como para mantener las operaciones de las instituciones referidas que cultivan el mito y de su nutrida burocracia que los regentea, entre ella sus elitistas directivos que se despachan con la cuchara grande para devengar sus modestos salarios ordinarios, sus exorbitantes compensaciones garantizadas que triplican o cuadruplican a aquellos para sacarlos de la modesta categoría de funcionarios de “medio pelo”, sus nada despreciables prestaciones (primas, primas de las primas, seguros médicos privados que los exime de masificarse entre la chusma enfermiza, telefonía, vehículos, sacrosantos alimentos), todos bajo la rigurosa ley de bienestar que ellos mismos se otorgan, de manera transparente y, a veces, chocarreras, ocultas entre otras partidas del gasto para disponer de ellas a su libre arbitrio.
El presupuesto medio real anual señalado equivale a 3.5 veces al presupuesto que se le otorgó a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) en 2016 (5.1 mil millones de pesos), antes de que el parsimonioso Luis Videgaray pasara la filosa tijera de la austeridad al gasto público.
El presupuesto acumulado de 1990-2016 equivale al total del gasto destinado a las secretarías de Salud, Educación y Desarrollo Social, que incluye los renglones de combate a la pobreza, en el presente año.
Los legisladores
En el caso particular, del Poder Legislativo, su gasto real aumentó de 1.8 mmp a 11.6 mmp en los años referidos, en 536 por ciento; 7 mmp en promedio anual. Su presupuesto acumulado asciende a 191 mmp. Este monto supera a los de las secretarías de Salud y Desarrollo Social de 2016, tasados en 108 mmp y 90 mmp a valores reales de 2010.
Formalmente, entre otras funciones, como parte de la división de poderes, el Congreso debe de ocupar el papel de contrapeso del poder ejecutivo; representar los intereses de los votantes; velar por la Constitución y someterse a ella; rendir cuentas; convertirse en la arena de negociación, deliberación, de consensos y acuerdos.
Pero, para usar las palabras del mimo francés Marc Marceau: el Congreso se ha degradado a una simple máquina registradora de decisiones tomadas fuera y por encima de él.
En el Senado, las subvenciones y subsidios sumaron 1.3 mil millones de pesos, un tercio del presupuesto total; mismas que carecen de la documentación necesaria para respaldar el gasto”
Por principio, la actual diputación es acusada como la más improductiva en 10 años. Hasta el 19 de febrero, habían recibido 747 iniciativas, sólo llevaba 53 dictaminadas, por lo que tenía un rezago de 694 (www.elfinanciero.com.mx/nacional/diputados-actuales-son-los-mas-improductivos-en-10-anos.html).
Tabla del deterioro de la credibilidad y legitimidad electoral
La mayoría legislativa controlada por los partido Revolucionario Institucional (PRI) y Acción Nacional (PAN) y sus vasallos de los partidos Verde Ecologista, Nueva Alianza y Movimiento Ciudadano –tendrá que agregarse un nuevo apéndice: el del Trabajo, como pago para mantener su registro que no pudo refrendar por medio de los votantes, por lo que se tuvo que recurrir a una cínica piruleta legaloide– prefirió a abdicar a su soberanía constitucional, a de su papel de equilibrio de los otros poderes y someterse a los dictados del Ejecutivo. Como en los años dorados. Cuando el sistema político era controlado omnímodamente por el autoritarismo del ejecutivo, el partido único era su brazo electoral, la estructura corporativa del estado controlaba a las organizaciones sociales y sus aparatos represivos sometían a los opositores.
Ese esquema de dominación que no nuca fue desmontado por la alternancia bipartidista.
Más que una institución democrática, las cámaras de diputados y de senadores equivalen a un circo romano. Sus decisiones se negocian y se imponen entre los bastidores de poder por los líderes de las fracciones que, además disponen discrecionalmente del presupuesto partidario. El resto de los congresistas, simples levantadedos, sólo sirven para aprobar, sin regateos, lo traficado a sus espaldas, ya se saben que sus carreras políticas y sus prebendas, a menudo verdadero tráfico de influencias y de negocios personales, no dependen de los votantes, sino de los que califican su lealtad. Se impide la negociación y los consensos. No representan los intereses de los votantes, sino que responde a los intereses de los grupos de poder oligárquicos. De hecho, se han convertido en enemigos de quienes los eligieron.
Sus servicios son pagados con la opacidad y la ausencia de rendición de cuentas.
Jacqueline Peschard, excomisionada del difunto Instituto Federal de Acceso a la Información Pública –y cuyo sustituto se caracteriza por la promoción de la opacidad pública, más que de su transparencia–, dijo a finales de febrero: “el Informe de fiscalización de la Cuenta Pública de 2014, que presentó en días pasados la ASF [Auditoría Superior de la Federación], muestra cómo ambas cámaras registran irregularidades y anomalías en el ejercicio del gasto, particularmente en lo relativo a recursos que se asignan a los grupos parlamentarios y a los propios legisladores. Lo más grave del asunto es que no se trata de un comportamiento circunstancial o coyuntural, sino que ha sido constante a lo largo de los años”.
Peschard critica la aversión de los grupos parlamentarios a rendir cuentas sobre el dinero que se les entrega para servicios personales de los legisladores, bajo el argumento de que no forman parte de la estructura orgánica del Congreso.
El Informe resalta las irregularidades en el manejo de las subvenciones y los subsidios que reciben los grupos parlamentarios. “En la Cámara de Diputados, dicho rubro fue de 1 mil 944 millones de pesos, lo que representa el 26.5 por ciento de su presupuesto y, de manera extraordinaria, se otorgaron 125 millones adicionales (250 mil pesos para cada diputado), sin la debida comprobación que permitiera identificar el motivo del gasto”.
De los 500 millones de pesos otorgados para remodelar el edificio de la Cámara, sólo se acreditaron 290 millones.
En el caso del Senado, agrega Peschard, las subvenciones y subsidios sumaron 1.3 mmp, un tercio del presupuesto total, y carecen de la documentación necesaria para respaldar el gasto del dinero. Las partidas discrecionales a los grupos parlamentarios ascendieron a 440 millones de peso y fueron desviadas de otros renglones.
Extraña paradoja: “la discrecionalidad y la opacidad fueron la regla” de quienes velan por la transparencia y la democracia.
El costo de la democracia
Desde que el concepto “democracia” se volvió una moneda de uso corriente en México, retórica tonificada por la alternancia partidaria en los tres ámbitos de gobierno, el municipal, el estatal y el federal, la elite política siempre ha justificado los generosos recursos gubernamentales desembolsados para financiar a las elecciones, los partidos que participan en los torneos y las autoridades encargadas de velar por la pulcritud legal del proceso.A juicio del Ejecutivo, los legisladores de derecha e “izquierda” y de los partidos-franquicia –ideológica y políticamente descoloridos, promiscuamente confundidos en el “extremo centro” – y los canes cerberos del inframundo electoral, esa prodigiosidad presupuestal, aprobada por ellos mismos para sí mismos, supervisados por ellos mismos, está más que justificada.
Representa el costo ineludible para asegurar la consolidación de la “democratización” del país; garantizar la credibilidad y legitimidad de los actores involucrados en los procesos electorales y en el sistema político, salvaguardar la virginidad de los partidos ante las voluptuosas tentaciones del dinero turbio del crimen institucionalmente organizado –contante y sonante, o en especie–, ya sea el desviado desde las propias vísceras del Estado, como en las épocas nostálgicas del partido único o hegemónico, o proveniente de las abultadas chequeras empresariales o de la delincuencia organizada ilegal.
Cada voto efectivo de los electores mexicanos pasó de 334 a 432 pesos: se elevó 29 por ciento, a una equivalencia de 4.7 veces al salario mínimo a 7.4 veces”
Y que, de todos modos, ahora con la alternancia partidaria, continúa fluyendo bulliciosa e inconteniblemente. Primero sucio y, luego, cristalino. Gracias a los santos oficios del IFE, parido por el sistema el 11 de octubre de 1990, y travestidoen el Instituto Nacional Electoral el 3 de abril de 2014 –por el Partido del Pacto por México, fundado por Enrique Peña Nieto y sus súbditos Gustavo Madero, panista; Cristina Díaz, priísta; el chucho Zambrano, perredista; los partidos mercenarios, todos hombres probados del partido del Orden–, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (que sustituyó en 1990 al Tribunal de lo Contencioso Electoral de 1987) y la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Electorales (1994), organismos convertidos en agencias de lavado.
En esa rosácea narrativa engañabobos –si es que a estas alturas alguien llega a tragarse la farsa de la “democracia” –, nada importa que el flujo presupuestal, aprobado para sí mimos por el Ejecutivo, los legisladores y lo responsables electorales, se haya convertido en un escandaloso y hemorrágico despilfarro, a menudo utilizado arbitrariamente y con generosa opacidad, con tintes de fraudulenta malversación de fondos –¡Oh, Hamlet: ¡“algo huele mal”! –, a costa del sacrificio de otros renglones de los egresos como son los de bienestar o de inversión productiva.
Como si fuera un inocente juego de niños traviesos, ese anómalo ejercicio presupuestal ha sido alegremente tolerado, solapado y blanqueado por los guardianes de la tersa “revolución electoral democrática”. Justo por los encargados para velar por la castidad virginal de los partidos y sus legisladores –al grito de “Fuente ovejuna: todos a una” –, los cuales, curiosamente, son elegidos a modo por los deben de vigilar, hecho que recuerda a la tortuosa relación sadomasoquista de El portero de noche, de la señora Liliana Cavani. O si se prefiere crudamente: para usar sus manos de gato para ocultar su detritus debajo de la alfombra.
Cualesquiera que sea el caso, ese ingrato y degradante oficio gatuno es más que recompensado con las jugosas remuneraciones que reciben los titulares de tales organismos, de tufo anticonstitucional.
Todos se dan una vida principesca.
Que la “democracia” mexicana, en general, y la electoral, en particular, artificialmente alabadas, sean como las nueces vanas y gocen de una cabal crisis de credibilidad y legitimidad, como el sistema político que engendró el mito, carece de importancia.
El valor de mercado cambiario de la devaluada “democracia” equivale al billete de 100 billones de dólares zimbabuenses, emitido en 2011, que se tasaba a 1 dólar estadunidense.
En cualquier caso, alguien tiene que pagar la factura financiera y política que trata de mantener viva y arraigada la ficción de la estéril “democracia” en el imaginario colectivo. Y las mayorías la sufragan opulentamente, forzadamente.
Pero las ficciones no se comen y generan rencor social.
El presupuesto
En la antigua Grecia de Solón y de Pericles, cuna de la democracia, las funciones del Estado eran honoríficas, sin remuneración y elegidas por sorteo. Para contrarrestar el poder de los oligarcas y de los demagogos se pagaba al pueblo para que participara masivamente en las asambleas y los tribunales populares, y tenían el derecho de voz y voto. El ostracismo (exilio) era votado por el pueblo.
¿Dónde estaría en este momento Carlos Salinas de Gortari, Vicente Fox o Felipe Calderón, o demagogos como Manlio Fabio, los Chuchos, César Duarte o Miguel Ángel Mancera, por ejemplo? ¿En la península de los gusanos (Miami), sin el exilio dorado jugosamente remunerado como el que disfruta José Ángel Gurría?
Afortunadamente, como dijera un antiguo ministro liberal griego en una amarga reflexión, en los años de la dictadura de los coroneles: “nadie puede matar a un muerto. Antes nos habíamos suicidados nosotros”.
Nadie puede matar a lo que nuca ha existido en México: la democracia basada en la virtud y la libertad de Montequieu o Kant. La élite dominante se encargó de abortarla y creó la pantomima que mantiene alejado al vulgum pecus, al vulgar rebaño (Horacio dixit), de las decisiones que definen el rumbo de la nación.
Siempre se ha dicho que la consolidación de la democracia, así como la credibilidad y la legitimidad en las elecciones, las instituciones, la elite política y, en general, en el sistema político, es un proceso que cuesta caro.
En efecto, el presupuesto destinado al Congreso, los partidos, al IFE-INE, el TEPJF y la Fepade, ha crecido de manera nada despreciable, en diferentes grados en cada caso.
Por desgracia, los objetivos esperados avanzan en sentido inverso. Con la alternancia lo único que se ha afianzado es el descrédito y la ilegitimidad del gobierno, los legisladores, los partidos y las instituciones, el distanciamiento entre gobernantes y gobernados, el desencanto, el rencor y la violencia social.
De acuerdo con el informe Latínbarómetro 2015, los mexicanos perciben a la “democracia” como la peor de América Latina.
El 81 por ciento se sienten insatisfechos con los resultados alcanzados. El 74 por ciento consideran que las elecciones sucias. El 83 por ciento no se siente representado por el Congreso ni por los partidos políticos (68 por ciento). El 79 por ciento cree que no se gobierna para el bien del pueblo. El 74 por ciento piensa que sus funciones no son transparentes. El 81 por ciento lo califica como corrupto. El 65 por ciento reprueba su trabajo. El 81 por ciento critica la injusticia distributiva.
La desilusión social se manifiesta en el gradual distanciamiento de la población de los procesos electorales.
El costo del voto
Los datos del TEPJF-INE indican que entre 1994 y 2012, la participación de la población en las elecciones presidenciales cayó de 75.6 por ciento a 62.7 por ciento (votos totales, que incluye los válidos, los nulos y los no registrados, contra la lista nominal. Si se considera sólo los votos válidos, el porcentaje baja de 73.4 por ciento a 59.5 por ciento). En cada caso 13.2 y 13.9 puntos porcentuales.
En las elecciones intermedias, para renovar las diputaciones, ambos porcentajes se reducen de 65.5 por ciento a 47 por ciento, y de 62.4 por ciento a 44.6 por ciento, entre 1991 y 2015. Una diferencia de 17.7 y 18.5 puntos. (Véase gráfica 1).
En la lógica oficial se esperaba que la mayor confianza en las elecciones y las instituciones bajara sensiblemente el importe del voto. En valores reales de 2010, se estimaba que en las elecciones presidenciales de 1994 cada voto costaría 264 pesos y 184 pesos en 2012; 30 por ciento menos. (Se considera la lista nominal de votantes y el presupuesto anual del IFE-INE, que incluye al financiamiento de los partidos).
Pero el abstencionismo, que pasa de 27 por ciento a 41 por ciento en esos años, encareció el costo a 348 pesos reales y 293 pesos en cada caso. Si bien ello representa una baja de 16 por ciento, en 1994 fue superior en 32 por ciento con relación al estimado; en 2012 lo fue en 60 por ciento; en 2006 lo superó en 73 por ciento.
En 1994 cada voto equivalió a 4.9 veces el salario mínimo promedio y en 2012 a 5.2 veces.
En las elecciones intermedias se repite la historia. Entre 1991 y 2015 se estimaba que el costo del voto del patrón nominal disminuyera 7.4 por ciento, de 219 pesos a 203 pesos reales. Pero cada voto efectivo pasó de 334 pesos a 432 pesos: se elevó 29 por ciento, a una equivalencia de 4.7 veces al salario mínimo a 7.4 veces.
Hasta el momento no definen una tendencia descendente en el costo del voto electoral.
En julio de 2015, el analista Eduardo R Huchim señaló que “las elecciones en México son grandes devoradoras de recursos públicos”.
En su escrito cita un estudio dirigido por Enrique Cárdenas y Luis Carlos Ugalde, donde se lee lo siguiente: “De acuerdo con un análisis elaborado por la Fundación Internacional para Sistemas Electorales (IFES, por su sigla en inglés) sobre el costo de las elecciones en 14 países de América Latina con regímenes de financiamiento público y privado, el promedio del financiamiento público en México fue 18 veces superior al de los países de América Latina en el periodo 2001-2004”. Los costos por voto van de 27 y 29 centavos de dólar en Guatemala y Brasil, respectivamente, a los 17.24 dólares de México, que resulta el más alto en Latinoamérica”. (www.am.com.mx/sanfrancisco/mexico/el-costo-de-las-elecciones-219788.html).
Marcos Chávez M*
*Analista económico
Fuente.-