Nunca olvidaré el día que lo descubrí. Fue en marzo de 1995; había vuelto a casa de la escuela y mi madre nos convocó a mí y a mis hermanos. “Vuestro padre está en la cárcel”, nos dijo. “¿Por qué?”, preguntó mi hermano. “Por asesinato”, respondió ella.
Nada puede prepararte para una noticia así. Recuerdo que me flaquearon las rodillas y sentí como si me fuera a desmayar. Entré en mi habitación, me tumbé en la cama y lloré mientras me devanaba los sesos frenéticamente, tratando de entender todo aquello. ¿Había matado a otro hombre? ¿Por accidente? ¿En una pelea? Intenté imaginar lo ocurrido, pero no me parecía propio de mi padre. Además, no tenía pistola, por lo que me costaba creer que pudiera haber disparado a alguien. Sin embargo, por alguna razón, fui capaz de visualizarlo con total claridad estrangulando a una mujer.
Mi madre no nos había dado más información. Luego admitió que lo había hecho para protegernos. Así que fui a la biblioteca para averiguar algo más. Allí descubrí que no solo fue por un asesinato, sino por haber acabado con la vida de ocho mujeres.
Después de aquello, mi mundo cambió. Tuve que hacer recapitulación de los recuerdos del pasado para dar un sentido a todo aquello, y fue una tarea muy dura. Aunque no tanto como la de empezar de cero. No tanto como el proceso de curación, aceptación y recuperación.
Nací en Yakima, Washington. Es una polvorienta localidad rural, pero allí crecí feliz y con mucho espacio. Soy la mayor de tres hermanos, y mi padre era un hombre increíble. Medía dos metros y pesaba unos 120 kg. Siempre superaba en altura a todo el mundo. Yo lo veía como a una especie de dios. Era imposible no advertir su presencia cuando entraba en un sitio.
Mi padre tenía dos facetas opuestas. En apariencia, era un tipo jovial y carismático, pero había algo tras aquella fachada. Algo que no estaba “bien”.
Por ejemplo: un día estaba trabajando en el campo. No se había dado cuenta de que mi hermano había encontrado un gato callejero negro y lo estaba acariciando. Vi al gato porque su pelaje negro brillaba. Éramos muy pequeños. Yo debía de tener seis años y mi hermano, cinco. Y, de repente, la sombra de mi padre se cernió sobre nosotros, eclipsando el sol. “¿Qué tenéis ahí?”, preguntó.
Mi hermano intentó escudar al gato para protegerlo, pero mi padre agarró al animal, se lo puso en el regazo y lo acarició. Un instante después, comenzó a estrangularlo con aquellas manazas. El gato se retorcía, luchaba por su vida y arañaba a mi padre, que disfrutaba inmensamente con aquello. Recuerdo su sonrisa. Le sangraban los antebrazos, pero no parecía importarle. Siguió apretando hasta que el gato dejó de moverse.
En general, tenía una vida idílica. Iba a la escuela y seguía una rutina normal. Por eso me sorprendió que, un verano después de mi cumpleaños, mi madre anunciara que nos mudábamos. Solo recuerdo el momento de entrar en el coche con ella. “Tu padre ya no nos quiere, así que vamos a pedir el divorcio y viviremos en casa de tu abuela”, me dijo.
Se divorciaron oficialmente en 1990 y, a partir de ese año, como supe después, las cosas fueron a peor. Mi padre no tenía trabajo. Una vez, estaba en una sala de billares cuando vio a una mujer de 23 años llamada Taunja Bennett. Se pusieron a jugar a billar juntos y él la invitó a casa. A partir de ese momento, Taunja rechazó las insinuaciones de mi padre. Aquello provocó la ira de mi padre, que, según me han explicado, le destrozó la cara hasta el punto de que la policía encontró dientes dispersos por varios sitios de la casa. Mi padre había saboreado la sangre y ya nada podía pararlo.
Mi madre no sabía nada de aquello. En retrospectiva, fue una suerte que nos hubiéramos apartado de él.
"En el instituto, a muchos niños sus padres les habían prohibido relacionarse conmigo"
Arrestaron a mi padre en 1995 por el asesinato de su última víctima, Julie Winningham, una mujer de 41 años con la que mantenía una relación estable desde que se había divorciado. No fui al juicio. A los hijos nos evitaron el tener que participar en el proceso. Supe que, una vez que confesara los otros asesinatos que había cometido, no iría a ninguna parte. Iría a la cárcel para el resto de su vida.
Todo aquello cambió el concepto que tenía de mí misma. Desde ese momento, empecé a observar la reacción de la gente cuando se enteraban de lo de mi padre en las noticias. En el instituto, a muchos niños sus padres les habían prohibido relacionarse conmigo. Sentía que culpable por asociación, que era yo la que tenía un problema. Estaba desconcertada. Ese episodio, sin duda, me cambió como persona hasta que llegué a la edad adulta.
Pasaron los años y tuve hijos. Nunca había hablado de lo ocurrido hasta que un día fui a recoger a mi hija, Aspen, a la guardería. Ya en casa, me preguntó: “Todo el mundo tiene un papá. ¿Dónde está el tuyo?”. Le dije simplemente que estaba en Salem, que es donde se encuentra encarcelado. Era muy pequeña y se conformó con la respuesta que le di. Pero eso me hizo pensar que debía encontrar un modo de explicárselo cuando fuera mayor.
Ese fue el punto de inflexión. Entonces me di cuenta de que no era culpable de nada. No podía devolver la vida a esas pobres mujeres, y nada de lo que pudiera decir a sus familiares habría aliviado el dolor desgarrador que les había provocado la pérdida. Debía elegir: o aceptaba el pasado o seguía pensando que era una escoria humana que no merecía respirar. No se puede vivir de la segunda forma.
"Mi padre nunca se ha disculpado. Según él, ha sido un buen padre excepto por los 'ocho errores de juicio' que dice haber cometido"
Después de mucho trabajo, he aprendido a cerrar heridas. Sé que las personas supervivientes de traumas creemos que, si nos enfrentamos al dolor, acabaremos sumidas en un abismo oscuro del que no podremos salir. Para eso está la terapia, una ayuda maravillosa que no debemos temer. Nadie va a quedar atrapado en un agujero. Enfrentarte a aquello que te traumatiza te permite adquirir más consciencia de ti mismo y entender qué causa el dolor.
Mis hijos son ya adolescentes y yo llevo una vida ajetreada, por lo que en raras ocasiones pienso en el pasado. Ahora soy feliz. Últimamente, lo único que me preocupa es el tema de ir a visitar a mi padre a la cárcel. No hablamos desde hace décadas. Si lo llamo, ¿significará que ha ganado él, que se ha salido con la suya? No lo sé.
Mi padre nunca se ha disculpado. Según él, ha sido un buen padre excepto por los “ocho errores de juicio” que dice haber cometido. Así llama él los asesinatos: “errores de juicio”.
No creo que las familias de las víctimas puedan llegar a pasar página alguna vez ni que se haga justicia en todo este asunto. Solo puedo decir que me siento aliviada de que mi padre no pueda seguir haciendo daño a nadie más.
fuente.-Melissa More/
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