En días pasados, el gobierno de México decidió que quería ofrecer asilo y protección al depuesto presidente de Bolivia, Evo Morales. Omitamos por ahora discutir si la decisión fue buena o mala. Concentrémonos en los medios requeridos para materializar esa iniciativa depolítica exterior.
En primer lugar, era necesario sacar a Morales de Bolivia y trasladarlo a México. Por razones bastante obvias, no era posible usar un vuelo comercial. Entonces era necesario enviar un avión del gobierno hasta ese país sudamericano. Y así se hizo: una aeronave de la Fuerza Aérea Mexicana, antes asignada al Estado Mayor Presidencial (EMP), voló a Bolivia y, con algunas peripecias de por medio, logró traer a Evo Morales.
Ya en México, se consideró que era necesario proveer alojamiento y seguridad para el exmandatario boliviano. Dadas las condiciones de inestabilidad política que prevalecen en Bolivia, no es impensable que pueda sufrir un atentado en territorio mexicano, creando un serio problema diplomático para el país. Por fortuna, existen residencias, adscritas a la Sedena y Presidencia de la República, donde se puede alojar de manera segura a un dignatario extranjero. Asimismo, se cuenta con personal y equipo, antes adscrito al EMP y ahora ubicado administrativamente en la Sedena, especializado en la protección de funcionarios.
Gracias a eso, Evo Morales está hoy en México sano y salvo, tal como lo deseaba el gobierno de Andrés Manuel López Obrador. Pero ese desenlace no hubiera sido posible o hubiera significado correr muchos mayores riesgos si no se hubiese contado entre los activos públicos con un avión de transporte ejecutivo, un lugar de acogida y personal de seguridad especializado.
Dicho de otra manera, los medios disponibles acabaron determinando el curso de la política de México frente a la crisis boliviana. Repito: si lo decidido es bueno o malo, es harina de otro costal. Pero un hecho es incontrovertible: Evo está seguro en México gracias a gastos que, en otros momentos y contextos, el presidente López Obrador ha considerado superfluos.
Tal vez esto pueda llevar al presidente a reconsiderar esos juicios. Contar con personal de seguridad, residencias oficiales, vehículos blindados y aeronaves de transporte ejecutivo no necesariamente son lujos. En determinadas circunstancias (como las vividas esta semana), pueden ser instrumentos esenciales para la conducción de los asuntos del Estado. Pueden abrir alternativas de política que de otra manera no existirían.
En el fondo, esto lo sabe el gobierno. De otra forma, no contaría con los recursos que se desplegaron para rescatar a Evo Morales. El problema es que hay una disonancia entre el discurso y la realidad. Se dijo al inicio de la administración que se eliminaría el EMP y resulta que no es cierto: en el proyecto de presupuesto 2020, la Oficina de la Presidencia de la República solicitó 36 millones de pesos para esa dependencia que supuestamente ya no existe. Pero, más importante, el personal del EMP, adscrito ahora en su mayoría a la Sedena, sigue estando disponible y cumpliendo más o menos las mismas funciones que antes, como lo vimos esta semana. Y sí, cuenta con camionetas, aeronaves y residencias seguras.
No hay problema que eso exista. Nadie pide el regreso al boato y la frivolidad de Peña Nieto, pero nadie (o casi nadie) quiere un Estado en los huesos, sin medios para actuar. Entonces, sin pena: admitan que existe algo que se parece poderosamente al EMP, aunque se llame (o medio llame) de otra manera. El drama boliviano lo evidenció: no tiene sentido seguir negando lo obvio.
No hay problema que eso exista. Nadie pide el regreso al boato y la frivolidad de Peña Nieto, pero nadie (o casi nadie) quiere un Estado en los huesos, sin medios para actuar. Entonces, sin pena: admitan que existe algo que se parece poderosamente al EMP, aunque se llame (o medio llame) de otra manera. El drama boliviano lo evidenció: no tiene sentido seguir negando lo obvio.
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