En tan sólo quince días el presidente Andrés Manuel López Obrador pasó de asestarle un golpe al Estado mexicano, con su decisión de liberar al narcotraficante detenido Ovidio Guzmán, a empezar a hablar de un posible “golpe de Estado” en contra de su gobierno. ¿Qué pasó en ese lapso que desató en la mente y el discurso del presidente un tema históricamente vetado para los presidentes mexicanos?
Hubo dos consecuencias relacionadas con el fallido operativo de Culiacán detrás del alterado estado de ánimo presidencial. La primera fue el fuerte impacto que causaron en el presidente las duras críticas a la actuación de su gobierno por parte de la opinión pública nacional e internacional, y particularmente el manejo informativo de los medios de comunicación en ese suceso que, en el juicio particular de López Obrador, fue excesivamente crítico y despiadado. “Se nos fueron con todo”, se ha quejado insistentemente el mandatario. La segunda consecuencia, que es la que más explica la aparición del fantasma “golpista” en el discurso presidencial, tiene que ver con el malestar y la indignación que causó en las Fuerzas Armadas el maltrato y el desprestigio de que fueron objeto por las decisiones civiles tomadas aquel 17 de octubre en la capital de Sinaloa.
Fueron esos mensajes de molestia, que comenzaron a circular en las cúpulas castrenses del país, los que más preocuparon y afectaron al presidente. El discurso revelado en medios y redes sociales del general divisionario Carlos Demetrio Gaytán Ochoa, pronunciado en presencia del general secretario de la Defensa, Luis Cresencio Sandoval, donde se cuestionaban las decisiones tomadas por el “comandante Supremo” en el operativo de Culiacán y se criticaba la situación de “polarización” en que se encuentra el país. “Nos preocupa el México de hoy. Nos sentimos agraviados como mexicanos y ofendidos como soldados”, dijo el militar que ha tenido a su cargo varias responsabilidades de alto nivel en la Defensa Nacional.
Al interior del gobierno esos mensajes calaron fuerte y motivaron que López Obrador comenzara a hablar del maderismo y de la figura del último presidente de México que fue derrocado por un golpe de Estado. “Qué equivocados están los conservadores y sus halcones. Pudieron cometer la felonía de derrocar y asesinar a Madero porque este hombre bueno, Apóstol de la Democracia, no supo o las circunstancias no se los permitieron apoyarse en una base social que lo protegiera y lo respaldara”, dijo primero el presidente en un mensaje de su cuenta de Facebook. Y luego él mismo se respondió: “Ahora es distinto. Aunque son otras realidades y no debe caerse en la simplicidad de las comparaciones, la transformación que encabezo cuenta con el respaldo de una mayoría libre y consciente, justa y amante de la legalidad y de la paz, que no permitiría otro golpe de Estado en nuestro país. Aquí no hay la más mínima oportunidad para los Huertas, los Francos, los Hitler o los Pinochet. El México de hoy no es tierra fértil para el genocidio ni para canallas que lo imploren. Por cierto, les recomiendo leer la fábula de Esopo «Las ranas pidiendo rey»”.
Curiosamente, aunque en la visión histórica del actual mandatario tienen más peso personajes como Juárez, las recientes invocaciones a Francisco I. Madero y la forma en que fue depuesto y asesinado por el traidor Victoriano Huerta, han desatado toda clase de reacciones e interpretaciones, desde las que cuestionan si el presidente se está “victimizando” o tratando de desviar la atención por los problemas y reclamos que enfrenta su administración por la falta de crecimiento económico y del agravamiento de los problemas de seguridad, hasta las expresiones de solidaridad y apoyo al presidente ante un supuesto riesgo de un “golpe de Estado” en contra de su gobierno.
No está claro si el presidente tiene información real de la existencia de una deslealtad grave en las filas castrenses o incluso de un intento real de sectores de la derecha empresarial, que él ubica como “conservadores”, de desestabilizar a su administración, o incluso si sospecha o teme una injerencia extranjera en contra de su presidencia, pero por los nombres de dictadores golpistas que invoca en su reflexión, desde un militar traidor como Huerta, hasta un dictador apoyado e impuesto por Estados Unidos como Pinochet en Chile, o dos fascistas de ultraderecha nacionalista como Hitler y Franco, parece sugerir todas esas posibilidades.
O también, cabe la posibilidad, de que lo que esté haciendo López Obrador es concitar e inflamar a sus bases sociales y políticas ante las expresiones de inconformidad y molestia en las Fuerzas Armadas pretendiendo anticipar un “blindaje” que lo proteja si ese tipo de manifestaciones crecieran o se agravaran ante sus decisiones en materia de seguridad.
En cualquier caso lo que más llama la atención, y quizás ese es un signo de las “nuevas realidades” y de la “transformación” que también invoca el presidente, es que, a diferencia, de otras épocas de la vida política de México, los rumores y las evocaciones de fantasma golpista, esta vez no surgen de adversarios políticos malintencionados o de otros grupos de poder, nacional o extranjero, interesados en provocar desestabilización a un presidente mexicano y a su gobierno. Esta vez el origen del discurso sobre la posibilidad de un “golpe de Estado” es el mismo presidente aunque no queda claro si lo hace para alertar de un riesgo real o para inflamar el fanatismo de sus bases; en cualquiera de los casos, parece claro el intento de cambiar el foco y la atención de la opinión pública para que, en vez de hablar del daño que se le hizo al Estado mexicano en Culiacán, hoy hable de la amenaza de un golpe de Estado, después de los yerros cometidos en Culiacán.
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