Sus padres la controlaban en todo. A Jennifer Pan, una canadiense nacida de 1986 en una familia de origen chino y vietnamita, le exigían sobresalientes. No tenía tiempo libre: el único tiempo en el que no estaba bajo la supervisión directa de sus padres eran las horas de colegio. El resto: clases de piano, de flauta, de patinaje artístico con la esperanza paterna de que algún día se convirtiera en olímpica, algo que impidió la rotura del ligamento de la rodilla.
Sus habilidades para fingir comenzaron en la escuela misma, relata Medium. Los sobresalientes eran en realidad suficientes, pero ella se las ingeniaba para falsificar los boletines de notas. Y a pesar de esas supuestas buenas calificaciones, no bajaban la guardia: cuando llegó a adolescente, le impedían tener cualquier tipo de relación con los chicos. La prohibición afectaba incluso a los bailes del instituto, pero eso no impidió que conociera a Daniel el primer año de la secundaria, en la banda de música, y que viajara junto a sus compañeros músicos a Europa, donde se enamoraron, aunque lo ocultaron. También ocultó que había sido rechazada en la Universidad Ryerson, en Toronto. Para todo el mundo, la habían admitido: tenía una carta de aceptación (falsificada) para demostrarlo. Difícilmente podía entrar en la educación superior si ni siquiera había obtenido el título de secundaria, algo que, obviamente, también tapó.
Su padre quería que estudiara farmacia, y eso le hizo creer que estudiaría en Ryerson. No hacía falta que le pagasen nada, porque obtendría becas para financiarse la universidad. También falso. Compró algunos libros de texto y se empapó el contenido de algunos documentales para pergeñar una imagen de estudiante de farmacia modelo. Su verdadera fuente de ingresos le venía de las clases de piano y trabajando en un restaurante. Decía que vivía con una compañera de piso, pero su compañero real era su novio, Daniel. Cuando llegó la graduación, se le ocurrió decir que solo podía asistir el padre o la madre, por falta de espacio. Que, para eso, mejor fuera con una amiga.
Como si fuera una versión femenina de Jean-Claude Romand, el hombre que asesinó a su mujer, hijos y padres tras engañarlos durante años sobre su formación y su trabajo, y que inspiró la novela El adversario, de Emmanuel Carrère, Jennifer aumentaba cada vez más el alcance de sus mentiras. De los estudios al trabajo: mentira era que hubiera conseguido trabajo en un laboratorio de análisis de sangre, como les dijo a sus padres, en un hospital.
Ya con la mosca detrás de la oreja, los padres quisieron acompañarla al hospital donde supuestamente trabajaba como voluntaria. Todo el montaje vital de Jennifer estaba en peligro. Su único recurso fue escapar una vez dentro del hospital, lo que aumentó las sospechas. Unas sospechas que se hicieron más sólidas cuando decidieron llamar a la amiga con la que supuestamente había convivido tantos años: todo era mentira.
La furia de los padres se concretó en unas medidas de control impresionantes tratándose de una adulta, como ya era Jennifer para entonces. La forzaron a dejar su trabajo, instalaron un dispositivo de seguimiento por GPS en su vehículo. La supervisión era tan férrea, que el novio de Jennifer terminó rompiendo con ella.
En 2010, retomó la amistad con un viejo amigo del instituto, Andrew Montemayor, que le dijo que quería matar a su padre. Jennifer pensó en hacer lo mismo. Junto a otra persona, idearon un plan para asesinarlo a cambio de 1.500 dólares (1.275 euros) que le pagaría al sicario, que resultó ser un estafador: huyó con el dinero sin cumplir su objetivo. Recuperada la relación con Daniel, retomó la idea de acabar con la vida de su padre, y también de su madre. Un nuevo contacto se ofrecía a cometer el doble crimen por 10.000 dólares (8.500 euros), contando con la ayuda de otro hombre y de Daniel.
Y, así, la noche del 8 de noviembre de 2010, Jennifer le franqueó el paso a la casa de sus padres a los sicarios, en el área metropolitana de Toronto. "Tenéis acceso VIP", le escribió al móvil al novio, para que entraran. Forzaron a los Pan, padre, madre e hija, a que bajaran a la planta baja, les exigieron que les entregasen todo el dinero que tuvieran y llevaron a Jennifer a la planta de arriba, donde la ataron. Al poco, les dispararon en la cabeza, según la sentencia.
Jennifer llamó a la policía. Que había oído disparos. Su padre había conseguido zafarse, salir a la calle y pedir ayuda a un vecino. El padre de Jennifer llegó al hospital.
A la policía le extrañaba que en el robo los ladrones no se hubieran llevado nada valioso aparte del dinero y que los asaltantes hubieran entrado directamente por la puerta principal del domicilio, como si nada se lo impidiese. El relato del padre al despertar del coma inducido en el hospital reafirmó las sospechas policiales: su hija parecía conocer a los asaltantes. Rodeada nuevamente por miradas inquisitivas, la joven dijo que sufría depresión y que había acordado con los asesinos que la mataran a ella, pero que se confundieron y atacaron a sus padres en su lugar.
Cuatro años después, en diciembre de 2014, Jennifer y sus tres compinches fueron condenados a muerte. A los 25 años tendrán derecho a que se estudie su libertad provisional. El padre, mermado por las heridas causadas por culpa de su hija, quedó impedido para trabajar.
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