La covid-19 carece de una ventana de atención a clientes donde la gente pueda ir a quejarse por las muchas desventuras que ha provocado. Para eso sirven las autoridades. Justo o injusto, los mandatarios de cada país canalizan los miedos, frustración y dolor ante las pérdidas; en ese sentido, Andrés Manuel López Obrador lo está haciendo de maravilla.
El presidente mexicano se ha convertido en pluma de vomitar de buena parte de las clases medias y altas. Lo que circula en Facebook, Twitter o WhatsApp llevaría a concluir que ese hombre es responsable de cada una de las muertes, los desempleos, la violencia intrafamiliar y las penurias económicas por las que ahora pasamos.
El linchamiento mediático del líder de Gobierno como resultado de la pandemia, insisto, también se da en otros países, aunque en la mayoría de ellos no alcanza esta intensidad. La peculiaridad de México es que su presidente, a diferencia de sus colegas, no intenta mitigar las críticas o ignorarlas; por el contrario, parece encontrar solaz en incitarlas.
La obsesiva dedicación de muchos mexicanos por demostrar que el origen de nuestros pesares reside en Palacio Nacional, empata con la obsesiva dedicación del presidente en mostrar que sus adversarios, los conservadores, son la fuente de todos los males. Las redes sociales se han convertido en el diván psicológico en el que muchos pueden desahogar cotidianamente la rabia y la frustración ante el estado de cosas. Para López Obrador su diván son las mañaneras, una sesión de dos horas diarias, buena parte de ellas dedicadas a devolver golpes y a inventar nuevos adversarios.
De siete a nueve de la mañana el presidente hace, con nombre y apellido, el recuento de infamias cometidas en contra de su Gobierno, responde a los ataques y abre nuevos frentes (Iberdrola, el Conapred, el rey emérito de España o el diario EL PAÍS en los dos últimos días). En las siguientes 22 horas las redes sociales, las columnas políticas y los espacios radiofónicos examinan, extraen consecuencias, ridiculizan y/o distorsionan lo dicho y hecho por el presidente. Al día siguiente el ciclo se repite.
Si el desahogo es una experiencia necesaria para la salud y el equilibrio emocional, México tendría que alcanzar muy pronto una envidiable armonía. Obviamente no va a ser así. Según Aristóteles, la catarsis es la facultad de la tragedia de redimir o purificar al espectador de sus propias bajas pasiones al verlas proyectadas en los personajes. En ese sentido, López Obrador es el perfecto villano para el 30% o el 40% de los ciudadanos que lo repudian; “gracias a él” viven en esa tragedia depuradora.
El problema es que como van las cosas nuestra polarización puede durar todo un sexenio y así no hay catarsis que valga. En lugar de una experiencia purificadora se convierte en un modo de vida intoxicado. Una cosa es llorar para desahogar una pena o estallar para liberar la rabia acumulada, otra vivir para el plañidero o ser prisioneros de la cólera enquistada.
Para los actores políticos y mediáticos de los que nos alimentamos, vivir en la catarsis no es un problema porque ese es su medio de vida. Destinar las horas a cuestionar las giras geográficas o los giros idiomáticos del presidente, sus decálogos franciscanos o sus zapatos desgastados, sus peculiares evocaciones históricas o sus guayaberas mal cortadas es redituable porque los convierte en celebridades gracias al apetito de un público ávido de alimentar su obsesión. Tampoco parece ser un problema para el presidente quien, por algún extraño motivo, ha llegado a la conclusión de que entre más intensa y malsana sea la crítica de sus adversarios más certeza tiene él de estar en el curso correcto.
Hace tiempo, al fundar un diario en Guadalajara, un periodista curtido me dijo que si después de un año la clase política nos veía con buenos ojos significaría que algo estábamos haciendo mal. Aunque no lo racionalice así, me parece que el presidente ha llegado a una conclusión parecida.
Durante mucho tiempo creí que en algún momento el presidente rectificaría e invocaría a una verdadera concordia, como lo hizo en su discurso de apertura. Pero cada vez resulta más evidente que él concibe el cambio social como una cruzada a contrapelo de los intereses creados. La intensidad de la resistencia por parte de sus adversarios y personeros le confirma que está consiguiendo sus propósitos. Y cuando sus políticas sociales y actos de Gobierno no consiguen generar ese ruido, él se asegura de obtenerlo con la siguiente provocación. Decálogos gandhianos, sorteos caprichosos e interpelaciones a la corona española pareciera que están destinados a su base social, pero en realidad van dirigidos a sus rivales. La indignación de estos es lo que está destinado a su base social. La polémica lo legitima, es su combustible, de la misma manera que lo es para los medios, influencers y comentocracia que viven de ella. Un círculo interminable.
Pero no debería ser así para el resto de la población. Comprarse ese pleito como si fuera la vida en ello, convertirlo en motivo de fractura en el seno familiar, excusa para el pesimismo paralizante o justificación para las desgracias de nuestro entorno, significa sacar las cosas de perspectiva y disminuye nuestra propia capacidad para resolver lo que está en nuestras manos.
Cometeríamos un error en tomar la estridencia del debate público como reflejo de la realidad misma. No, al país no se lo está llevando la desgracia, no más de lo que habría de esperarse de una tragedia mundial de esta magnitud. El sistema de salud ha resistido, las cadenas alimenticias siguieron abasteciendo durante la parálisis, impuestos y tarifas no subieron ni subirán, el peso y la inflación están contenidos, no se ha comprometido el futuro contrayendo deudas, no hay represión política. La economía de México caerá este año como las del resto del mundo, con el agravante de que somos un país petrolero y turístico, pero ya habrá tiempo de hacer saldos y balances de la recuperación. El mayor peligro que vivimos fue que, al ser una sociedad tan desigual y con el México de abajo prendido de alfileres, el desastre se convirtiera en estallido social. El Gobierno lo ha evitado con una narrativa poderosa a favor de los pobres y una transferencia económica enorme en apoyos a los necesitados.
Incluso para el 30% que lo abomina, López Obrador no lo está haciendo tan mal, aunque él intente convencernos de lo contrario.
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