Hace cincuenta años el día de hoy, Richard Nixon anunció el inicio de la guerra contra las drogas. Medio siglo después, el mundo y Estados Unidos consumen más estupefacientes que nunca; en docenas de países impera más violencia motivada por el tráfico de drogas; las cientos de miles de muertes provocadas y los miles de millones de dólares gastados a lo largo de cinco décadas han sido todas y todos en vano. No sirvieron de nada.
Lo único bueno y útil que ha traído la guerra cincuentenaria consiste en el sentimiento cada vez más generalizado respecto de la necesidad de legalizar lo que se ha proscrito y del fracaso de todo lo que se ha hecho. Una nueva encuesta de la Drug Policy Alliance revela que el 83 % de los norteamericanos piensa que la guerra ha fracasado, y este punto de vista es más o menos el mismo entre todos los segmentos del espectro político e ideológico de la sociedad estadunidense.
Nuestro eterno atraso nacional explica que la opinión pública mexicana no se haya modificado tanto, pero va por el mismo camino. Cada vez son más los sondeos que muestran cómo pocos creen en el éxito de la guerra reiniciada por Calderón en 2007, y lanzada originalmente, desde 1971, por Luis Echeverría, Pedro Ojeda y Alejandro Gertz. Y cada día se multiplican las voces y las proporciones a favor de la legalización de algo: la marihuana médica, lúdica, las demás drogas, todas las drogas. Por desgracia, los cambios en Palacio, como siempre, van despacio.
Por un lado, las esperanzas de cualquier tipo de legalización significativa —esperanzas que albergaban muchos “progres” de la Condesa de parte de López Obrador— se han esfumado. En realidad, nunca debieron existir: no había ninguna posibilidad de que un personaje tan conservador y tan apegado a la sensibilidad más ruin e ignorante de la sociedad mexicana se inclinara por legalizar la marihuana, o cualquier otra droga. Vamos a la mitad del sexenio real, y no ha pasado nada; les tomó el pelo.
Al cabo de un plazo original y tres prórrogas, el Congreso aún no aprueba la ley que la Suprema Corte le ordenó aprobar. Ni lo va a hacer pronto, porque AMLO no quiere. Sólo queda, y es muy factible, una declaratoria general de inconstitucionalidad por la SCJN a finales de junio, que equivaldría a una legalización plena y universal de facto.
Pero más grave es lo que sucede en el otro frente de la guerra: el de la violencia, el militar. Entre sus mensajes cifrados y no tan cifrados, junto con el comportamiento de las Fuerzas Armadas y las cifras de decomisos, quemas de sembradíos y exportaciones a Estados Unidos, todo sugiere que el gobierno actual ha reducido la intensidad, la extensión y la eficacia de su guerra, a diferencia de las guerras de sus dos predecesores. No está mal, aunque los norteamericanos se molesten.
Pero parece haberlo hecho, conscientemente o no, sin pedir nada a cambio. Existen razones para pensar que recibió algo a cambio: el apoyo del narco en las elecciones de los estados del Pacífico, San Luis Potosí y Tamaulipas. Pero ese quid pro quo, además de ser inverificable, beneficia en su caso a Morena, no al país. Lo que le traería grandes beneficios a México, en esta materia, sería una disminución significativa de la violencia. No ha ocurrido.
Muchos adversarios precoces de la guerra advertimos desde 2007 que era innecesaria, inútil, costosa y sangrienta. Algunos, con menos autoridad que los expertos, también supusimos que el fin o la merma de la guerra traería el fin o una merma de la violencia. Si la violencia había disminuido a niveles históricamente bajos antes de la guerra, acabar con la guerra podría acabar con la violencia. Sin ataques del gobierno al narco, se desvanecerían los ataques del narco al gobierno, de unos narcos a otros narcos, por plazas y rutas, y las incursiones de los cárteles en otros rubros: extorsión, secuestros, tráfico de personas y de órganos, etc. Bajaría el número de muertos. No fue así.
Existen varias hipótesis para explicar esta paradoja. Me quedo con una, sin excluir otras. López Obrador envió todas las señales necesarias de querer terminar con la guerra, pero no envió ninguna de lo que pedía a cambio. No exigió que el narco se dedicara al narco, a cambio de que el gobierno dejara de acosarlo y combatirlo.
Tal vez hubiera resultado fútil pedir esto. Quizás los minicárteles se encuentran aún demasiado pulverizados para llegar a acuerdos de esta naturaleza. Pero por lo pronto, en este cincuenta aniversario de mierda, sigue la violencia, es decir, la consecuencia de la guerra.
Fuente.-Jorge G. Castañeda
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