Un ataúd en una cancha de fútbol. En la esquina, un jugador imberbe, que se seca las lágrimas de niño con el cuello de su playera, le da el pase. El costado de la caja de madera hace el resto. Y el muerto anota el tanto. Chánder, gritan sus compañeros, ha marcado el gol. Pero el partido, todos lo saben, lo han ganado otros, la impunidad que reina en un país acostumbrado a desayunar cada mañana con una noticia más cruel que la anterior, el terror de un joven de 16 años asesinado por la policía cuando iba a comprar unos refrescos. El juego lo han ganado los de siempre, los que han acabado de un balazo con la infancia y la inocencia de este equipo de fútbol de un pueblo rural de Oaxaca.
El cadáver, de 16 años, es Alexander Martínez —Chánder, le llamaban sus amigos—, asesinado de un tiro en la cabeza por un policía de ese Estado del sur de México el martes por la noche. Había salido a comprar a la tienda con unos amigos en su pueblo Acatlán de Pérez Figueroa y se iban a comer unas pizzas a su casa. Las autoridades alegan que lo confundieron con un delincuente. No preguntaron. Hay rincones en México donde primero se dispara y luego se investiga. Las reglas que la violencia impone en este juego macabro.
La Fiscalía estatal ha concluido lo que todos ya sabían desde aquella noche. Los agentes “dispararon a matar”, no se había tratado de un accidente, como declararon en un principio. Hay ya un policía imputado por este homicidio calificado. ¿Pero qué tiene que suceder para que ningún oficial en este país pueda disparar a bocajarro a un grupo de jóvenes que van a comprar una Coca-Cola?
El caso de Chánder no es el único en México. Y lamentablemente el escándalo y la presión mediática no hubiera sido tal si a unos 900 kilómetros al norte la violencia e impunidad policial no se hubiera ensañado con otro hombre, Giovanni López, detenido por la policía municipal de un pueblo de Jalisco en mayo y asesinado a golpes en un calabozo. El caso estalló hace una semana, un mes después de que sucediera, en un momento clave, en medio de la ira global contra el racismo y abuso de las autoridades en el caso de George Floyd, en Estados Unidos.
“Mi hijo tenía un sueño, esos hijos de su puta madre se lo han truncado. Me lo mataron, ya lo vi. Pero quiero que todos se levanten, que no se dejen. Luchen, porque esto se lo pueden hacer a cualquiera de ustedes”, gritaba la madre de Alexander en la puerta de la clínica la noche en que lo asesinaron ante una multitud perpleja. Con esa misma voz desgarrada de miles de madres en México a las que les han arrebatado todo, de un plomazo en una noche.
Su sueño era ser jugador de fútbol y ella lo llevaba cada tarde a entrenar a Orizaba (Veracruz). El club Rayados de Monterrey lo había fichado en su filial veracruzana y lo incorporó en su plantilla de tercera división. El equipo lamentó en sus redes sociales el asesinato: “A nuestro alumno le arrebataron la vida y sus sueños de ser jugador profesional las mismas autoridades que nos deben de dar paz y seguridad”.
Sus amigos han querido con esta escena dolorosa y bella al mismo tiempo, despedirse de él en su funeral. Que el ataúd marcara el último gol, rodearlo entre abrazos y porras. Aunque esa noche hubieran perdido mucho más que a un compañero.
Su hermano Alexis publicó un texto en Facebook en su nombre, pero también en el de muchos otros jóvenes asediados por la violencia e impunidad policial de México: “Si un día no vuelvo, sal a la calle y grita mi nombre. Grita por mí y por todos. Grita por el dolor de los que ya no están. Grita por los que quedan".
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