Estaba exhausta. Al pensar en esa semana, creo que no puedo recordar mucho. Asumo que comí. Estoy casi segura de que me bañé, me vestí, interactué con visitantes, pero no puedo recordar ningún detalle.
Después de que le dicen a uno que su madre murió a causa de un ataque de asma, los detalles se vuelven borrosos. Aún así, hay algunas cosas que recuerdo. Cosas que me sanan. Cosas que me atormentan. O cosas que hacen ambas. La vida ya es algo complicada. Los traumas inesperados la vuelven completamente insoportable. Estaba exhausta.
La semana anterior al funeral siempre es un torbellino. Para mi familia, fue un huracán. Dos días después de que mi mamá murió, su única hermana viva sufrió un gran infarto en nuestra casa. Hubo un momento en que toda la atención se trasladó al cuidado de mi tía. Aunque la comprendía, el hecho de haber perdido a mi madre impedía cualquier intento por enfocarme en otra cosa. Con la ayuda de algunos familiares y amigos, pasé a la planeación del funeral de mi mamá. Mientras tuviera algo que hacer, no tenía que aceptar la verdad. Pero mi rechazo a aceptar mi nueva realidad no hizo de esta menos cierta. Mi madre se había ido, y no volvería nunca.
Es aterrador cómo todo frena súbitamente cuando se termina el funeral. No había nada más que hacer, así que intenté dormir y recuperar una pizca de toda la fuerza que había perdido. Uno por uno, mis amigos y seres queridos vinieron a mi habitación para despertarme y despedirse. Me dijeron que me avisarían cuando llegaran a sus casas, y que me amaban y me tendrían en sus oraciones. Yo no recuerdo haber dicho mucho. No había nada que decir.
La mañana siguiente al día más difícil de mi vida, el día en que enterré a mi madre, aprendí una triste verdad: las personas siguen con sus vidas. Por mucho que las personas amaran a mi madre y a mí, y por mucho que reajustaran sus agendas para estar ahí, estaban volviendo a sus rutinas normales. Serían capaces de ir a trabajar el lunes, de 'repostear' memes graciosos en redes sociales, y de estar agradecidos en silencio de que no fue su madre la que se quedó en el cementerio en el fin de semana. Yo no me podía dar ese lujo.
Yo me enfrentaba a la realidad de que, a pesar de que hacemos del luto un evento comunal, dejamos que las personas sientan la pérdida solas.
Cuando salí de mi habitación ese primer día después del funeral de mi madre, ajusté mis ojos a la luz y escuché voces. Aunque dormí la mayor parte del día y los últimos de mis amigos acababan de irse, mis amigos Sheleda y Pierre se quedaron un día más. No querían que yo me quedara sola en la casa el día posterior al entierro. Más tarde esa noche, fuimos al cine local de 3 dólares para ver a Daniel Craig como James Bond en Spectre y comimos hamburguesas en el sitio de culto de Carolina del Norte, Cook-Out. Yo me habría quedado en la cama todo el día; en cambio, ellos intentaron encontrar una forma de traer una pizca de felicidad a mi mundo. No sabían que después compraría Spectre y la vería en varias ocasiones para acordarme de ese día.
Después de volver a mi casa, me metí de nuevo a mi cama sabiendo que no importaba cuando fuera a salir de nuevo. No estaría sola. Están los que se quedaron. Son amigos que condujeron hasta mi casa a verme cuando no me escuchaba bien o no había respondido llamadas o mensajes. Están los mentores que orquestaron mi cuidado a millas de distancia. Están los familiares que dejaron todo para viajar a Nueva Jersey para asegurarse de que, cuando eventualmente fui hospitalizada por depresión, no viviera el trauma sola. Nunca estuve sola.
Tres años después, los pensamientos de ese día todavía me provocan pesadez. Ese día marcó el comienzo de la intensa revelación que controló mi vida por los siguientes tres años. La muerte de mi madre me dejó completamente deshecha, y no intenté ocultarlo. Ya era suficiente con intentar sobrevivir a cada día; no podía hacer eso siendo deshonesta.
Cada aspecto de mi vida resultó afectado. Si recibía un mensaje de texto o una llamada, inmediatamente entraba en pánico pensando que eran malas noticias. Para resolver ese problema, mi teléfono estuvo en modo "No molestar" por seis meses. Enfocarme en el trabajo era imposible. Ya no sabía nada de nada. Nada tenía sentido. Mis movimientos eran restringidos; mi respiración estaba afectada. No sabía cómo sobrevivir en un mundo sin la persona que me enseñó a vivir y amar y perdonar y sobrevivir. No sabía como vivir sin el arquetipo de mi propio ser, mi alegría.
Y aún así, hay algo acerca de ese día —el día del entierro de mi madre— que de alguna manera me dio licencia para enfrentar los días que vendrían después. Después pensaría en ese día, y en el cuidado de mis amigos, para recordarme a mí misma que, en medio de profunda oscuridad, podía escoger la luz. La mentira de las grandes pérdidas es que nada permanece. Pero no lo perdemos todo. Hay algo que lucha para quedarse, lucha para vivir. Y cuando nos apoyamos en eso, incluso si solo es por un momento, podemos ver la recompensa que todavía tenemos en esta vida tan fracturada.
Aunque escoja quedarme en la cama con las luces apagadas y las persianas cerradas o ver películas y comer hamburguesas con amigos, ya he hecho lo que nunca creí que sería capaz de hacer: le dije adiós a mi madre, y nada nunca será más difícil que eso. De alguna manera, eso me dio una paz empoderadora.
fuente.-
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