La bala que mató a mi niño en un asalto en el camión me abrió las entrañas del alma para siempre. Por quitarme un celular de la bolsa de la camisa, se le salió un tiro al ladrón y no puedo olvidar el olor a pólvora, los gritos, la temperatura de la sangre y la fetidez a muerte que emanó cuando murió el más pequeño de los míos.
Lloro todos los días a escondidas de mi mujer y de mis otros hijos. Y por favor, no recen por mí. No se compadezcan. No me deseen pronta resignación. Sólo quien ha vivido algo así, sabe que, como seres humanos, estamos imposibilitados a sobreponernos a un golpe de ese tamaño.
Tampoco me malinterpreten. No es que no agradezca sus muestras de cariño y de empatía. No doy por sentado sus apoyos, sus palabras y buenos deseos, pero la mera mera verdad, yo lo único que deseo es justicia. Hoy jueves se cumplen seis años de ese día miserable y, a la fecha, no hay autoridad que haya apresado al pinche asesino. Obviamente, aquel se muda de ciudad y la autoridad se hace la bruta, pierden papeles y no mueven un dedo ni escupen una palabra, salvo que les represente el menor esfuerzo posible.
Si mi expediente no se ha visto archivado como los cientos de miles que se dejan sin resolver, es porque yo he hecho misión de mi vida encontrar al cabrón ese y porque he dado con su paradero en varias ocasiones y se lo he informado al Ministerio Público, pero me consta que ni tienen la posibilidad ni los recursos ni los valores. En este país y por varias generaciones, la justicia no es una majestuosa diosa vendada, sino es una mujer sordomuda a la que le arrancaron los ojos, que anda en harapos, vaga descalza y la violan en cada esquina los políticos en turno.
Las costumbres son siempre las mismas, los políticos, los mismos, y para acabarla de joder, los recursos son menos y la falta de transparencia está peor. Perdonen mi negatividad, pero la situación está del carajo cuando se ahorra en salud y en justicia y se aumenta el gasto en publicidad y fuerza pública. Nuestro pedo no es la falta de leyes, sino la impunidad. Más, cuando escucho que, en México, según un índice internacional, estamos en el lugar 117 de 126 países en términos de corrupción e inseguridad, y cuando somos de los últimos lugares del mundo, en justicia. Estamos peor que en África llena de pobres como en Nepal y Botswana, Senegal y Marruecos. Estamos tan mal que de todo el continente americano, sólo están peor que nosotros en Guatemala, Bolivia y Venezuela*.
Pal’perro, me cae. Y entonces salen los voceros de los gobiernos de todos los niveles, a jurarnos igual que antes, que tengamos paciencia, pero en nuestros ojos estamos viendo que las cosas empeoran y que no atienden lo que nos afecta a los que menos tenemos (créanme que si yo tuviera los medios, ya hubiera enterrado al muy maldito asesino desde hace mucho).
En el México injusto, los pobres, los de abajo, siempre somos los perjudicados de las decisiones que toman los de arriba y los de en medio. Aunque digan que les importamos, aunque sean buenos, como decía un filósofo que leí, cuando hay justicia, pero no tenemos fuerza, el pueblo sufrimos de impotencia. Y cuando como ahora, hay fuerza pública, pero en el pueblo no tenemos justicia, sufrimos tarde o temprano, de tiranía.
*Datos del World Justice Project Index 2019.
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