Que Andrés Manuel López Obrador fuese una figura capaz de alentar la polarización se sabía. Era así antes de ganar las elecciones presidenciales de 2018 y lo es, con mayor razón, ahora que sus palabras, discursos o intuiciones se convierten, o intentan hacerlo, en políticas públicas. Durante estos primeros meses al mando del país, han sido, con cierta razón, las torsiones, zigzagueos y virajes abruptos de sus discursos y políticas los factores que han vuelto a calentar los ánimos y los debates en el país.
Si durante la campaña electoral, en el marco de un programa de izquierda, el presidente había apelado a la desmilitarización de la lucha contra el narco, en los primeros meses de gestión ha revirado, proponiendo la creación de una Guardia Nacional bajo mando operativo militar como unos de los ejes principales de su estrategia de seguridad. Mientras se anuncia la instauración de una verdadera democracia participativa, el presidente, haciendo uso de sus facultades constitucionales, envía a los estados los llamados súperdelegados: unas figuras que, para el presidente, aumentarán la coordinación entre poder federal y los estados, y, para los más críticos, desvirtuarán el federalismo y la autonomía constitucional de las entidades federales.
Si durante su gestión como jefe de Gobierno de la Ciudad de México los derechos civiles se ampliaron de forma sustancial, estos temas parecerían haber desaparecido de su agenda. Y lo que es más importante, declaraciones recientes sobre el papel central de la familia tradicional como freno a la expansión de la criminalidad, parecen sugerir la adopción de una agenda social más bien conservadora. Estos son solamente algunos de los ejemplos de los bruscos cambios de dirección o de la aparente incongruencia que han marcado, tanto la campaña electoral como los primeros meses de López Obrador al frente del Ejecutivo federal.
Una larga parte de la comentocracia mexicana parecería atribuir estas incongruencias a factores relacionados con la personalidad del nuevo presidente, definido como poco coherente o errático o, inclusive, con una inercia autoritaria, que se basaría en su escasa apreciación de valores y prácticas democráticas. Sin embargo, hay dos factores, relacionados con causas estructurales, que pueden ayudar a entender este problema de una forma algo más profunda. En primer lugar, habría que tomar en cuenta la forma distinta en que el presidente, militantes, integrantes del gabinete y votantes de Morena conciben la idea de la izquierda. En segundo lugar, es necesario entender cómo la aplicación del programa electoral está chocando con los límites operativos del estado mexicano y de sus instituciones.
En relación con la primera causa, si tomamos como referencia la definición clásica de Norberto Bobbio, López Obrador se inscribiría en un horizonte político que se define de izquierda, ya que en el centro de su programa se sitúa, indiscutiblemente, la redistribución de la riqueza. Sin embargo, como han afirmado distintos observadores, se trata de un líder de izquierda socialmente conservador. Esto último no es un elemento particularmente sorprendente en México, ya que movimientos que podríamos definir de izquierda, como el liderado por Emiliano Zapata durante la Revolución Mexicana, convivían perfectamente con un ideario que mezclaba un igualitarismo radical con una visión conservadora de la sociedad. John Womack, probablemente uno de los estudiosos que más han profundizado en el zapatismo, empezaba su célebre libro sobre el líder revolucionario afirmando que se trataba de una historia acerca de unos campesinos que no querían mudarse (literalmente) y que por eso mismo hicieron una revolución. Como señala Héctor Aguilar Camín, en su comentario a la nueva traducción del libro, el no querer mudarse físicamente, frente a la expansión del sistema de haciendas porfiriano que los expulsaba de sus tierras, implicaba también una resistencia cultural y social al proceso de modernización que iba aparejado con su desplazamiento. En ese sentido, López Obrador se inscribe en una tradición donde izquierda y modernidad política pueden encontrarse escindidos sin contradicción aparente.
El problema, sin embargo, surge por el hecho de que entre los simpatizantes y votantes del presidente y en su propio Ejecutivo la redistribución de la riqueza no es el único factor que define su identidad como sujetos de izquierda. Una parte consistente del movimiento encabezado por López Obrador y de sus electores se identifica con una agenda progresista más amplia, que incluye los derechos civiles, un sistema de valores menos jerárquico y unas prácticas políticas menos paternalistas. La tensión entre estas concepciones de la izquierda, unidas por la cuestión de la desigualdad y separadas por visiones distintas de la sociedad, genera tensiones irresueltas y continuas. Lejos de intentar reducirlas, el líder de Morena parece al contrario acentuar por momentos su conservadurismo social para hablar, con cierto éxito, a regiones más profundas del país, que parecerían comulgar con una perspectiva culturalmente más moderada.
La segunda causa para entender las posibles inconsistencias del discurso y de las políticas de la cuarta transformación está relacionada con los límites que la debilidad institucional del estado impone a la realización de ciertas propuestas de campaña. Creo que no hay duda de que López Obrador tiene una visión distinta de la relación entre Estado y sociedad de la de sus predecesores, una perspectiva que afecta también el problema de la seguridad. Si las imágenes valen algo, y en política es así, no se tendría que minusvalorar el hecho de que unos de sus primeros actos como presidente constitucional ha sido encontrarse con los padres de los 43 estudiantes de la escuela normal de Ayotzinapa, asesinados por el crimen organizado en connivencia con las autoridades municipales del Estado de Guerrero en circunstancias todavía por esclarecer. Es una señal fuerte, que marca una sensibilidad distinta con respecto al problema de la violencia en el país y de sus efectos nefastos sobre la sociedad y sus sectores más desprotegidos.
El problema es que las buenas intenciones se enfrentan a unas instituciones cuyo nivel de debilidad y descomposición parecería que incluso el propio López Obrador desconocía antes de tomar las riendas de la maquina estatal. Y, de hecho, si miramos México más allá de su capital no podremos evitar relevar la dificultad con la cual las instituciones estatales, federales y locales, funcionan en vastas regiones del país. Aquí, lejos de la capital, un federalismo disfuncional ha alentado durante la etapa democrática emprendida por el país después del año 2000 y paralelamente a la desaparición del partido-Estado la persistencia de formas clientelares y caciquiles que, a su vez, han erosionado sistemáticamente la consolidación de un estado funcional. Si a esto añadimos la presencia de un actor, el crimen organizado, que en la última década ha retado con cada vez más fuerza la capacidad del estado para ejercer sus funciones en el territorio, podemos ver que, en términos de consolidación institucional, se plantea un cuadro de suma complejidad.
Es probable que algunas decisiones, como la creación de una Guardia Nacional, aparentemente poco consistente con las propuestas de campaña electoral, o como la decisión de crear unos súperdelegados, poco sensible con respecto al entramado institucional federal, respondan, en realidad, a la necesidad de reafianzar la capacidad de coordinación política del centro sobre las regiones y de recuperar el control del territorio perdido sobre todo durante el último sexenio. Es cierto que la obstinación del López Obrador para que la guardia nacional quede bajo una supervisión militar, en un país en el cual se han probado múltiples violaciones de los derechos humanos por parte del Ejército mientras realizaba tareas de seguridad interna, genera perplejidades más que legitimas. Sin embargo, correctas o no, es innegable que estas propuestas de política pública apuntan a recuperar algunas funciones básicas de cualquier estado moderno, como el control del territorio y la coordinación entre entidades federales y poder central, en un contexto de gran complejidad, por los retos que la baja institucionalidad y la presencia penetrante del crimen organizado plantean. Los movimientos políticos de izquierda mantienen una relación con la utopía mucho más orgánica que los actores de derecha. Y, por ende, el impacto de la realidad, que se da en el momento de tocar tierra, cuando se transforman en fuerzas de gobierno, genera siempre estruendos, crítica y desencanto.
Como se puede apreciar, los problemas aquí descritos se configuran como nudos estructurales de difícil solución, que seguirán ejerciendo una influencia importante sobre los discursos y las políticas del actual gobierno. Creo legítimo que observadores, periodistas o ciudadanos subrayen, incluso con vehemencia, la cacofonía que a veces marca el discurso y la puesta en marcha de las políticas del nuevo ejecutivo. Es esta una tarea crucial en cualquier sistema que se defina democrático. Y, sin embargo, si, como decía Albert Camus, la banalidad es el peor enemigo de la información, se tendría que exigir un nivel de análisis más profundo acerca de sus causas. Los retos que enfrenta la presente Administración y el país mismo requieren intentos de reflexión que busquen superar lo coyuntural y, sobre todo, lo caricaturesco.
Autor.-Vanni Pettiná es profesor-investigador del Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México.
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