En medio de la escalada de violencia en México, estimulada por la disputa entre organizaciones criminales, la corrupción y la incapacidad del Estado de proteger a sus ciudadanos, Michele Leonhart, jefa de la DEA, afirmó: “Puede parecer contradictorio, pero el infortunado nivel de violencia es una señal del éxito en la lucha contra las drogas”.1 La declaración de la funcionaria es el perfecto abrebocas para la tesis de este artículo: en América Latina la política de represión contra la oferta de drogas ha sido un mal negocio, los costos de la estrategia antinarcóticos han sido muy superiores a los beneficios esperados.
Aun aceptando que la política de represión de la oferta de cocaína produjo una notable baja en el consumo de esta droga en Estados Unidos (en el periodo 2006-2010),2 haciendo un análisis costo/beneficio de esta política, América Latina resulta en números rojos. Lo que muestra la evidencia es que para la región la prohibición de la cocaína ha tenido como correlato altos niveles de violencia, corrupción, inestabilidad y debilitamiento del precario orden institucional. Adicionalmente, la política de drogas no resiste el mínimo examen en términos de salud pública, el respeto de los derechos humanos y el desarrollo.
No pretendemos afirmar que la prohibición de la cocaína explica todos los males de la región. Caer en esta afirmación equivaldría a desconocer la intrincada red de relaciones que se tejen entre la inseguridad, la corrupción, la debilidad de los sistemas de justicia y los múltiples órdenes que compiten con el Estado. Sin embargo, desde la perspectiva de las políticas públicas, sí es posible identificar los costos y efectos, los ganadores y perdedores de la intervención del Estado.
Un hecho que de entrada resulta paradójico es que la intervención del Estado, a través de la prohibición, genera los incentivos para un lucrativo negocio. Es decir, el mercado negro existe porque la cocaína es catalogada como ilegal y el Estado la persigue.
Eliminando la prohibición de la ecuación, los costos de producir y distribuir cocaína son relativamente bajos. Sin embargo, los riesgos que impone la represión del Estado —a través de la destrucción de cultivos, las capturas y las incautaciones— son compensados con el alto valor en las transacciones y el elevado precio de la mercancía. Esto es lo que explica que un kilogramo de clorhidrato de cocaína que en Colombia cuesta en promedio dos mil 269 dólares, puesto en la frontera norte de México valga entre 15 mil y 17 mil dólares.3
La distribución de ingresos es notablemente desigual y los costos de la intervención del Estado generalmente recaen sobre los eslabones más débiles. Para dar un ejemplo, podemos tomar lo que sucede con los cultivadores de coca en Colombia. En promedio cada miembro de una familia dedicada al cultivo recibe diariamente 2.73 dólares, una cifra que lo ubica muy cerca de la línea de pobreza —que según el Banco Mundial es de dos dólares. El estudio realizado por Daniel Rico y Jorge Gallego muestra que los precios de la coca se mantienen relativamente fijos, a pesar de la intervención del Estado, debido al monopsonio que mantienen los actores armados en el territorio. Bajo estas condiciones son los cocaleros los que absorben el impacto económico de la represión del Estado.4
De otro lado, observando los márgenes de ganancias que obtiene cada eslabón, la evidencia indica que el grueso de los recursos se queda en los países consumidores. Se estima que un poco más de 1% les corresponde a los productores de los países andinos, mientras que los vendedores minoristas de los países desarrollados se quedan con cerca de 65% del ingreso.5 En el caso de Colombia las estimaciones indican que sólo 2.6% del valor total de la cocaína que se vende en las calles de Estados Unidos regresa a este país.6 En México las exportaciones de las organizaciones criminales equivaldrían al 10.6% de los 30 billones de dólares que representa la venta al detalle en Estados Unidos.7 Esta es apenas una pequeña porción de las rentas totales, pero suficiente para comprar a policías con bajos salarios, funcionarios públicos corruptos e influir en las economías locales.8
La contención y represión del mercado de las drogas absorbe importantes partidas de dinero público, en detrimento de los recursos que se podrían invertir en prevención, desarrollo social y salud pública. Estimaciones indican que México gasta nueve billones de dólares por año para la lucha contra las drogas, más de tres veces la cantidad que gastan los Estados Unidos, si se compara en relación a su producto interno bruto.9 En este país los recursos para combatir al narcotráfico y al crimen organizado son 80 veces más que aquellos que se destinan para la prevención de las adicciones —con base en cifras del Presupuesto de Egresos de la Federación de 2012.10 En Colombia, tomando en cuenta el gasto ejecutado en 2010, se encuentra que mientras la reducción de la oferta concentró el 64.2% del presupuesto destinado a la lucha contra las drogas, el desarrollo alternativo sólo llegó a 5.5% y la reducción del consumo a 4.1%.11
Mientras que los sectores vinculados a la seguridad captan importantes recursos vía la represión de la oferta de drogas, otras políticas quedan relegadas al asiento trasero. Los sistemas de salud tienen pocas capacidades para prevenir y responder al uso y abuso de la cocaína y la pasta base, un problema en crecimiento. Por otro lado, las zonas afectadas por la producción se caracterizan por la baja presencia institucional y los territorios por donde transita la droga son controlados o disputados por organizaciones criminales. La prohibición no sólo ha generado incentivos económicos para los narcotraficantes, sino que ha sido funcional para un Estado desigual en su distribución, inequitativo en sus inversiones y privatizado en sus funciones.
La intervenciones realizadas por el Estado no deben ser medidas por sus buenas intenciones sino por sus resultados.12 Cuando las acciones del gobierno no logran contener los daños del problema que pretenden contener sino que además los amplifica, su aplicación pierde sentido. En el caso de la prohibición es posible identificar los siguientes efectos que claramente van en contravía de cualquier política que busque responder al problema de las drogas.
El aumento del consumo de clorhidrato de cocaína y la pasta base (PB), especialmente en Sudamérica. Según el Informe Mundial sobre las Drogas 2015, en América del Sur la prevalencia anual del consumo de cocaína ha aumentado de 0.7% en 2010 (1.48 millones de usuarios) a 1.2% en 2012 (3.34 millones), es decir, tres veces el promedio mundial.13 De acuerdo a la Organización de los Estados Americanos, el consumo de PB ha pasado de concentrarse en los países productores a numerosos países del Cono Sur. Un dato preocupante es la alta concentración de adulterantes perjudiciales para la salud.14
La formación de mercados locales que estimulan las disputas entre organizaciones criminales. A lo largo de América Latina se encuentra la formación de mercados locales de cocaína y especialmente de pasta base. Ante las dificultades para exportar la cocaína a Estados Unidos las organizaciones criminales han optado por expandir la oferta local de drogas en las principales ciudades con mercancías de baja calidad y costo. El control de este mercado ha generado disputas entre las facciones criminales.15 Una práctica que ha estimulado este fenómeno es el pago con cocaína a las estructurales locales.
Violencia en las zonas de producción y tránsito de la cocaína. Angrist y Kugler identifican la llegada de la coca a Colombia como una de las causas del aumento significativo en las muertes violentas. Mejía y Restrepo señalan que en este país las actividades de producción de drogas explican hasta el 40% de los homicidios.16 De otro lado, Cuevas y Demombynes en un estudio realizado para el Banco Mundial sobre la violencia en siete países de América Central señalan que los puntos calientes del narcotráfico tienen tasas que duplican las de baja intensidad del narcotráfico.17
La relación de la violencia y la cocaína está conectada no sólo con las disputas entre organizaciones criminales sino también con la intervención del Estado.
Mejía y Restrepo estiman que la escasez creada por las políticas de interdicción de cocaína proveniente de Colombia podría ser responsable de un incremento de 21.2% de los homicidios en México (ver gráfica 1).18 En Honduras encontramos que la tasa de homicidios también tiene una alta correlación con la baja en el potencial de producción de cocaína en Colombia (ver gráfica 2).
Adicionalmente, en Costa Rica y Panamá el ascenso en la violencia letal coincide con la intensificación en las incautaciones (ver gráficas 3 y 4 respectivamente) y en Honduras estas dos variables tienen una fuerte vinculación (ver gráfica 5).19
Es importante mencionar que no hay una sola relación entre el mercado de la cocaína, la intervención del Estado y la violencia. De hecho, en extensas zonas de América Latina las drogas se producen y fluyen sin incidentes bajo el manto de los altos niveles de corrupción e impunidad.
Corrupción y debilitamiento del precario orden institucional. La prohibición de la cocaína ha ido de la mano de la corrupción, la cooptación del Estado y el uso de las instituciones públicas por parte de los actores criminales. Las redes del narcotráfico se extienden desde el nivel local al nacional, aprovechando las prácticas clientelistas y los vacíos de regulación. A lo largo de la región se encuentran presidentes acusados de lavado de activos, altos mandos militares y policiales involucrados en el envío de cargamentos, congresistas que hacen parte de extensas mafias, gobernadores y alcaldes que sirven a poderosos capos.
Persecución de los eslabones débiles y las violaciones a los derechos humanos. La respuesta punitiva del Estado se ha concentrado los eslabones más débiles de la cadena: pequeños cultivadores que se encuentran bajo la presión de grupos criminales, correos humanos cargados con drogas para hacer traslados a los polos de demanda y usuarios de drogas en condiciones de vulnerabilidad.20 En no pocas ocasiones la persecución de estas poblaciones ha estado acompañada por la alta tolerancia al abuso policial y graves violaciones a los derechos humanos. La combinación de Estados débiles con estrategias de seguridad severas ha sido explosiva y perjudicial.
La prohibición de la cocaína en América Latina cuyo principal objetivo ha sido detener el flujo de esta droga desde la región andina hacia los países consumidores ha implicado importantes costos. Aun aceptando que la contención de la oferta a través de la aplicación de medidas punitivas llegó a causar el aumento del precio en las calles de los Estados Unidos —y con ello la disminución en su uso—, para la región la prohibición ha sido un mal negocio
Desde la perspectiva de América Latina la política de drogas ha sido altamente ineficiente, aumentando los niveles de consumo en la región, estimulando la formación de mercados locales, generando incentivos para que políticos y funcionarios corruptos reconfiguren el Estado a favor de los intereses criminales. Sus efectos negativos se han sentido con mayor fuerza en aquellos países con niveles precarios de institucionalidad, amplificando las vulnerabilidades de frágiles sistemas políticos.
Dada esta realidad, es necesario preguntarse cuáles son los incentivos que tienen los tomadores de decisiones para continuar con un modelo que no sólo no ha dado los resultados esperados sino que ha sido claramente desventajoso y contraproducente. Es difícil aceptar que los efectos negativos sean el resultado de la impericia o la falta de cálculo. Todo parece indicar que la prohibición es parte del convencimiento político de que los daños son inevitables, de que algunos ganan y muchos pierden.22 Una prueba más del tipo de Estado que tenemos.
Juan Carlos Garzón-Vergara
Global Fellow del Woodrow Wilson Center e investigador de la Fundación Ideas para la Paz en Colombia. Codirector del proyecto “Crimen Organizado y Economías Criminales” del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Georgetown.
Julián Wilches
Ex director de Política contra las Drogas del Ministerio de Justicia y del Derecho de Colombia, ex asesor del Programa Presidencial contra Cultivos Ilícitos, politólogo de la Universidad de los Andes con maestría en periodismo de la Universidad de Alcalá de Henares.
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