Después de tres capturas (1993, 2014 y 2016), dos fugas (2001 y 2015) y un apresurado proceso de extradición a Estados Unidos, Joaquín Guzmán Loera viste ahora traje de reo y vive en una celda con la lámpara encendida 24 horas al día, en una cárcel de máxima seguridad al sur de Manhattan.
El juicio del Chapo se ha convertido en la bitácora más detallada del encumbramiento y desgaste del narcotráfico en México y América Latina: amigos, socios y enemigos se han subido al estrado para revelar los secretos más íntimos del líder del cártel de Sinaloa. Presentamos la primera parte de la crónica de lo que ha sucedido en la sala 8D de la corte de Brooklyn.
La corte del distrito este de Nueva York es un templo en mármol pardo que recibe a sus visitantes con un puñado de policías extragrandes, un detector de metales y una máquina de rayos X. Por la banda pasan relojes, abrigos, gafetes, sombreros, guantes y cualquier accesorio que el visitante no traiga justo sobre la piel. Con excepción de los abogados, jueces y personal registrado, todo dispositivo electrónico debe ser entregado para su custodia; no es posible reclamarlo hasta que se sale del edificio. Los zapatos no los revisan allí, sino cerca de la puerta de la sala donde se juzga al Chapo: la 8D. Cuando hay testigos protegidos, poco antes de abrir la sala al público, unidades antiexplosivos entran a peinar aquel recinto. Tal nivel de seguridad no se ha visto en una corte de Nueva York desde que Ramzi Ahmed Yousef fue enjuiciado por intentar dinamitar el World Trade Center en 1993.
El juicio del Chapo comenzó el 5 de noviembre de 2018 y durará entre dos y cuatro meses. El juez Brian M. Cogan decretó que el jurado fuera anónimo: dado “el historial de violencia” del acusado no se harán públicos nombres, direcciones ni rostros. Todos los días las 12 personas que lo integran, una mezcla heterogénea de razas, géneros y edades, son escoltadas desde sus domicilios hasta la corte y de vuelta por federales armados. Los dibujantes tienen instrucciones precisas de esfumarles el rostro, pudiendo apuntar apenas el peinado y otras características secundarias.
Joaquín Archivaldo Guzmán llega de lunes a jueves hasta la corte en Brooklyn en un convoy con seguridad militar, en un coche blindado y sin ventanas, desde el centro correccional metropolitano de máxima seguridad al sur de Manhattan, cuya unidad de alta peligrosidad ha sido comparada con Guantánamo. Aparte de sus abogados, los únicos visitantes del sinaloense son las gemelas Guzmán Coronel, de siete años. Ni siquiera su esposa puede llegar a esa habitación de menos de tres por tres metros donde El Chapo pasa 23 horas diarias en solitario, con una única pequeña ventana esmerilada, sin reloj, con un foco prendido día y noche y una reja separándolo permanentemente de todo contacto humano. En su trayecto el tráfico se cierra, incluyendo entero el puente de Brooklyn, y el edificio de destino es rodeado por vallas de metal reforzadas aquí y allá por patrullas y ambulancias. El acusado no tiene contacto con el público, entra y sale por una puerta lateral, enfundado en trajes comprados para la ocasión en K Mart. Pidió, y le fue rechazado, abrazar a su esposa al inicio del juicio. Quizá con algo de razón: el segundo testigo clave de la fiscalía, Miguel Ángel Martínez, fue puesto en el programa de protección de testigos y no puede revelarse su rostro. Durante su tiempo en la corte Emma Coronel fue captada por una de las cámaras de circuito cerrado con un teléfono celular en la mano que aparentemente usó para hablar con su esposo. Su defensa ha declarado que le fue proporcionado por Mariel Colón, una de las ayudantes del equipo legal de los Guzmán, para que usara el traductor de Google. El juez amonestó a los involucrados cancelándoles el uso de celulares por el resto del juicio. Fue benévolo: podía haberles fincado cargos penales, dado el riesgo de terminar el desliz en jurados o testigos muertos.
Colón acompaña seguido a Emma, sentándose a su lado. El día antes del receso navideño las gemelas Guzmán Coronel, vestidas a juego y adornadas con enormes moños de niña mexicana, visitaron a su padre en la corte. Mariel las montó sobre sus rodillas, y la fila de reporteros en la banca de enfrente se abrió como las aguas de Moisés para permitirle al preso una mejor visibilidad. Guzmán se irguió y agitó los brazos para saludarlas, enviándoles besos infinitos, hasta que sus custodios lo sentaron. Esa fue la única vez que El Chapo mostró emoción alguna, llevándose por largo rato las manos a la cara.
Coronel llega diariamente, rodeada de un enjambre de fotógrafos, sonriente, amable, peinada y maquillada como una pequeña Kardashian, a sentarse invariablemente en la banca de en medio del lado derecho de la corte, el mismo lado que ocupa su marido, separado del público por una tapia de madera sólida a la que resguardan al menos dos marinos con entrenamiento antiterrorista. Uno de ellos porta barba de patriarca, cabello engomado, mirada de halcón y al cuello el tatuaje de un puñal atravesándole de lado a lado las cervicales. Las bancas de madera suelen estar atestadas de periodistas, ayudantes legales y uno que otro curioso, pero al derredor de Coronel se forma un espeso vacío. Ella sonríe y masca chicle, imperturbable mientras atrae casi tantas miradas como su marido, aun cuando escucha que los gastos de Guzmán incluían la manutención de sus cinco esposas, el costo de las toneladas de coca que éste pasó a los Estados Unidos o los asesinatos que se llevaron a cabo en su nombre. El Chapo hace apuntes en una libreta amarilla y revisa continuamente al público, deteniendo constantemente la mirada en Emma, aunque entre ambos no pase mucho más que la más leve sonrisa y algún ocasional beso al aire. Tan imperturbable como ella, el capo parece todo menos un preso que lleva casi dos años confinado en solitario y que se ha visto obligado a escuchar, durante dos semanas, la narración de sus crímenes en su mayoría en boca de antiguos socios y compañeros.
El Chapo se declaró inocente de los 11 cargos que se le imputan, entre los cuales destacan empresa criminal, asesinato, lavado de dinero y tráfico de drogas. En Estados Unidos merecería, como pena mínima, cadena perpetua, y como máxima la capital, aunque ésta fue descartada como requisito para la extradición por parte del gobierno de México. Se busca también confiscarle 14 mil millones de dólares en bienes. La defensa no intenta siquiera la tarea imposible de probarlo inocente, conformándose con tratar de aminorar lo más posible la sentencia al presentar a Guzmán como un capo menor, o como un chivo expiatorio de los corruptos gobiernos mexicano y estadunidense que ocultan al verdadero diablo criminal: Ismael Zambada García, alias El Mayo, quien nunca ha sido arrestado y que continúa controlando al cártel.
Los abogados de Guzmán se hallan en una situación difícil. No sólo porque probar la inocencia de su cliente es una tarea titánica, sino porque a los pocos meses de su extradición en enero de 2017 El Chapo decidió declinar al defensor de oficio, al cual tiene derecho de manera gratuita, y contratar a un equipo cuyos integrantes —el ecuatoriano Ángel Eduardo Balarezo y su socio, William Púrpura, y Jeffrey Lichtman, notorio defensor de la familia Gotti— corren el riesgo, en el mejor de los casos, de que no les paguen los cinco millones de dólares estimados en el costo de su defensa: si Guzmán es condenado y, por ende, su fortuna declarada ilícita, el dinero que los defensores reciban puede ser confiscado. No por eso deja el acusado de deberles, pero a ver quién es el machito que se le ponga bravo a Joaquín Guzmán para cobrarle una deuda.
La evidencia en manos de los fiscales es abundante: transacciones bancarias, fotos, actas de propiedades y laboratorios, testimonios, videos y llamadas interceptadas. No que vayan a hacer mucha falta luego del demoledor testimonio inicial de Jesús El Rey Zambada. A petición de la fiscalía El Rey omitió detallar lo apuntado en su deposición al ser extraditado: el soborno de seis millones de dólares que Zambada le habría pagado en dos ocasiones, en un restaurante, al presidente mexicano “hoy en funciones” —esto en noviembre de 2018—. Lo que sí comentó como si fuera quítame estas pajas fue que él personalmente pagaba, mínimo, 300 mil dólares mensuales a policías y funcionarios mexicanos menores, y que El Chapo entregaba hasta 500 mil adicionales por cada mes por medio de abogados, con los cuales mandaba a los destinatarios saludos y en ocasiones hasta abrazos. Jesús Zambada confirmó también que los hombres del Chapo intentaron matar a Ramón Arellano Félix en la discoteca Christine’s de Puerto Vallarta, y que los sicarios del tijuanense respondieron acribillando al cardenal Posadas al confundirlo con Guzmán. El Chapo tuvo mejor suerte en 2002, cuando arregló que policías detuvieran a Ramón en Mazatlán y le aplicaran la ley fuga.
Zambada declaró también que Guzmán le había dicho que si algo le había dado verdadero placer era haber matado a Ramón Arellano. Que El Chapo mandó ametrallar en 2004 a la salida de un cine en Culiacán a su entonces socio, Rodolfo Carillo Fuentes, porque en alguna ocasión lo dejó con la mano extendida. Que le pagó a Genaro García Luna, jefe de seguridad de la presidencia de Felipe Calderón, dos tandas de entre tres y 3.5 millones de dólares. Que en 2005 sobornó a Gabriel Regino, jefe de seguridad de la jefatura de gobierno de López Obrador, con “algunos millones”.
Ante tanta adversidad la defensa parece haberse encomendado a un poder peculiar: en las oficinas que les tiene reservada la corte, donde sólo entran los abogados y Emma Coronel, había, sobre una repisa, una pequeña estatua de Jesús Malverde sentado sobre un trono púrpura, cubierto de dinero. Una o dos semanas después la estatua “desapareció”. Esta y otras historias hacen las delicias del público y de quien las despacha: el abogado Balarezo, quien fue amonestado por el juez Cogan cuando tuiteó una grabación de “Un puño de tierra” justo el día cuando declaraba un testigo a quien Guzmán llevó esa canción de serenata nocturna por ocho horas seguidas antes de bombardear su celda a mediados de los años noventa.
Balarezo fue defensor del hoy rival empedernido de Guzmán, Alfredo Beltrán Leyva, quien el pasado abril fue sentenciado en Estados Unidos a cadena perpetua y obligado a entregar 529 millones de dólares. En 2009 defendió a Zhenli Ye Gon, importador desde China de precursores para surtir los laboratorios michoacanos que producen tachas destinadas al mercado gringo, y lavador del dinero resultante: en 2007 la policía mexicana encontró en su casa 200 millones de dólares en efectivo. Balarezo argumentó que Ye Gon era un honesto hombre de negocios que había sido señalado por la policía mexicana sólo por tener rasgos distintos; cuando el juez le preguntó sobre el estatus actual del botín, dijo que los 200 millones habían sido gastados por el gobierno de México, que ya no estaban. Como la estatua de Malverde.
El juicio ha sido una clase maestra en comercio internacional ilegal, desmenuzando los testigos la ruta de la compra, el traslado y el resguardo de cocaína principalmente desde Colombia, donde se compra a entre dos y tres mil dólares el kilo, hasta las ciudades de México donde se resguarda y cruza la frontera para finalmente cosechar 35 mil dólares por cada kilo en calles de Nueva York. Desde el eje mexicano, Miguel Ángel Martínez, alias El Gordo o El Tololoche, arrestado en 1998 y extraditado en 2001, es una figura central. Fue uno de los lugartenientes del naciente imperio del Chapo, con un salario anual de un millón de dólares y un Rolex de diamantes y coches de lujo a modo de bonos ocasionales. Sus comienzos no fueron tan espectaculares: comenzó como piloto en los años ochenta, hasta el día que estrelló una avioneta entre Guadalajara y Durango con El Chapo a bordo. Como carecía de madera de sicario el sinaloense le encomendó abrir una oficina en la Ciudad de México: eran los tiempos en que Guzmán comenzaba a consolidarse luego de transitar del tráfico local de mota al internacional de coca. Martínez recuerda que de tener 25 personas a su servicio a fines de los ochenta, y debiendo pagarle al Azul Esparragoza el 30% de sus ganancias, El Chapo llegó a emplear de tiempo completo a un par de centenas a principios de los noventa, recibiendo él las prebendas de los capos menores.
El Gordo se convertiría pronto en el jefe de logística del Chapo, acompañándolo en sus negociaciones más delicadas, como cuando fueron a ver al Azul para pedirle su bendición y atacar a los Arellano Félix, sobrinos de Miguel Ángel Félix Gallardo, ex jefe del cártel de Guadalajara donde Esparragoza comenzó su carrera. Los Arellano mataron en 1987 a dos lugartenientes del Chapo apodados El Lobo y El Rayo; cuando El Chapo confrontó a Benjamín Arellano éste negó la acusación, pero El Chapo no le creyó y fue a buscar permiso de su padrino para hacerse justicia. El Azul los recibió luego de que guardias armados los escoltaran hasta sus habitaciones, donde había armas, licor, una banda de música, langosta y steak; todo en la celda desde donde Esparragoza purgaba una condena de siete años. Su bendición fue el comienzo de una de las narcoguerras más sangrientas en la historia de México.
Durante su testimonio Martínez se refirió a su ex jefe y compadre siempre como “el patron”, o el Sr. Guzmán, aunque confesó resentirlo desde que lo mandó matar cuando lo arrestaron en 1998; algunos dicen que porque para sufragar los costos legales de su arresto Martínez vendió sin permiso una casa habitada por una de las amantes de Guzmán, que El Chapo había puesto a su nombre; otros, más acertados, apuestan que fue para evitar que hablara.
“Nunca le fallé —dijo—. Nunca le robé. Nunca le traicioné. Cuidé de toda su familia. Lo único que recibí de él fue cuatro intentos de homicidio a mi persona y eso sin haber dicho nada”. Martínez protegió al negocio y a Griselda, la entonces esposa, y a los cuatro hijos del Chapo cuando éste fue arrestado por primera vez en 1993, luego del asesinato del cardenal Posadas, y sobornó con hasta 40 mil dólares mensuales a directivos sin nombre de Almoloya y luego de Puente Grande, permitiéndole al capo el uso irrestricto de teléfonos, comida y ropa propia y la visita de sus cinco esposas, aunque supongo que no todas a la vez. Guzmán le pagó con dos apuñalamientos en el reclusorio Oriente que le perforaron páncreas y pulmones, y un performance macabro cuando ya lo habían trasladado al reclusorio Sur: una noche, mientras dormía, comenzaron a sonar desde el patio las notas del corrido favorito del Chapo, “Un puño de tierra”. La serenata duró cerca de ocho horas. A la madrugada un asesino apareció afuera de su celda, apuntándole al custodio para que la abriera. Éste dijo no tener la llave, tras lo cual el sicario arrojó dos granadas a la puerta. El Gordo sobrevivió apenas, escondiéndose atrás del retrete.
Martínez declaró que la coca llegaba desde Colombia por avión y que, en los años noventa, la transportaban a través de la frontera con Sonora por túneles con ventilación y electricidad de punta a punta construidos por Felipe Corona, el arquitecto de cabecera del Chapo. El de Agua Prieta fue clausurado sólo cuando Francisco Camarena, el custodio del otro lado del Bravo, dejó abierta la tapa hidráulica de la mesa de billar que le servía de entrada, siendo así descubierto por la policía gringa. Cuando esto sucedió, y advertidos de que evacuaran sus pacas de dinero y las casi ocho toneladas de coca que tenían del lado mexicano del túnel por el comandante de la judicial salinista, Guillermo González Calderoni, optaron por clonar una empresa real de chiles jalapeños marca “La Comadre”, lo que causaba a veces desvíos involuntarios y el consiguiente regalo sorpresa para los clientes de las misceláneas locales. El 95% de la coca enlatada —de 20 a 30 toneladas, o cerca de 500 millones de dólares anuales— pasaba entre 1990 y 1993 por carretera a través de la garita de Agua Prieta, habiéndoles sido entregada la plaza por la policía mexicana. En cada lata se cargaban dos medios kilos del polvo, plastificados y encintados, rodeados de grava para dar el peso y el sonido; los empacadores tenían que turnarse seguido porque al comprimir la pasta para su encintado volaban nubecitas blancas que pronto los dejaban fuera de servicio.
Ante la pregunta del fiscal, El Gordo contó haber visto al Chapo dar múltiples órdenes de asesinato, diciéndole luego éste que o llora tu mamá en tu entierro, o llora la de alguien más. Pero en la vida de un capo no todo es trabajo duro: Martínez testificó que Guzmán iba a Suiza a inyectarse un coctel de sustancias antienvejecimiento; que disfrutaba el whisky, la cerveza y el cognac; que tenía una .38 con cachas de oro y diamantes con sus iniciales en diamantes negros; que era dueño de casas en cada playa mexicana —la de Acapulco se valuó en 10 millones de dólares— y de ranchos en cada estado del país; que le gustaba mandarse hacer narcocorridos cuya producción le costaba entre 200 y 500 mil dólares por pieza; que regalaba de Navidad decenas de Thunderbirds, Cougars o Buicks, al gusto de sus empleados; que viajaba en un yate discretamente llamado “Chapito”; que mantenía a cuatro o cinco mujeres y a sus respectivas familias; que su casa contaba con alberca, canchas deportivas y un zoológico con gatos grandes; que viajaba con una veintena de pistoleros por Sudamérica, el Caribe, Europa y Asia, apostando en grande en Macau, todo con pasaportes, identificaciones e incluso una visa gringa falsa, hecha con máquinas de tecnología de punta que el cártel habría adquirido en Europa y, faltaba más, que había construido la iglesia apostólica de la Fe en Cristo Jesús en La Tuna, Sinaloa, a nombre de su mamá.
Para solventar esa vida El Gordo dijo haber depositado casi 10 millones de dólares mensuales que concentraban desde Estados Unidos en Agua Prieta, para luego volarlos a la Ciudad de México, a cuyas sucursales bancarias llegaba él con maletas Samsonite retacadas de billetes. A los atónitos funcionarios les decía que no se preocuparan, que era un simple agricultor de tomates, tras lo cual les extendía parte del botín.
A Martínez no le gustaba la mota, pero dijo consumir hasta cuatro gramos de coca diarios, al menos hasta 1995, cuando el ácido le perforó el tabique y comenzó a usarla más esporádicamente. En los años noventa el cártel ya había dejado atrás el tráfico de marihuana: el kilo de coca se vendía entonces, dependiendo de la calidad y de la localidad, en alrededor de 20 mil dólares una vez cruzada la frontera, a diferencia de los cinco mil que obtenían por el mismo pero mucho más voluminoso kilo de mota. Martínez contó que alguna vez buscó entrar en el tráfico de heroína blanca, tailandesa, a 130 mil dólares el kilo, pero regresando a México fue identificado por agentes encubiertos de la DEA, quienes dieron aviso a sus contrapartes mexicanas en la Policía Federal que ya lo esperaban al aterrizaje. Cuando les dijo que trabajaba para El Chapo lo dejaron libre.
Guzmán sí llegó a traficar heroína y metanfetaminas, pero muchos años después y nunca de manera primaria. La coca siempre fue su mercancía madre, bajo marcas como Zafiro, Pacman, Clinton, Cóndor y Corona, entre otras, destacando la favorita del Chapo, la más pura y de mejor calidad: Reyna. La DEA estima que la organización mexicana ha contrabandeado a los Estados Unidos, principalmente hacia Los Ángeles y Nueva York, cerca de 200 toneladas en un lapso de dos décadas. Su primer gran proveedor fue el colombiano Juan Carlos Ramírez, alias Chupeta, fogueado en el cártel del Norte del Valle y en el de Cali. Cuando le preguntó la defensa que qué significaba el apodo, Ramírez sonrió con picardía y dijo que en Colombia eso significaba bombón o caramelo, aunque es igual de posible que el mote responda a las hazañas sexuales del testigo, quien se encontraba con su último amante, un fisicoculturista, cuando lo capturaron en Sao Paulo en 2007 y le incautaron en caliente 120 millones de dólares; el gran total confiscado llegaría a poco más de mil millones de dólares.
Las virtudes de Chupeta no paran ahí. Ramírez era meticuloso hasta enfadar: al desglosar sus libretas de contabilidad no se privó de explicarle repetida y exhaustivamente a un confundido Púrpura la diferencia entre pagos e ingresos. Realizaba controles sorpresa en sus instalaciones para asegurarse de la calidad óptima de su polvo, pedía crónicas precisas de cada una de sus entregas, viajaba seguido a Estados Unidos para supervisar la cadena de punta a punta y apuntaba escrupulosamente cada operación en unos cuadernos de contabilidad que registraron desde sus ingresos por transacciones comerciales, sus sobornos a oficiales, políticos y a agentes de la DEA —que recibían departamentos de lujo, prostitutas y botellas caras—, hasta el costo de cada uno de los 150 asesinatos que encargó, al menos tres de ellos en los Estados Unidos, e incluyendo, en 2004, los de 35 familiares de su ex socio vuelto colaborador de la DEA, Víctor Patiño, alias El Químico, costándole el de un hermano de éste más de 338 mil 776 dólares. Su ejército de sicarios —uno de los cuales, el colombiano Ivan Urdiola, aficionado al uso de motosierras— no lo privó de matar, personalmente, a un par de enemistades, disparándoles en la cabeza a bocajarro. Cuando la defensa quiso remachar la magnitud del horror, Chupeta sólo dijo, lacónicamente, “no puedes ser líder de un cártel colombiano si no eres bastante violento”.
Cuando Ramírez conoció, a inicios de los noventa, al Chapo en un hotel de la Ciudad de México, habiéndolos presentado una pareja que sólo conocemos como “Cristina y Jorgito”, llegaron pronto a un acuerdo: Guzmán, siendo el más rápido y confiable de los capos mexicanos por su profesionalismo y por la red de complicidades que había tejido con policías y otros funcionarios públicos, le cobraría en especie, quedándose con el 40% de la coca —lo habitual no pasaba del 38%— que el colombiano pondría en México. Chupeta siguió enviando mercancía, en sus propios términos y con el beneplácito del Chapo, a los Beltrán Leyva, al Mayo Zambada, a Nacho Coronel y al Güero Palma, entre otros, siendo los Arellano Félix los únicos vetados por el sinaloense.
El primer envío fue de cuatro toneladas, repartidas en cinco avionetas que llegaron a una pista clandestina cerca de Los Mochis. Al aterrizar, la carga era escoltada hasta su destino por policías federales en la nómina del Chapo. Ramírez estima que, entre 1990 a 1996, Guzmán ganó con su sociedad hasta 640 millones de dólares. Los vuelos eran tan numerosos que por 1992 la DEA montó una estación en Yucatán, con aviones radares, para interceptar los cargamentos —llamados “juanitas”—, ante lo cual Chupeta propuso parar los aviones y usar en vez botes cargueros o pesqueros: un camaronero colombiano se encontraría, en aguas internacionales frente a costas mexicanas, con su similar mexicano, procediendo a intercambiar al abrigo de alta mar dinero por coca.
Acordaron hacerlo frente a las costas de Guerrero donde, según el testigo, Guzmán tenía los mejores acuerdos con la policía estatal, pero El Chapo pidió un aumento en su cuota, del 40% al 45% de la coca. ¿La razón? Que sus contactos en la Marina, y sobre todo González Caderoni, le salían cada vez más caros: Calderoni fue quien les dio el pitazo de la estación yucateca y Chupeta aceptó. Años después el comandante, quien afirmaba que Carlos Salinas tenía un contrato de asesinato sobre su cabeza por haber arrestado al ex director de la Interpol en México, Miguel Aldana Ibarra, acusado de estar involucrado en el asesinato de Kiki Camarena, declararía que Raúl Salinas fue quien ordenó, a través de Juan García Ábrego, la muerte del personal del ex candidato presidencial Cuauhtémoc Cárdenas, y que sabía quién había matado tanto a Luis Donaldo Colosio como a José Francisco Ruiz Massieu. A nadie le sorprendió que poco después, el 5 de febrero de 2003, fuera ejecutado mientras manejaba su Mercedes plateado en McAllen, Texas. Tenía 54 años.
La atención al detalle llevó a Ramírez a viajar a México cada que algo salía mal, y no fueron pocas veces. Viajaba con documentos falsos o, a veces, sin ellos: El Chapo le ponía agentes federales en el aeropuerto a la puerta de los aviones para escoltarlo a donde él quisiera. La primera vez fue cuando sus lugartenientes en Los Ángeles le avisaron que la coca que les llegaba no era la suya, que no era de la calidad de origen, que llegaba amarillenta o quebrada y que, encima, los kilos estaban incompletos; descubrieron que el daño se daba al cambiar la carga de manos en la frontera. La segunda visita fue cuando el capitán de uno de los barcos mexicanos, habiendo recibido la mercancía, quiso probarla, y tanto le gustó que tuvo un ataque de paranoia, viéndose rodeado de fantasmas y de guardacostas gringos, ante lo cual procedió a hundir su embarcación con todo y las 20 toneladas de polvo recién depositado en sus entrañas; los buzos del cártel tardaron cerca de un año en encontrar el sitio del hundimiento y en recuperar parte de la carga. La tercera vez fue cuando, en una confusión entre lugartenientes, uno de los barcos no fue recibido por la gente del Chapo, optando Chupeta por recurrir a los Carrillo Fuentes. Guzmán, sintiéndose traicionado, levantó a los hombres de Martínez en México hasta que se aclaró el malentendido. La última fue cuando un barco con 14 toneladas de polvo, con un valor final de más de 40 millones de dólares, desapareció en medio de un huracán. El Chapo prometió pagar la carga a plazos. No lo hizo personalmente porque lo arrestaron en 1993, pero al seguir manejando el cártel desde la cárcel su hermano Arturo y los Beltrán Leyva se hicieron cargo, pagando la deuda en menos de un año.
Ramírez continuó enviando barcos a México durante y después de su detención en Colombia en 1996, cuando fue condenado a 24 años que, a punta de sobornos, no cumplió ni cercanamente. Encima insistió que la fiscalía colombiana borrara entero su historial policiaco, incluyendo sus fotografías de cargo. Poco después huyó a Brasil, donde se sometió a múltiples cirugías plásticas para intentar desaparecer en el anonimato de una nueva cara, quedando grotescamente desfigurado: implantes protuberantes en los labios, pómulos y quijada, nariz desproporcionadamente estrecha, ojos mal rasgados, trasplante de pelo, un hoyuelo hinchado en la barbilla y piel como a punto de reventar. A la corte llevaba guantes oscuros, de fieltro o lana, por un trastorno médico sin especificar. En 2007, con ayuda de la DEA, fue arrestado en Sao Paulo, declarándose culpable y siendo condenado a 30 años. Un año después fue extraditado a los Estados Unidos y encarcelado. En espera de penas reducidas, sirve como testigo de la fiscalía de cuanto antiguo socio pase por las cortes gringas.
Luego del arresto final de Chupeta, Jorge Milton Cifuentes se convirtió en el principal proveedor del cártel de Sinaloa. Jorge y sus hermanos comenzaron su carrera sembrando y procesando coca en la granja familiar y, a mediados de los ochenta, se ganaría su primer contrato como matón, a los 18 años de edad, desde la cárcel de Bellavista, en Medellín, donde fue reclutado para eliminar a Fernando Lopera, sicario rival también preso y acusado de matar pilotos para robarle coca al cártel de Medellín. Le contrabandearon una pistola, un cuchillo, una granada y algo de cianuro. Cuando la fiscalía le preguntó que para qué tanto, contestó que para poder escoger, con una socarronería que no pocas veces haría perder los estribos de los abogados defensores, como cuando les aseguró que usar tarjetas de crédito bajo nombres falsos no era un fraude, porque él pagaba puntualmente cada centavo de lo que ganaba de su trabajo duro como narcotraficante. Optó por el cianuro, espolvoreándolo sobre una de las dos arepas que, solícitamente, le llevó a Lopera, pero éste comió la que no tenía veneno. Cifuentes entonces detonó una de las granadas, pero la colocó bajo el tambor de concreto del camastro de la celda, quedando su blanco ileso, aunque raspado. Allí mismo dio por terminada su carrera como sicario para dedicarse exclusivamente al tráfico. La apuesta le pagó bien, al menos por un tiempo: de haber dormido en su infancia con siete hermanos en una sola cama Cifuentes calcula haber ganado cerca de 300 millones dólares sólo en los años noventa.
La familia Cifuentes no se estrenó en México con El Chapo; Francisco, Pacho Cifuentes, el decano de la familia y antiguo piloto de Pablo Escobar, entonces bajo las órdenes de Efraín Hernández, Don Efra, del cártel del Norte del Valle, le surtía a los primeros grupos de traficantes mexicanos, encargándose su hermano Jorge de que las avionetas llegaran bien, de que “los mexicanos no estuvieran borrachos” y de comprar a las autoridades locales; en Tamaulipas tenía en nómina a Arturo Cuéllar, comandante de la policía entre 1989 y 1990. Esto hasta que otro hermano Cifuentes, Fernando, asesinara a Don Efra en 1996 para intentar tomar el mando en su lugar, siendo a su vez traicionado y asesinado al día siguiente.
Habiendo roto con el cártel del Norte del Valle, la familia buscó protección de los hermanos Castaño, Carlos y Vicente, y de Diego Murillo, alias Don Berna, jefes del grupo paramilitar de extrema derecha, Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) que, según el testigo, poco combatían a la guerrilla, dedicándose en realidad a la siembra de coca y amapola. Para sellar el trato en 1999 Jorge les facilitó tres mil fusiles traídos de Nicaragua en el buque Otterloo. Cuando Don Berna mata en 2007 a Pacho por el control de una pista de aterrizaje clandestina, Jorge Milton, alias El JJ, se convirtió en la cabeza de un conglomerado con presencia en Colombia, Panamá, Ecuador, España y México, a donde llevaría cerca de 30 toneladas de coca entre 2009 y 2011.
Jorge refugia lo que queda de su familia con la guerrilla izquierdista Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), a pesar de que éstas trataron de secuestrar a su madre y de matar a su padre por la anterior relación de los Cifuentes con sus antípodas de las AUC; la entrega de cinco mil AK-47 y cinco millones de balas bastaron para hacer unas frágiles paces. Por si esto fuera poco, la familia se hallaba enlazada con el gobierno de Álvaro Uribe: Dolly Cifuentes, principal contacto con El Chapo, a quien a espaldas de Jorge le enviaba efedrinas —Jorge rechazaba la sustancia porque las metanfetaminas, decía, son malas para la juventud— y que fue por ello arrestada y extraditada a los Estados Unidos en 2011, era desde 2001 amante de Jaime Alberto Uribe, hermano de Álvaro, quien al año siguiente sería electo presidente negando siempre haber conocido esa relación. Otra hermana Cifuentes, Lucía, era a su vez amante de Augusto Betancourt, coronel retirado del ejército colombiano y director para la zona de Antioquía del Departamento Administrativo de Seguridad, o DAS, mejor conocido como policía secreta.
Para garantizar su seguridad Jorge huye a Ecuador, procurándose cocaína desde el Putumayo fronterizo entonces controlado por las FARC. Los militares ecuatorianos, más fáciles de sobornar que los colombianos, se encargaban, al mando del capitán Telmo Castro —aprehendido este pasado 21 de diciembre—, de transportar los ladrillos de droga desde esa frontera en convoyes armados hasta Guayaquil y Quito, al costo de 100 dólares por cada kilo, para de allí ser volados a México en tandas que llegaban hasta las seis toneladas. Cifuentes se quedaba con el 30% de la mercancía. Pero no todo en Ecuador era miel sobre hojuelas: habiendo sobornado a un oficial aeroportuario en Quito descubrió que éste no era tal, sino un estafador. Entonces lo mandó torturar y matar, capturando el momento en video y arreglando, para borrar cualquier rastro ligándolo al crimen, que el torturador y sicario fuera, a su vez, asesinado.
Al principio el interlocutor de Cifuentes en México era Ismael Zambada, con quien compartió una emboscada del Ejército mexicano, escondiéndose durante la media hora que duraron los balazos mientras El Mayo conducía el coche de la huida. Al Chapo lo conocería en persona hasta 2003, cuando éste lo invitó a la sierra sinaloense en un viejo Cessna para festejar el segundo aniversario de su huida de Puente Grande. Lo recibió al pie de la pista, con su pistola enjoyada y una AK-47 al hombro. El colombiano, quejándose del mal vuelo, ofreció regalarle al Chapo un helicóptero MD 520 azul metálico, valuado en un millón de dólares, para su mayor comodidad en los vuelos serranos. La generosidad no era gratuita: el traficante le pidió luego al Chapo protegerlo de su antiguo comprador, El Mayo Zambada, de quien Cifuentes sospechaba que había mandado asesinar en 1998 a su socio mexicano, Humberto Robachivas Ojeda, con quien operaba en México desde 1988 no sólo el tráfico de coca, sino el lavado del dinero resultante a través de una compañía de bienes raíces llamada Red Mundial Inmobiliaria, unos restaurantes llamados Cubi Cafés, un monedero electrónico llamado Monedeux y una distribuidora de alcoholes llamada Operadora Nueva Granada, entre otros. A la muerte de Ojeda, atemorizado, Cifuentes se fue de México para no regresar hasta que El Chapo lo invitó a su fiesta en 2003.
Poco después, gracias a los oficios de Guzmán, El Mayo lo mandó llamar para decirle que sí, que había matado al Robachivas, pero que lo había hecho en honor a Amado Carrillo, porque el de Juárez quería ejecutar a Ojeda, quien le había hecho un desaire, pero se murió antes de poder hacerlo. Cuando Zambada supo que Ojeda se construía una ostentosa mansión en Culiacán, decidió llevar a cabo el deseo de su amigo y cocer al Robachivas a tiros al salir éste de una gasolinera. Su coche estaba blindado, pero uno de los 40 disparos se coló por la cerradura de la puerta y le dio en el corazón. Pudo manejar unas cuadras hasta su casa para poner a salvo a Valentino, su hijo que llevaba de copiloto, pero al final no sobrevivió. El Mayo le aseguró a Cifuentes que contra él no tenía nada, que incluso lo quería de vuelta, y Jorge asintió, trabajando con el cártel hasta su arresto en 2011, en una acción conjunta entre la DEA y las policías de Colombia y Venezuela, donde vivía escondido en una pequeña población indígena, casado con una muchacha de 19 años a cuya familia le regaló cinco vacas y cinco puercos a modo de dote. Lo detuvieron cuando estaba a punto de cometer un inmenso fraude inmobiliario: montó una sociedad ecologista en el Amazonas, y sobornaba a funcionarios públicos para que le acreditaran sin concurso grandes lotes de tierra. Fue extraditado a los Estados Unidos en 2015, donde firmó un pagaré de 150 millones de dólares en bienes confiscados. Hoy testifica cuantas veces lo requieran mientras espera sentencia.
A partir de la fiesta del Chapo, Cifuentes trabajaría de cerca con él. Para asegurar su lealtad al cártel, luego de sus desavenencias con El Mayo, El Chapo aceptó recibir en prenda al hermano menor del clan colombiano, Hildebrando Alexander, quien se quedaría en Sinaloa hasta su arresto en 2014. Cifuentes quería usar barcos atuneros pero, por instrucciones de Guzmán, comenzaron sus operaciones usando unos aviones recién adquiridos por el mexicano, de fibra de carbono indetectable por el radar, llevando coca hasta Zihuatanejo desde las fincas colombianas. Pero esas aeronaves eran muy temperamentales y, luego de un par de accidentes —el último un estrellamiento cortesía de un piloto apodado Loco Salvaje— decidieron regresar a los barcos y aviones tradicionales. Para mantenerse en contacto de manera segura Jorge le construyó al Chapo en plena sierra una red de comunicaciones encriptada, que se cayó cuando el técnico olvidó pagar las licencias. Lo sabemos porque la llamada del Chapo para quejarse del fallido servicio fue interceptada y grabada por la policía, así como una de las evidencias más perjudiciales para el capo: otra llamada donde Guzmán negocia en persona con un comandante de las FARC la compra de un cargamento de seis toneladas de coca, a embarcar de Colombia a México vía Guayaquil, regateándola a dos mil dólares el kilo en vez de a los dos mil 100 que pedía la guerrilla, y ofreciendo pagar en efectivo dos toneladas en vez de las 2.5 acordadas. Como prenda de buen pago, El Chapo ofreció entregar a su sobrino al campamento guerrillero.
Pero la mayor bomba que tiró Cifuentes no fue ésa, ni la admisión de que presuntamente sobornó a Ignacio Morales Lechuga, ni que tenía a 70 agentes federales a su servicio cuando visitaba el país, sino el recuento de que en 2007 tuvieron en México una junta él, El Chapo, Dámaso López, Vicentillo Zambada e Iván Archibaldo Guzmán, convocados por funcionarios de Pemex encabezados por uno de nombre Alfonso Acosta. Acosta ofreció los cargueros de la paraestatal para que, luego de que éstos descargaran el petróleo en Ecuador y otros puertos centro y sudamericanos, regresaran a Lázaro Cárdenas cargados de droga. A esa junta le siguieron varias más presididas por Archibaldo Guzmán y Vicente Zambada Jr., el contacto original entre el cártel y Pemex y posible futuro testigo. Al final El Chapo descartó la opción, inclinándose en vez por usar barcos tiburoneros peruanos.
Casi al final del contrainterrogatorio, Lichtman le mencionó a Cifuentes que, a cambio de su testimonio, quizá saldría libre pronto, que si en ese caso pensaba irse de vuelta a Colombia. Jorge contestó que sí, que a Colombia o a cualquier lado que estuviera muy lejos de México. Al bajarse del banquillo por última vez, miró fijamente al Chapo y se golpeó al pecho una cruz hecha con los brazos.
Al final de la ruta de la coca, en los Estados Unidos, están en los hermanos Flores, Pedro y Margarito. Hijos de Margarito Sr., un emigrante y distribuidor de heroína en Chicago en sociedad con la banda de los Latin Kings, crecieron en el barrio de Little Village en una cercanía cómoda con el mundo del narcotráfico; desde muy niños su padre los empleaba, por sus manos pequeñitas y dedos ágiles, para sacar bolsas con droga de sus escondites en compartimentos ocultos, o como traductores al inglés. Cuando, ya retirado el padre, arrestaron a Armando, el hermano mayor, los cuates tomaron el mando del negocio, vendiendo desde talleres mecánicos cercanos a su casa. Margarito se encargaba de importar coca y Pedro de distribuirla. Tenían 17 años. A los 20, inseparables, buenos estudiantes, bien presentados y de maneras suaves y discretas, habían convertido un negocio local de distribución en una trasnacional que sentaba a la mesa a las grandes bandas de latinos y de afroamericanos, hasta entonces violentamente antagónicas, y montado una red de sobornos estratégicos compuesta por policías, transportistas y aduanales, creando una pax narca que les permitió convertirse en los principales importadores y distribuidores de coca y heroína en la historia de los Estados Unidos, moviendo dos toneladas de coca al mes, con un inventario de cerca de 70 toneladas y activos de casi dos mil millones de dólares. A los 22 tenían, entre ambos, nueve casas y 40 coches de lujo, pudiendo pagar 250 mil dólares por 60 suites del Mandalay en Las Vegas para ver pelear a Óscar de la Hoya, frecuentando socialmente a Kanye West y a R. Kelly y teniendo permanentemente entre dos y tres millones de dólares en efectivo, en sus casas, a modo de caja chica. Carentes de las posturas chovinistas que habitualmente acompañan a los capos latinos, los hermanos Flores se veían a sí mismos como hombres de negocios íntegros, con su palabra como ley; no escapaban de la violencia inherente a su profesión, pero su reacción a la misma era atípica: cuando secuestraron en México a Pedro en 2003 —al sentir a la policía cercándolos en los Estados Unidos, Margarito se había ido a vivir a Guadalajara en 2003, y Pedro se iría en 2004— su hermano pagó dos millones de dólares como rescate sin buscar retribución. Al ser presentados con la oportunidad de asesinar al perpetrador, prefirieron evitar escalar la violencia para concentrarse en crecer su tajada en el negocio.
La historia, que marca el comienzo del acercamiento de los Flores con El Chapo, es como sigue: a mediados del 2000 su proveedor era el distribuidor local del cártel de Sinaloa, Guadalupe Ledezma, quien, viendo el éxito de los hermanos y su corta edad, les exigió que le turnaran el negocio completo. Éstos se negaron y Ledezma, quien encima le jineteaba los pagos de los Flores a Guzmán, citó a Pedro a una junta. Lo esperaban 30 hombres armados. Lo agarraron a culatazos, lo desnudaron y lo levantaron. Estuvo 15 días retenido hasta que, sin decirle nada, lo soltaron en medio de una solitaria carretera sinaloense. No sabía que Margarito había tomado un avión y había ido, con sus libros de contabilidad en la mano para probar los pagos, a ver al Chapo —a quien los Flores llaman “The Man”—, para explicarle la situación e interceder por su hermano. Guzmán, por medio de un intermediario llamado el Pocospelos, le ordenó a Ledezma soltar a Pedro. A las dos semanas Pedro mismo volaba a Sinaloa para agradecérselo y para cerrar futuros tratos, ya sin intermediarios. Al llegar lo escoltaron pistoleros con metralletas y, al pasar por un árbol de camino a la palapa donde despachaba Guzmán, vio a un hombre desnudo, ensangrentado y encadenado. Cuando le dijo al capo que estaba preocupado, que sabía que Guzmán mandaba matar a cualquiera, El Chapo le dijo que no, que no a cualquiera, que sólo a quien fuese necesario.
Para romper el hielo Guzmán comenzó a burlarse de sus joyas y de su atuendo, diciéndole por sus pantalones cortos que si no le alcanzaba para comprarse unos completos; a la siguiente visita Pedro le llevó de regalo unos shorts de mezclilla en una caja de Viagra. Para entonces los Flores vendían en Chicago entre 15 y 20 toneladas de cocaína que, a partir de entonces, provino mayoritariamente de dos fuentes: El Mayo y El Chapo, quienes la surtían en Los Ángeles o hasta Chicago, y los Beltrán Leyva, quienes la entregaban en México. Ledezma, quien seguía debiéndole 10 millones de dólares al Chapo, se escondió. A los pocos días el Pocospelos lo encontró y lo levantó junto a sus dos hijos para obligarlo a pagar. Al liberar a los muchachos éstos cometieron el error de ir a la policía, y Pocospelos procedió a asfixiar a Ledezma con una bolsa de plástico.
Los Flores recibían la mercancía oculta en cargamentos de frutas, verduras y ganado, pero era difícil deshacerse de cientos de kilos de zanahorias o de borregos vivos, que regalaban hasta que los mercados locales se quejaron. Como movían cantidades considerables —de 2005 a 2008 importaron cerca de 60 toneladas de coca, 40 de las cuales venían del cártel de Sinaloa con valor de 800 millones de dólares, más 200 kilos de heroína valuada en 10 millones de dólares— el cártel optó por surtirles a lo grande, con una flota de jets 747 que operaban desde el aeropuerto de la Ciudad de México, en complicidad con sus oficiales, bajando ropa que enviaban desde Estados Unidos en “misiones humanitarias” a distintos países sudamericanos y subiendo de regreso sin asientos y retacados con 12 o 13 toneladas del polvo. También usaban traileres, trenes, autobuses y coches con doble fondo, y barcos, lanchas y submarinos; los Flores, que disponían en México de patrullas y de uniformes de la Policía Federal clonados, montaban sus casas de seguridad en los mejores barrios de México, Chicago, Los Ángeles y Nueva York, con un equipo encargado de pagar los servicios, darles uso frente a los vecinos e incluso decorarlas de Navidad o Halloween.
El Chapo tenía por los Flores un cariño particular, adoptándolos casi como a hijos, y lo demostraba. Cuando la AFI detuvo a los hermanos en enero de 2008 en una discoteca de Puerto Vallarta, una de las esposas abrió a escondidas el radio de su Nextel y comenzó a gritar, ofreciéndole a sus captores dinero. Los oficiales le dijeron que callara, que los marinos ya venían por ellos para llevárselos presos a los Estados Unidos. Afortunadamente la escuchó Alberto Flores, el hermano mayor, quien de inmediato avisó al Chapo y a los Beltrán Leyva. Los capos intentaron sobornar a los comandantes de la AFI con cinco millones de dólares, sin éxito por la proximidad de los agentes gringos. Entonces el cártel cerró las calles de camino al aeropuerto, rodeando la caravana con cientos de sicarios armados hasta los dientes, y los agentes de la AFI bajaron sus armas y soltaron a los Flores.
A fines de ese mismo año sucedieron dos cosas. Las esposas Flores, ambas hijas de policías, se embarazaron, y Pedro recordaba cómo habían vivido sin padre hasta los siete años, cuando éste regresó de cumplir una larga sentencia en la cárcel. La otra, más urgente, fue que Arturo Beltrán Leyva, El Chapo y El Mayo, antes socios, se habían enfrascado en una lucha a muerte. Ambos bandos le exigieron a los Flores que dejaran de comprarle al otro si no querían ser ultimados. Sin opciones para salvar sus vidas, los hermanos recurrieron al gobierno de los Estados Unidos. El 6 de noviembre de 2008 el fiscal de Chicago, Thomas Shakeshaft, y agentes de la DEA viajaron a Monterrey expresamente para reunirse con Pedro y Margarito. Allí comenzó una de las operaciones encubiertas más exitosas de los Estados Unidos, grabando los Flores a sus contactos y proveedores en más de 70 ocasiones; en una de las llamadas, hecha el 15 de noviembre pasado, se puede escuchar al Chapo discutiendo con Pedro el precio de 20 kilos de heroína, cerrándola en un millón de dólares, con esporádicas ráfagas de balazos como música de fondo. La información conseguida por los Flores condujo a numerosos decomisos y a cerca de 50 procesos, algunos de amigos de la infancia de los cuates, aunque ninguno de la relevancia de Joaquín Guzmán Loera. La DEA, paradójicamente, no les fue demasiado útil: para realizar las grabaciones Pedro mencionó que tuvieron que comprar sus propios micrófonos en Radio Shack, escondiéndoselos en los bolsillos del pantalón o de las chaquetas, y que nunca contaron con respaldo técnico ni de seguridad.
Los hermanos se entregaron el 30 de noviembre de 2008, recibiendo en Chicago del juez Rubén Castillo una generosa sentencia de 14 años que, por sus testimonios y por buen comportamiento, podría ser conmutada en dos o tres años, a pesar de que su tiempo en custodia no han sido precisamente modelos: intentaron ocultar cinco millones de dólares de lo decomisado por la autoridad y, en una visita de su esposa, Pedro y ella se escabulleron al baño mientras los agentes estaban distraídos, resultando del encuentro un embarazo. Ya en la cárcel, los hermanos montaron un operativo que les permitió abusar de sus privilegios telefónicos y de la tienda de la prisión. Con todo, podrían salir libres antes de 2021, aunque acogiéndose de por vida al programa de protección de testigos. Eso quiere decir que, además de cambiar la apariencia y la identidad de ellos y de toda su familia, a partir de su liberación los hermanos no podrán tener contacto alguno, ni volver a verse jamás.
Margarito padre se avergonzó de la decisión sus hijos, repudiándolos abiertamente y llamándolos cobardes. En 2009 quiso viajar a México, donde fue secuestrado, apareciendo su coche en el monte sinaloense con un mensaje en el parabrisas: cállense o enviamos su cabeza. Nadie le ha vuelto a ver.
El juicio del Chapo reanudó el 3 de enero con el testimonio de Vicente Zambada Niebla, uno de los narcos mexicanos de más alto rango que se sienta a declarar en una corte. Se espera que el juicio dure uno o dos meses más, que sorprenda la aparición de nuevos testigos protegidos y que cierre con una sentencia culpable.
Guzmán es quizá el único capo de primer nivel que rehúsa toda negociación con la fiscalía.
fuente.-Roberta Garza
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