Por un lado, no es ningún secreto que entre el Presidente y el Chapo Guzmán se han registrado varios gestos de simpatía. Las visitas a Badiraguato; decir que él “no hace leña del árbol caído (sobre la condena a cadena perpetua del capo)”; el saludo a María Consuelo Loera; desistirse de último momento en la captura de su hijo Ovidio Guzmán, entre otros.
Por otro lado, el 6 de junio Morena se quedó con el carro completo en Sinaloa, un estado donde la izquierda nunca había gobernado. Rubén Rocha, candidato de Morena a la gubernatura, ganó con una ventaja de 25 puntos. El partido de AMLO también ganó las diputaciones por mayoría relativa en los siete distritos electorales del estado y se quedó con la alcaldía en 17 de los 18 municipios.
Ante estas dos premisas es tentador especular si Morena le debe la contundente victoria en Sinaloa a la gente del Chapo (en particular a sus hijos, los Chapitos, que al parecer fueron quienes buscaron beneficiar al partido del Presidente, en contra de la línea que siguió el Mayo Zambada). Al menos en el caso del gobernador electo, la ventaja fue tan holgada que se antoja difícil que no fuera resultado de la voluntad popular. Sin embargo, conforme pasan los días, y se acumulan testimonios y crónicas, resulta cada vez más evidente que la gente del Chapo sí quiso darle una ayudadita al partido del Presidente.
Hay muchos relatos de irregularidades antes y durante la jornada electoral. Por ejemplo, personas armadas robaron algunas urnas en Los Mochis. Estas historias son similares a las que se cuentan en otros estados. Sin embargo, lo peculiar, y lo que probablemente tuvo un impacto importante en los resultados en Sinaloa, fue la estrategia para ‘neutralizar’ por completo a toda la estructura de operadores de la alianza PAN-PRI-PRD, empezando por el secretario de organización electoral del PRI, José Alberto Salas Beltrán, quien fue levantado el sábado previo a las elecciones.
Según me han comentado amigos sinaloenses, este operativo se hizo con un método y una disciplina escalofriantes, de corte casi militar. En la víspera de las elecciones, tras llevarse a Salas Beltrán, los operadores de la alianza fueron levantados uno a uno. También se llevaron a representantes de casilla. Sin embargo, no hubo mayores desmanes ni excesos. Los operadores y representantes de casilla fueron liberados después de concluir la jornada electoral. Claramente se buscó que el operativo fuera lo más discreto posible. En Sinaloa no hubo candidatos asesinados. Al parecer, en los cálculos de quienes operaron en contra de la alianza, no hizo falta.
Lo ocurrido en Sinaloa nos invita a reflexionar sobre el grado de involucramiento del crimen organizado en las elecciones, pero también sobre el carácter de la competencia política en México. En una democracia consolidada, donde los ciudadanos votaran exclusivamente de acuerdo a su evaluación individual de los candidatos, y donde la compra y la coacción del voto fueran verdaderamente excepcionales, sería muy difícil para el crimen organizado incidir de forma significativa en los resultados con una estrategia como la que vimos en Sinaloa.
Sin embargo, como sabe de sobra la gente de los partidos, en México las elecciones son un juego sucio, donde unos y otros le siguen apostando a las estructuras de ‘operadores’, un eufemismo para personajes que en muchos casos se dedican a cometer delitos electorales, en particular distintas formas de compra del voto. De ahí que la existencia de estas estructuras, y su trabajo el día de los comicios, sea tan importante.
Como se vio en Sinaloa, el crimen organizado puede golpear fuertemente a un partido si el día de la elección logra neutralizar su estructura de operadores. No dudaría que, en elecciones competidas, pudiera llegar a inclinar la balanza. No es necesario hacer demasiada alharaca, basta secuestrar a algunas decenas de operadores, en quienes recae echar a andar la ‘maquinaria’ el día de la elección. Por supuesto, hace falta tener un pequeño ejército de personas armadas y bien disciplinadas para ejecutar una operación de esta naturaleza. También se necesita buena inteligencia para conocer la red de operadores que se busca inmovilizar. No es mayor problema; para eso, los grupos como el Cártel de Sinaloa se pintan solos (con comprar o intimidar a una persona clave es suficiente).
Desafortunadamente, el corolario de las elecciones de junio es que es mejor llevar la fiesta en paz, o incluso cortejar, a los grupos del crimen organizado con mayor capacidad de operación. Caer de su gracia (o tener adversarios que son más populares con ellos) puede resultar muy costoso en términos electorales. Hacer frente a este fenómeno sólo sería posible con un acuerdo de muy alto nivel entre todas las fuerzas políticas del país. Tristemente, un acuerdo de esa naturaleza parece hoy más lejano que nunca.
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