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miércoles, 6 de noviembre de 2019

DE IGUALA a AYOTZINAPA ...mas alla del hecho policiaco.

A cinco años de los sucesos ocurridos en Iguala el 26 de septiembre de 2014, Fernando Escalante y Julián Canseco revisan cómo fue que la desaparición de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos se convirtió en un icono de la violencia estatal, en una reproducción de la masacre de Tlatelolco.

La desaparición de los 43 estudiantes normalistas el 26 de septiembre de 2014 se convirtió en un símbolo, adquirió un peso y un sentido que no había tenido ninguna de las masacres de la década anterior. Damos por entendido que esa elaboración en los medios es producto de un trabajo intelectual, no una floración espontánea, automática: alguien la piensa, alguien la verbaliza, alguien la repite, pero la elaboración depende de una estructura de sentido que existía antes, y que resulta significativa sin necesidad de explicaciones. Su carga simbólica es tal que cuatro años después, entre los gestos con que el nuevo gobierno quiere significar un nuevo comienzo, anunció la formación de una “Comisión presidencial para la verdad y el acceso a la justicia en el caso Ayotzinapa”.1 Es elocuente que fuese este caso en particular, entre los muchos trágicos, dudosos, inexplicados de la década anterior —precisamente el caso sobre el que había más información, una investigación más exhaustiva, más detenidos, incluidos policías, funcionarios, el presidente municipal.2

No hace falta decirlo porque se sabe que no fue esa ni la única masacre de esos años ni la mayor tampoco. No obstante, en la representación colectiva ha opacado a todas las otras, y ha adquirido un significado muy distinto: nadie recuerda de modo parecido, nadie ha asignado un sentido político identificable a ningún otro hecho similar de los últimos años. Nos interesa preguntar por qué, y sobre todo preguntar cómo: cómo ese episodio en particular se convirtió en un acontecimiento, cómo se produjo la transformación de los hechos concretos en un icono de la violencia estatal.
Más allá de sus profundas reverberaciones en la opinión pública, el acontecimiento es en muchos sentidos inusual. Adelantemos un ejemplo para darnos a entender. En uno de los primeros libros en que se menciona el caso, Sergio Aguayo destaca la importancia de que vinieran a México expertos independientes a “elaborar un informe sobre lo que había sucedido en Ayotzinapa”.3 Leída sin mayor detenimiento, la frase no tiene ningún interés, no dice nada de particular, pero si se piensa un poco hay en ella algo enormemente llamativo: que en Ayotzinapa no sucedió nada.4
El hecho de que sea Ayotzinapa —y no Iguala— el nombre con que se ha bautizado el acontecimiento no es un asunto trivial, y volveremos a él. Pero por ahora nos interesa señalar justamente eso: el hecho de que pueda escribirse, publicarse y leerse un enunciado así sin que llame la atención, sin que resulte problemático. Todos sabemos a qué se refiere. En otras palabras, lo que nos interesa es el proceso de elaboración cultural mediante el cual los sucesos de Iguala del 26 de septiembre de 2014 se convirtieron en el acontecimiento “Ayotzinapa”.
Resumido en una frase, nuestro argumento es que la construcción del acontecimiento consistió en hacer de los hechos de Iguala una nueva escenificación de la masacre de Tlatelolco, del 2 de octubre de 1968. Este es el origen del enorme peso simbólico que tuvo el caso en la opinión pública y también la razón por la cual el acontecimiento adoptó los rasgos concretos que tiene hoy. Nos apresuramos a matizar la afirmación: existen otros intentos de definir el episodio, para empezar, el intento de situar la masacre como acontecimiento en la guerra contra el crimen organizado —hablaremos de ello. Pero lo que nos interesa es explorar el orden cultural que hizo posible (y al final, casi obvio) que se viese en el suceso de Iguala una reiteración de la masacre en la Plaza de las Tres Culturas.5
Basta ver algunas de las fotografías de la manifestación para conmemorar los cincuenta años de Tlatelolco, en la Ciudad de México —el 2 de octubre de 2018. En algunos de los carteles de los manifestantes hay referencias a una serie más o menos larga de hechos de violencia, en la mayoría hay la identificación explícita de Tlatelolco con Ayotzinapa.6 En una imagen, un hombre muestra lo que parece ser un volante impreso en que se lee: 1968, Acteal, 49 niños, CNTE, 43, Ni una más. En otra, un grupo de jóvenes lleva una manta en que se ven el emblema de la Olimpiada de 1968, el de la ENAH y el de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa. En otra más, una manta con las siglas UACM tiene el rostro de Gustavo Díaz Ordaz y el perfil de un soldado sobre el que aparecen los números 68 y 43. Otra imagen: la base del asta bandera del zócalo, con un grafiti apresurado, dos números: 68 y 43.
Ese mismo día, el 2 de octubre de 2018, una de las caricaturas de La Jornada, firmada por Rocha, era un rostro compuesto, la mitad, la imagen de Díaz Ordaz, la otra mitad, la de Enrique Peña Nieto; el monstruo llevaba en las solapas del traje dos palabras: Tlatelolco, Ayotzinapa. Y el comentario editorial de la última página del periódico era como sigue: “Del 2 de octubre a los 43 de Ayotzinapa, este país es otro. Pero la exigencia es la misma: luz, transparencia, justicia”. Ese mismo día el portal Aristegui Noticias publicó un texto de Laura Castellanos titulado “El camino del 68 a Ayotzinapa”, un recuento de movimientos de protesta sobre todo de Guerrero, de los años 60 en adelante; en sus últimos párrafos se lee:
El caso Ayotzinapa tampoco debe verse como un hecho policíaco entre un alcalde, policías y criminales contra un grupo de normalistas. El caso Ayotzinapa es la acumulación de crímenes de lesa humanidad ocurridos en Guerrero y en el resto del país en los últimos cincuenta años […] En el siglo XX la masacre del 68 significó el punto de inflexión de las luchas sociales del México moderno. El caso Ayotzinapa es ya el punto de inflexión del joven siglo XXI.7
En los días previos se habían publicado bastantes textos con los mismos motivos. La Crónica dio noticia de una conferencia de Juan Villoro: “Ayotzinapa y Tlatelolco, casos emblemáticos por saldar: Juan Villoro”; según el texto, en su conferencia (1968: el pasado de una ilusión) Villoro “resaltó la importancia de relacionar las deudas pendientes del pasado con las más recientes, como la de Ayotzinapa, porque se trata ‘y hay que recordarlo siempre, de casos emblemáticos’”.8 En una entrevista para la Agencia EFE, Elena Poniatowska puso la masacre de Iguala en el mismo contexto: “Es muchísimo peor que el 68 porque fueron 43 jóvenes normalistas que desaparecieron en una noche y no hubo después ninguna respuesta del gobierno”.9 La asociación de los dos episodios es un lugar común que no necesita ninguna explicación: nos interesa entender cómo sucede eso.10 Una de las piezas básicas en el mecanismo cultural es lo que hemos llamado la “cultura antagónica”.

La cultura antagónica

En el espacio público mexicano se cristalizó la masacre de Iguala como reproducción de Tlatelolco, y por eso un episodio más de una larga cadena represiva, una serie de sucesos emblemáticos por su magnitud —que son los que se repiten en las caricaturas, en las manifestaciones de protesta: Tlatelolco, Acteal, Aguas Blancas, Atenco, Iguala. La comparación de la noche de Iguala con el 2 de octubre fue el bajo continuo sobre el que se desarrollaron las elaboraciones del acontecimiento, y fue así desde muy temprano. Elena Poniatowska, por ejemplo, precisamente en un coloquio sobre el 68 en la Universidad Iberoamericana, hiló sin mucho detalle y sin que hicieran falta mayores explicaciones una serie de actos violentos ocurridos en fechas cercanas a la muerte del activista Raúl Álvarez Garín: “Murió hace unos días. En los días del asesinato de veintidós personas en Tlatlaya, y otros veintidós muertos en Chihuahua. Muere en el momento en que aparecen cinco normalistas muertos en Ayotzinapa”.11
Era 2 de octubre de 2014, es decir, sólo cinco días después de la masacre. Por eso Poniatowska se equivoca respecto al número de muertos y el lugar de los hechos. No podía ser de otro modo: en ese momento todavía no se sabía nada, desde luego nada con seguridad. La coincidencia cronológica es un factor que facilita la agrupación de masacres inconexas, sin duda. Cada 2 de octubre se trata de mantener viva la memoria, y hacerla relevante para la sociedad mexicana de ese momento, a la vez, la evocación de Tlatelolco sirve para dramatizar los acontecimientos del día.
Al día siguiente apareció en la prensa nacional la primera comparación explícita de los hechos de Iguala con la matanza de Tlatelolco, en un artículo de La Jornada. El texto, firmado por Abel Barrera, dice que “entre un hecho y el otro pueden trazarse paralelos”, y se señalan la impunidad de delitos violentos de fechas anteriores, el hecho de la desaparición, y la indiferencia de las autoridades.12 Es una analogía muy laxa, que atribuye el crimen a “la delincuencia organizada”, basada sobre todo en el hecho que sugiere de inmediato la conexión con Tlatelolco: las víctimas son estudiantes.
Unos cuantos días después, en la Feria Internacional del Libro en el Zócalo, Lorenzo Meyer describió los sucesos de Iguala como “un pequeño 68 más brutal que el 68”13 y poco después José Miguel Vivanco, director de las Américas de Human Rights Watch, se refirió al tema en los siguientes términos: “No conozco de un hecho similar al que estamos lamentando en Iguala. Creo que tenemos que remontarnos, lamentablemente, a Tlatelolco”.14 El 17 de octubre, en una cápsula audiovisual, Sergio Aguayo se propuso comparar las dos masacres, y señalaba que “ambos casos fueron actos de barbarie criminal en los cuales estuvieron involucrados agentes del Estado”.15 En resumidas cuentas, para mediados de octubre —es decir, unas cuantas semanas después de los sucesos—, la equiparación entre ambos acontecimientos ya estaba completamente asentada: aquellos estudiantes, estos estudiantes.
Más que la sorprendente velocidad con que se cimentó la comparación entre las dos masacres, llama la atención la naturalidad con que ocurrió, el hecho de que no fuese necesaria ninguna justificación ni conocimiento preciso de los hechos. En otras palabras, lo llamativo es que el contexto en que se elaboró la asociación la hacía parecer obvia, de sentido común. Para decirlo brevemente, el acontecimiento de Iguala como análogo de Tlatelolco tiene sentido sólo en un espacio que queremos llamar, sin mayor pretensión conceptual, la “cultura antagónica”.
Empleamos la expresión sobre todo por comodidad. Llamamos “cultura antagónica” a un sistema de signos, prejuicios, valoraciones, sobreentendidos, automatismos del sentido común formado durante el régimen revolucionario, una veta de discurso derivada del relato de la historia patria tal como se enseñó durante el siglo XX. No es la cultura política de México, sino una de las posibilidades en el repertorio cultural mexicano. En las décadas del cambio de siglo, durante los últimos sexenios de hegemonía priista, era uno de los lenguajes básicos de la oposición, asociado convencionalmente a la izquierda, pero que en estricto sentido no es de izquierda, porque no representa ninguna idea política sustantiva. El supuesto implícito indispensable de la cultura antagónica es la fundamental ilegitimidad del gobierno y, correlativamente, la fundamental legitimidad de cualquier forma de protesta o resistencia—llegado el caso, incluso la rebelión.
La cultura antagónica es un conjunto de automatismos favorable de antemano, por sistema, a la oposición, y que inspira una actitud de desconfianza hacia cualquier autoridad. Es una forma imprecisa de antiautoritarismo, una predisposición a favor de la protesta, y un registro moral con el que se puede contar, que hace que cualquier público sea inmediatamente receptivo cuando se critica al gobierno.
Para nuestro argumento no tiene importancia qué porcentaje de gente participa o participaba de esa actitud, ni en qué momentos concretos. Nos interesa la formación de ese lenguaje, ese conjunto de entendidos, y el hecho de que fuese lo bastante generalizado, porque los elementos de la cultura antagónica son familiares para cualquiera en México. Las encuestas sobre valores confirman constantemente, desde hace mucho, el descrédito de la autoridad pública, de las instituciones representativas, los partidos, el gobierno, sobre todo en comparación con otras formas de autoridad, como la iglesia católica o la familia. Sin duda hay muchos motivos para eso, la inclinación viene de lejos. A principios de los años 70 Rafael Segovia había visto un despunte de esa disposición en las pautas de socialización política de los niños mexicanos:
La ley y el orden, sin embargo, no se les antoja una sola y la misma cosa. La obediencia a la ley, someterse a ella en cualquier caso y en cualquier circunstancia, tiene un llamado decisivo en la primaria: las dos terceras partes de quienes se encuentran en primaria están por obedecerla siempre. Esta actitud de sumisión a la legalidad va perdiendo rápidamente terreno y al llegar a 3.º de secundaria menos de la mitad comparte esta actitud, mientras los demás —algo más de la mitad— manifiestan ya sean actitudes de resistencia (desobedecerla si es injusta) ya actitudes reveladoras de efectividad política (modificar la ley).16
Ahora bien: si miramos el repertorio simbólico con que se manifiesta la cultura antagónica: en caricaturas políticas, pintas, consignas y mantas en las manifestaciones, en el lenguaje de la protesta, lo más significativo es que se trata de exactamente los mismos personajes, los mismos héroes, los mismos lemas y los mismos motivos de los discursos oficiales. No es casualidad.
Los mecanismos básicos de la cultura antagónica tienen su origen en la retórica del régimen revolucionario, y en particular en el esquema de la historia patria que le servía como recurso de legitimación, que en lo fundamental era la historia de las luchas del pueblo contra las formas injustas de la autoridad. Los héroes, los personajes representativos, aparecen siempre luchando contra un gobierno impuesto, contra un gobierno injusto: contra el dominio español, contra la dictadura de Santa Anna, contra el gobierno de Maximiliano, contra la dictadura de Porfirio Díaz. Y lo que ese relato encuentra encomiable es la lucha, mucho más que la victoria. Normalmente, se aprecia sobre todo a los héroes derrotados, a los que fueron víctimas del poder: Hidalgo, Morelos, Madero, Villa, Zapata (“Zapata vive, la lucha sigue”), mucho más que a los gobernantes; en comparación, Guadalupe Victoria es casi insignificante, igual que Valentín Gómez Farías o Ignacio Comonfort, y siendo héroes, tienen un lugar mucho más ambiguo Carranza, Obregón o Calles. El caso más interesante, porque es una especie de bisagra, y sin duda el símbolo máximo, es el de Juárez: el que se recuerda, el que se celebra es el que lucha contra Santa Anna, el que lucha contra los conservadores con motivo de las Leyes de Reforma, el que lucha contra los franceses, pero no el gobernador de Oaxaca, no el presidente de la Suprema Corte, no el creador de los rurales ni el de las leyes contra bandidos, no el Juárez gobernante —en todo caso, no son sus virtudes de gobierno las que se consideran admirables.17
Pero ese es sólo un fondo casi decorativo, que ofrece un léxico, un sistema de referencias y adjetivos, estereotipos del heroísmo, de la iniquidad o de la traición.
Lo importante es que los gobiernos revolucionarios eran parte de esa historia. La moraleja central de la historia patria así contada es que el gobierno es con frecuencia abusivo, y que el pueblo tiene que rebelarse, y luchar contra él. Un efecto bastante obvio, pero que puede pasar inadvertido, de ese recelo hacia la autoridad es que la sociedad aparece como buena, virtuosa, porque es un reflejo invertido del Estado, y nunca se manifiesta tan claramente su virtud como cuando se rebela contra él.
Anotemos de paso que la estructura del relato de la historia patria no es original. La mitología nacional de las sociedades occidentales, como dice Álvarez Junco, tiene con frecuencia esa forma de tríada: Paraíso-Pecado-Redención, y en los nacionalismos románticos el pueblo suele ser una figura “crística”, el justo sufriente, portador de la pureza, de la virtud, que “sufre en su propia carne la indefensión y la esclavitud [y por eso] legitima para ejercer la violencia”, y no está contaminada por la malignidad de los poderosos, “no es de este mundo”.18
Pero volvamos al argumento. Esa historia patria servía como recurso de legitimación porque los gobiernos de la revolución eran el pueblo en armas, porque la acción de gobernar podía representarse como lucha contra los poderosos: la revolución institucionalizada. Otra vez, hablando de los niños de los setenta, dice Segovia: “Además de la omnipresencia del mito revolucionario, su aceptación casi universal no deja de sorprender […]. Otro punto interesante, claramente conectado con el anterior, es la idea de la Revolución como fenómeno histórico abierto hacia el futuro, de infinita vigencia, perfectible e insustituible”.19 Es claro que esa legitimación historicista, por llamarla de algún modo, pasó progresivamente a un segundo plano, conforme avanzaba la institucionalización del régimen, y se hacía posible una legitimidad apoyada en la economía. Nunca se abandonó del todo.
Desde temprano, desde los años 50 por lo menos, hay en la cultura popular una actitud por lo menos de reserva, si no de desconfianza. La retórica revolucionaria, siempre alusiva, ambigua, empezó a sonar a hueco porque era evidente que los gobiernos de la revolución eran gobierno, no en absoluto revolucionarios. Es el mundo de simulación que aparece en las caricaturas de Abel Quezada, por ejemplo, o de Rius, el de las novelas de Luis Spota o Jorge Ibargüengoitia. Para lo que nos interesa ahora, lo importante es que no se desacredita el discurso, sino la práctica, no se abandona el relato de la historia patria ni se cambia de héroes: lo que se reprocha a los gobiernos es que hayan abandonado o traicionado los ideales de la Revolución.20 Es significativo que la imagen de Porfirio Díaz sea todavía uno de los motivos principales en los conflictos simbólicos, y que porfirista sirva todavía popularmente como descalificación: no se pone en duda el peso moral de la historia, la idea del curso ascendente de la historia mediante la insurgencia ni la legitimidad de quienes se rebelaron contra los gobiernos injustos, tan sólo se cambia el reparto de papeles de modo que el gobierno ya no es la Revolución, sino el Porfiriato —el arquetipo de los gobiernos ilegítimos.
Nos interesa ese pequeño rodeo porque el momento clave en la evolución de la cultura antagónica es precisamente la masacre de Tlatelolco. Aunque el cambio, en lo sustantivo, había comenzado bastante antes; en el lenguaje oficial hay un cambio de registro muy notable en los años 60. Se puede mostrar en dos trazos. En su último informe de gobierno, el 1 de septiembre de 1964, el presidente López Mateos comienza evocando “los caminos de la historia”, las “luchas seculares” del pueblo, y sentencia: “El pueblo halló en su revolución social —la Revolución mexicana—, con la síntesis de la Independencia y la Reforma, su camino, el claro camino de su quehacer”; y termina, en el último párrafo, acogiéndose a “la doctrina de nuestra Revolución”.21 Revolución o revolucionario aparecen en el texto veinticinco veces. En su discurso de toma de posesión, el 1 de diciembre de 1964, el presidente Gustavo Díaz Ordaz comienza haciendo elogio de la continuidad, que significa que cada presidente “deja puestas las bases para continuar la siguiente etapa”, llama a conservar “lo que con el esfuerzo de tantos años hemos conseguido”, y sobre todo insiste en el valor de la democracia, las leyes, las instituciones, y la necesidad de “conservar la estabilidad económica y la tranquilidad política”. La palabra revolución aparece sólo tres veces, y la mención más sustantiva es como sigue: “Por la vía de la Revolución mexicana llegamos al objetivo del desarrollo económico y este origen nos marca con toda claridad los fines que con él perseguimos y los medios a que podemos recurrir”.22 Son muchos los factores que explican el cambio de tono, pero el sentido es evidente.
En ese contexto surge el movimiento estudiantil, y la masacre del 2 de octubre. Hemos dicho que la construcción del acontecimiento “Ayotzinapa” consiste en asimilarla a la masacre de Tlatelolco, pero conviene ser más precisos: consiste en asimilarla al acontecimiento “Tlatelolco”, es decir, a una construcción tan culturalmente trabajada como la primera (si no es que más).
Con el tiempo, en las décadas siguientes, algunos episodios, filtrados por esa estructura de sentido, se convierten en hitos de la insurgencia popular, y forman una serie que reitera el orden moral —la fundamental ilegitimidad del gobierno. Tienen en común que son masacres cuya responsabilidad no es del todo clara, o bien casos que no se cierran o que permiten sospechar que los responsables (los verdaderos responsables) hayan quedado impunes. Y como en el caso de Tlatelolco, las demandas, los intereses específicos en juego en cada una son lo de menos; lo que importa es que hayan sido violentamente reprimidos. La primera, la del Jueves de Corpus, el 10 de junio de 1971, que es la que convierte definitivamente a Tlatelolco en arquetipo, porque es la repetición —estudiantes asesinados en una manifestación pacífica— la que lo convierte en modelo. Ningún otro episodio de la serie es igual de claro y, según el momento, se añaden o se quitan acontecimientos: Tlatelolco, Aguas Blancas, Acteal, Atenco, Iguala. En conjunto, la serie confirma la vigencia de la cultura antagónica como sistema de interpretación. 
fuente.-Fernando Escalante Gonzalbo
Profesor en El Colegio de México. Sus libros más recientes: Si persisten las molestias y Así empezó todo. Orígenes del neoliberalismo.

Julián Canseco Ibarra
Estudió Relaciones Internacionales en el Colegio de México. Actualmente escribe su tesis sobre una aldea al norte de la Península de Kamchatka.

Este es un fragmento del libro De Iguala a Ayotzinapa. La escena y el crimen, de próxima aparición y coeditado por El Colegio de México y Grano de Sal.

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