Mataron a balazos a su hermano una noche en la puerta de su vecindad. Su primo de 19 años se agrieta en la cárcel del Oriente acusado de pertenecer a una banda de secuestradores. Sus compañeros del colegio y amigos del barrio desfilan en motos que despliegan a su paso un olor a marihuana y a perfume de señor, con tenis nuevos y ropa de marca. Trabajan para este o aquel, son sus ahijados y se sienten inmortales.
Muchos tienen menos de 15 años, los llaman los Dieciochos, se paran en una esquina con una radio y avisan a sus patrones de los movimientos de la banda contraria o la policía. “Abre”, “Limpia”, “Cierra”, “Tira [policía]”, 500 pesos al día, unos 25 dólares (casi 21 euros). Ni siquiera es el dinero. Es el atractivo del poder que seduce a cientos de adolescentes que pueblan las calles de uno de los barrios más conflictivos del centro de la capital mexicana, Tepito, pero también de las colonias aledañas. En este punto de la ciudad, seguir siendo niño supone un ejercicio de conciencia.
Han leído en Facebook las noticias de las últimas semanas. Dos jóvenes como ellos, de 12 y 14 años, descuartizados en una carretilla a unas cuadras del Zócalo de la capital la madrugada del Día de Muertos. Los arrastraba, presuntamente, otro niño. Una semana después, también en el centro, el cadáver de un joven de 14 años retorcido en una maleta. Los sospechosos, otros dos chicos de 15 años. Los focos se han girado hacia ellos, protagonistas estos días del horror de la violencia a unas calles de la sede del Gobierno de México.
En Ciudad de México murieron asesinados 63 adolescentes, de entre 10 y 19 años, el año pasado. Y Unicef ha alertado de que en el país esta macabra cifra asciende a cuatro al día. Ese año se convirtió en uno de los más violentos para la infancia en la historia del país. Y la organización Red por los Derechos de la Infancia en México (Redim) calcula que entre 35.000 y 40.000 menores de edad pueblan las filas el crimen organizado.
La jefa de Gobierno de la capital, Claudia Sheinbaum, señaló desde un principio al narco como responsable de reclutar menores para sus luchas intestinas. Sus palabras, presuntos asesinos y presuntos narcomenudistas, resuenan en las cabezas de sus familias y repiten los vecinos, denunciando la simplificación de la tragedia; a veces olvidando que en este punto de la ciudad un niño tiene a la misma distancia una pelota de fútbol que u fardo de marihuana para vender. Cuatro adolescentes de Tepito, con el consentimiento de sus familias, relatan por qué ellos eligen seguir jugando.
Oswald Haziel Hernández, 13 años
Oswald Hernández, al lado de la puerta de una vecindad del barrio de Tepito, en el centro de la capital.
Viste una gorra enorme, como de beisbolista, y una camiseta de baloncesto que le llega hasta abajo de la cadera. Es un chico alto y fuerte, con esas maneras de chico de barrio bravo de la capital que se diluyen rápidamente ante la presencia de su madre. Nadie que realmente lo conoce diría que es un niño tímido, pero ante una grabadora se encoge y se recuerda a sí mismo que solo tiene 13 años.
—Yo vi eso en el Feis [Facebook], tengo un amigo que les hablaba… Me imaginé ahí.
Cuando le preguntan por primera vez, quiere estudiar para ser mecánico de aviones, como su hermano mayor. “Mi tío trabaja en el aeropuerto y me podría colocar”, cuenta. Pero si se le pregunta por segunda vez, él lo que quiere es ser cantante de banda. Escucha los nuevos corridos que encienden a su generación, los tumbados, una mezcla de hip-hop y norteño tradicional, cuyo máximo exponente e ídolo universal de muchos jóvenes mexicanos es Natanael Cano, otro joven precoz de 19 años.
“Cuando mi mamá tuvo dificultades económicas, yo sí pensé en meterme a eso. Le dije a ella que yo podía ayudar. Pero se puso muy triste y me dijo que no, que yo lo que tenía que hacer era estudiar y salir de aquí, conocer otros lugares, a lo mejor otros países…”. Mientras habla, un grupo de unos 12 agentes de la policía local persiguen jadeantes a otro joven que es mucho más rápido entre los puestos de ropa y películas pirata. El chico arroja un celular hacia los policías y escapa. “A veces se hace así, para ganar tiempo. Muchas veces solo quieren quitarte lo que traes, quién sabe si él traía otra cosa”, comenta un primo suyo ante la escena.
A muchos de los que vigilan desde las esquinas los conocen desde que eran muy pequeños de jugar al fútbol en el patio de la vecindad. Con sus nuevos trabajos, ya no se juntan como antes los 20 niños junto a una pelota de fútbol ante los balcones de sus casas. Algunos fingen ser adultos de golpe. “Otros han tenido hijos”, añade.
Dorian Arturo Jiménez en la calle Matamoros de Tepito.
Dorian es alto y flaco, viste unos jeans grises desgastados que coloca exactamente al borde del coxis para mostrar, cuando levanta los brazos, la goma de unos calzoncillos de dibujos animados. Lleva un pendiente de aro dorado que atraviesa el orificio izquierdo de su nariz puntiaguda y aunque tiene un semblante serio, al caer la noche en este barrio bravo de la ciudad se acerca a una bocina que retumba una base de reguetón y le hace mover las caderas y los hombros.
Un amigo suyo se burla de él. Dorian se frena en seco y recuerda que lo están mirando. Hace unos meses que dejó la secundaria cuando iba a entrar a la prepa (bachiller). “No me gustaba, reprobé todas las materias, lo mío es trabajar y tener algo de dinero para mis cosas cada semana”, explica. Con su bici de montaña se recorre los barrios aledaños, como Peña y Peña, La plaza de los chinos, repartiendo mojitos y otros cócteles en unas bolsas de plástico que atraviesan con un popote (pajita) sus clientes y le dejan algunas propinas. Gana como unos 250 pesos cada día, unos 12 dólares (unos 10,4 euros).
En el puesto donde se preparan las bebidas, lo acompaña otro amigo de la infancia, Sergio Cortés, de 14 años. “Míralo, parece que no rompe un plato, pero…”, apunta Dorian sobre él y simula que le propina un puñetazo como saludo. Sergio pasa las mañanas en el puesto de su amigo porque “no hay otra cosa que hacer”, dice mientras levanta los hombros resignado. Los colegios siguen cerrados y la única opción que tienen estos días los maestros de escuelas públicas como la suya es rezar para que jóvenes como él entreguen sus tareas on line, la mayoría de ellos, a través del celular. “Ya la hice”, miente Sergio ante la mirada burlesca de Dorian.
“A veces me dicen que no voy a llegar a nada. Ni los escucho”, sentencia Sergio. No tiene claro qué quiere estudiar, ni siquiera si lo hará. Cree que lo más fácil en el barrio es poner un puesto y continuar el legado familiar de comerciante, de abarrotes, de ferretería, de perfumes, de ropa de bebé, lo que salga más rentable en cada momento. Desde muy pequeño entendió que vender, para chicos como él en Tepito, es mucho más que un trabajo con una compensación económica, es un estilo de vida. Así muchos aprenden antes a vender un chicle a una vecina que a hablar.
Dorian tiene que darle a su madre una parte de lo que recauda cada mes para ayudarla con sus gastos. Pero echando cuentas, cree que pronto podrá alquilar un cuarto solo. “Me quedo en el barrio, a mí me gusta mucho vivir aquí”. Pues Dorian, como muchos jóvenes de este entresijo de calles dispuestas para el comercio legal o ilegal, se siente orgulloso de ser de Tepito. “A veces se piensan que todos somos delincuentes, pero me vale. A veces me gusta que nos vean así, nos respetan porque somos del barrio”, señala riéndose.
Emmanuel Espinosa, junto a un grafiti en el centro del barrio.
—Me dicen El Matadito, porque estudio y no me meto en problemas. No me importa.
Emmanuel se prepara para ser ingeniero automotriz y este año está a punto de convertirse en el único de su grupo de amigos que termina el bachiller. “Sí me hacen la burla, a lo mejor yo tuve una vida diferente, tuve suerte, otra educación…”, explica cerca de su casa.
Recuerda cómo unos hombres “ya grandes” venían a recoger a su amigo de su casa para llevárselo al negocio del narco. “Así se dice: que es fácil entrar, pero muy difícil salir. Cuando mi amigo quiso dejarlo, tenía demasiadas deudas, había perdido mucha droga y les debía mucho dinero”, cuenta Emmanuel.
Este joven con el flequillo teñido de mechas rubias considera que es “demasiado miedoso” para un trabajo que además nunca le ha atraído. “Siempre he sido muy reservado y me la he pasado en la escuela. Iba por la tarde y llegaba en la noche”, cuenta. Y tiene muy claro que en esta vida nada sale gratis, como le repetía su madre, que trabaja en un restaurante del sur de la ciudad. “De qué sirve ganar dinero y estar oculto, no poder gastarlo de forma libre, para mí es un pensamiento tonto”, resume.
Es consciente de que su caso no representa la tónica general de muchos jóvenes en el centro de la ciudad, donde ni siquiera es necesario desplazarse del mismo edificio de vecinos para entrar en el narco. “Si quieres tener dinero rápido nada más vas al punto [tienda de droga], les dices que te quieres hacer de ellos y es dinero que está ahí, te apadrinan, te mueven… Es muy sencillo”, y señala con el dedo la puerta de una vecindad a unos pasos de donde se encuentra. La misma donde un grupo de niños juega al fútbol en estos días de escuela on line.
Desde el centro del patio, bajo sábanas y edredones tendidos, los que todavía siguen siendo niños patean el balón. En las esquinas, unas cámaras de videovigilancia controlan el acceso a lo que esconde también este espacio: pisos de distribución de droga. Todo en una misma corrala de vecinos. Un laberinto de callejones amurallados que serpentean unas motos rápidas, manejadas por miradas amenazantes y manos todavía pequeñas. Los mataditos frente a los chingones. Un retrato a pequeña escala de la infancia elegida por los niños del centro.
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