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domingo, 21 de abril de 2019

CALDERONI "EX-CAPO de la PGR" y FRATERNO de CABEZA de VACA "INVENTO los CARTELES y REPARTIO las PLAZAS del NARCO"...criminales no estaban contra el gobierno,estaban con el gobierno.

El juicio a Joaquín Guzmán Loera en Nueva York resultó a veces tan revelador como una Comisión de la Verdad, otras poco verosímil como un talk show latinoamericano. Una de las interrogantes que sembró este proceso judicial es la de que el famoso criminal apodado El Chapo no es en realidad quien ha movido los hilos del narcotráfico todos estos años. Que el poder detrás del trono ha sido siempre su socio y compadre Ismael Zambada García, un capo de bajo perfil conocido como El Mayo, quien lleva medio siglo dedicado al tráfico de drogas ilegales sin haber pisado nunca una cárcel.

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¿Por qué un hombre de más de setenta años de edad nacido en Sinaloa fue señalado una y otra vez por la defensa del Chapo como el auténtico Jefe de jefes de la mafia?

Para intentar responder esta pregunta hay que regresar a finales de los setenta, cuando todavía funcionaba el monopolio del poder presidencial en el México del PRI. En el siglo pasado un solo partido gobernaba el país como una gran familia que invocaba la Revolución de Pancho Villa y de Emiliano Zapata para imponer cada seis años al presidente en turno. Por ese entonces, al mundo del narco también lo dominaba una sola organización: el Cartel de Sinaloa.

Es verdad que antes hubo traficantes famosos como Rodolfo Valdez, El Gitano, y Pedro Avilés, León de la Sierra, pero fue Miguel Ángel Félix Gallardo, El Jefe de jefes, el primer líder que administró como una empresa esta actividad ilegal. Fue Félix Gallardo quien dejó atrás la idea de que quienes dirigían el negocio en el noroeste mexicano eran miembros de una plutocracia regional caricaturizada en el imaginario popular por sus botas y sombrero vaqueros.

Todo iba más o menos bien para el primer capo del Cartel de Sinaloa, hasta que el asesinato del agente de la DEA Enrique Camarena se volvió un arma de presión para que el Gobierno de Estados Unidos reforzara su cruzada contra las drogas y, de paso, la que sostenía contra el régimen de partido único que prevalecía en México.

Así fue como acabaron siendo detenidos los principales operadores de Félix Gallardo: Rafael Caro Quintero y Ernesto Fonseca, convertidos después en los chivos expiatorios que ameritaba el crimen del agente estadounidense, apodado Kiki, en el cual no se ha precisado la participación que tuvo otra agencia americana que por esos años operaba de manera intensa en territorio mexicano: la CIA.

Debido a la misma presión, en 1989 Félix Gallardo también fue detenido.

Con ello concluía el modelo de cártel único con el que inició la industria del narcotráfico en el país.

Tras la captura de Félix Gallardo, el Gobierno mexicano divulgó la idea de que el capo nacido en Culiacán, ya en prisión, había organizado una reunión con sus principales allegados -puros traficantes sinaloenses- a fin de asignarles a cada uno el lugar del país en el que trabajarían de ese momento en adelante. Según la versión esparcida, el histórico reparto habría sido a grandes rasgos el siguiente:

Tecate, Baja California: Joaquín Guzmán Loera, El Chapo

Tijuana, Baja California: familia Arellano Félix

San Luis Río Colorado, Sonora: Luis Héctor Palma, El Güero

Ciudad Juárez: familia Carrillo Fuentes

Nogales y Hermosillo, Sonora: Emilio Quintero Payán

Sinaloa: Ismael Zambada García, El Mayo

Durante años esta fue considerada la “génesis” a partir de la cual el Cartel de Sinaloa se dividió en células organizadas en diferentes lugares llamados “plazas”, según la jerga del narco. Sin embargo, cuando entrevisté al propio Félix Gallardo para mi libro El cártel de Sinaloa. Una historia del uso político del narco, el capo me dijo que tal cosa sí había sucedido, pero que quien había convocado a la reunión y había asignado los lugares de trabajo habría sido Guillermo González Calderoni, jefe de la policía antinarcóticos al inicio del Gobierno del presidente Carlos Salinas de Gortari.

“Fue González Calderoni quien en su tiempo repartió plazas; él se lució ante sus superiores, pero después de mi detención ya no volvió a detener a nadie de importancia. Todos eran sus amigos. En 1989 no existían los “carteles…”, me contó Félix Gallardo, quien a diferencia del Chapo, nunca fue extraditado a Estados Unidos, aunque permanece encerrado en una prisión mexicana de máxima seguridad.

Cartel es una palabra que la DEA implementó a mediados de los ochenta en América Latina. Luego fue retomada por las autoridades mexicanas, posteriormente por la prensa y finalmente por los ciudadanos de a pie. No es el término más preciso para designar a los grupos de traficantes mexicanos. Cartel remite a una organización económica que domina todas las fases de un negocio y que controla todo el mercado. Eso no ocurre siempre con los grupos mexicanos involucrados en el narco.

Más allá de la mitología derivada del término, los propios traficantes han acabado por usarla también para nombrar a sus organizaciones. De esta forma, la palabra cartel ha trascendido su definición de diccionario y se ha convertido en una forma sencilla para referirse a un intrincado conglomerado de bandas establecidas en una región en específico, las cuales cuentan con estructuras flexibles para traficar drogas.

Aunque no queda claro si fue Félix Gallardo o el propio Gobierno quien creó el sistema de carteles que aún prevalece y se ha multiplicado en México, la idea de aquella decisión era que todas las células criminales seguirían organizadas de manera coordinada con las autoridades. Como me dijo Félix Gallardo: “Los narcos no estábamos contra el Gobierno, éramos parte del Gobierno”. De esta forma, a finales de los ochenta, el narcotráfico funcionaba como una especie de empresa paraestatal a cargo de familias en su mayoría sinaloenses.

Pero ya en los noventa México estaba viviendo la irrupción del neoliberalismo y de una incipiente alternancia partidista, por lo que los nuevos tiempos de competencia, así como las leyes del libre mercado y el máximo beneficio, terminaron por imponerse también en el mundo narco, que mostró tener una notable aptitud ultracapitalista.

Bajo este contexto, la primera célula de traficantes que se separó de las demás para convertirse en un cartel fue la de Tijuana (de manera coincidente -o no- asentada en el primer Estado gobernado por un partido distinto al PRI: el PAN). En su momento, la familia Arellano Félix decretó la autonomía de su territorio y empezó a cobrar tarifas especiales a los demás traficantes que querían usar la codiciada frontera con California, Estados Unidos.

Entre los afectados con esta decisión estaba El Mayo, que ya era un latifundista con enormes sembradíos de marihuana y adormidera en Sinaloa, así como El Chapo, que operaba en el cercano poblado de Tecate y era famoso desde entonces por haber creado una oportunidad de negocios debajo de la tierra: los túneles para cruzar la droga por la línea divisoria entre México y Estados Unidos. Ambos acabaron aliándose con la familia Carrillo Fuentes, que se había quedado con el control de Ciudad Juárez, el otro cruce importante de la frontera.

Así fue como El Mayo y El Chapo, primero se aliaron y luego construyeron junto a sus familias una de las organizaciones criminales más afamadas de los últimos años en el mundo, la cual terminaría siendo diseccionada en el juicio de Nueva York, al final del cual El Chapo fue condenado a cadena perpetua y se generó la sospecha de que había sido traicionado por su socio, quien de manera aparente siempre ostentó el poder detrás del trono en el Cartel de Sinaloa.

Hubo una época hace no mucho tiempo en la que escribir sobre el narcotráfico no estaba de moda. Por entonces era un tema censurado y lejos del morboso glamur de hoy, el cual hizo que algunos proyectos de televisión —y ciertos académicos tan ruidosos como oficiosos— lo volvieran fetiche comercial y sensacionalista, en lugar de un asunto que había que documentar, analizar y exhibir.

En aquellos años era imposible imaginar que los medios de comunicación dieran cuenta de manera detallada de esta realidad. Los reporteros de prensa batallábamos para publicar investigaciones o incluso simples notas como esta. Para quienes trabajábamos en diarios de provincia, la batalla contra el silencio era todavía más cruenta.

Con el paso del tiempo, cuando el fenómeno se volvió más presente en las principales ciudades y colapsó la vida de un país que se preparaba para gozar la democracia, resultó imposible ocultar la información que emanaba de esa enorme cloaca, la cual ahora es observada como nunca hasta que de nueva cuenta se imponga la censura (oficial y/o criminal) y en lugar de reportear sobre una de las principales tragedias de nuestro tiempo, tengamos que hacerlo sobre la pequeñez del mono tití.

Faltan nombres, pero entre los periodistas pioneros que registraron operadores, rutas, modus operandi, crímenes, pugnas y demás situaciones de este mundo, están Jesús Blancornelas y Jorge Fernández Menéndez, así como los académicos Luis Astorga y Rossana Reguillo, y los escritores Élmer Mendoza y Yuri Herrera.

Tiempo después, una nueva generación de reporteros (todos con nombres que inician con A) como Anabel Hernández, Adela Navarro, Alejandro Almazán, Alejandro Suverza, Alfredo Jiménez Mota (desaparecido), Alejandro Gutiérrez, Alejandro Sicairos, Alfredo Joyner (qepd), Alejandro Páez y Abel Barajas escribirían de manera profusa sobre el tema. De manera destacada lo hizo también mi amigo Javier Valdez, asesinado a causa de ello en 2017 en Sinaloa.

La primera nota que me tocó hacer a mí sobre el tema data del año 2000. Recuerdo que un editor de la Ciudad de México cuestionaba que estuviera “inventando” en mis textos la existencia en el noreste del país de un grupo llamado Los Zetas. “La PGR no lo tiene en su lista oficial. Además, ese es un nombre ridículo”, decretó, para luego eliminar de mi artículo la mención a la banda, sin imaginar que años después esta última letra del abecedario se convertiría en una realidad de pesadilla.

Según mi archivo, la primera vez que reporteé de manera directa en Sinaloa fue en 2004, cuando entrevisté en Culiacán a políticos locales de cara a las elecciones de ese año en el estado, en las cuales descubrí que el coordinador de la campaña del entonces candidato favorito para ganar era amigo de un temido secuestrador llamado Miguel Ángel Beltrán, El Ceja Güera.

Tras publicar la historia, el político señalado —dueño de un ego hipertrofiado— no negó sus vínculos con el criminal e incluso organizó un mitin en una plaza pública donde lanzó diatribas contra la publicación y acabó prendiéndole fuego al reportaje delante de cientos de sus seguidores que celebraban su ataque contra mi trabajo.

Finalmente, el candidato que apoyaba este hombre no ganó aquella elección.

Tampoco fue investigado nunca por sus vínculos con la mafia.

Años después sería asesinado.

El candidato que sí ganó la elección se convirtió en gobernador. Tras asumir el poder, un día me invitó a desayunar con él a la casa de gobierno. Según mis notas de aquella conversación off the record, esa fue la primera vez que dimensioné que quien mandaba realmente en Sinaloa no era el gobernador ni el presidente, sino un narcotraficante poco famoso a nivel nacional: Ismael Zambada García, El Mayo.

Con informacion de:DossierPolitico/ElPAIS/

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