“Creo mucho en Dios y sé que está con él y ella sigue en nosotros. Esto es cotidiano ahorita en Sinaloa: es por la violencia que ha suscitado situaciones que no necesito mencionar, pero queremos que se acabe esto”.
Esta es la expresión del papá de Jasamael Rodríguez Zazueta, maestra que fue alcanzada por las balas en Altata, Navolato, durante un tiroteo; en el automóvil viajaba junto con su familia. Ellos resultaron ilesos y Jasamael se unió a la lista de las víctimas colaterales que ha dejado la crisis de violencia en Sinaloa que ya completó mas de 1 año de guerra y mas de 2,000 ejecutados, muchos inocentes que también han sido masacrados por el ejercito.
De acuerdo con su padre, Jasamael estaría de paseo con su familia; su hija de 4 años y una niña de 2 meses. Hoy, la maestra estaría cumpliendo 35 años, pero su cuerpo está siendo velado.
“Era un viaje de paseo de sus niños. Los llevó a nadar. Una niña de 4 años y una niña de meses. Le destruyeron su rostro, pero estamos en espera de que haya paz”.
“No critico quien lo hizo, dejo en manos del Señor, porque todo tendrá una razón. Él sabe por qué. Yo estoy convencido de que va a haber paz. La necesitamos porque somos gente de trabajo. Ella todavía está aquí y yo somos una familia de maestros. No hemos hecho mal a nadie, ni queremos, ni le deseamos, ni al que lo hizo, ni al que causó este encuentro entre familias sinaloenses”.
Triste y desconsolador
Es mas que triste y desconsolador que la gente en México termine dejándole sus súplicas a Dios, porque es más probable que el cielo responda antes de que el Estado se digne a escuchar. La sordera oficial ya no es metáfora: es incapacidad clínica, permanente, institucionalizada. Mientras tanto, los criminales no sólo oyen, sino que actúan, ejecutan, levantan, cobran, gobiernan.
El poder público ensaya estrategias que parecen festival de improvisación criminal, y cada ensayo es un ensayo con sangre ajena: más de dos mil muertos en Sinaloa, casi tres mil levantadosno oficiales. Cifras que ya no caben en la indignación ni en los comunicados de prensa maquillados.
Lo indecible es que este genocidio cotidiano ya no sorprende a nadie. El fracaso de la estrategia de seguridad no es un accidente: es un sistema. Una fábrica de muertos que sigue operando mientras los funcionarios se encogen de hombros, recetan discursos y culpan al pasado o encubren con éxitos del centro,la matazon imparable en las orillas.
Y en paralelo, la maquinaria del narco ajusta engranajes, perfecciona rutinas, multiplica sus tentáculos. Aquí no falló la violencia: aquí falló el Estado. Y ese vacío se llena con pólvora, con miedo, con la certeza de que el crimen manda mejor que un gobierno que sólo administra funerales.
La rabia es inevitable. Porque mientras padres entierran a sus hijas y piden paz al Señor, la política se debate entre poses mediáticas, foros anodinos y mesas de coordinación que no coordinan ni una fila de primaria. ¿Qué más necesitan? ¿Que los muertos lleguen a tocar la puerta de Palacio Nacional como alma en pena? ¿Que los cuerpos amontonados dejen de ser cifras para volverse pesadillas visibles?
El país se volvió altar y fosa común al mismo tiempo. Y todavía se atreven a hablar de “estrategias” cuando el crimen exhibe su propio éxito: organizar secuestros industriales, multiplicar desapariciones, enterrar vidas como si fueran mercancía desechada. El éxito del narco es la radiografía de nuestro fracaso colectivo.
Lo único que queda claro es que la fe se ha vuelto último refugio, porque reclamar justicia al Estado es como gritarle a una pared blindada con sordera selectiva. Dios escucha —o al menos eso cree la gente—, pero el gobierno no. Y mientras esa sordera oficial persista, los cárteles seguirán afinando su partitura de horror con más precisión que cualquier política pública.
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