La vista al piso y las manos a la espalda. Pase de lista por la mañana, por la tarde y por la noche: “Enrique Guerrero, señor”. Golpes al hígado de bienvenida. Más de 20 horas al día en una celda —algunas con videovigilancia— de dos metros por cuatro, dos personas y un excusado. Prohibido hacer ejercicio en la celda, bañarse fuera de horario, leer libros jurídicos o de autoayuda. Un patio en el que no caben todos y donde solo se convive dos horas con los desconocidos de su pasillo. Si levanta la cabeza, una amenaza: de 75 a 120 días en aislamiento. Interiorizar el castigo, creer que lo merece. El preso 3408 de la prisión federal de Puente Grande recuerda el día a día de un interno en el penal que el Gobierno mexicano ha clausurado esta semana de forma inmediata: “Estábamos en las entrañas del monstruo”, declara.
Para Enrique Guerrero, licenciado en Filosofía y Letras por la UNAM, de 35 años, “el monstruo” es el sistema que le hizo pagar cinco años y siete meses de prisión por un crimen que no cometió. Fue enviado a prisión preventiva cuando tenía 28 (en 2013) y nunca, hasta su liberación, obtuvo una sentencia condenatoria. “Como muchos otros en este país”, denuncia. Después de ese tiempo, la Fiscalía General, poco después de la llegada de López Obrador al poder, retiró los cargos que la anterior había impuesto de delincuencia organizada. El nuevo Gobierno lo consideró un preso político detenido durante las protestas contra la reforma educativa promovida por Enrique Peña Nieto.
Esta semana, el secretario de Seguridad Ciudadana, Alfonso Durazo, ha firmado el cierre de Puente Grande (Jalisco). La prisión de máxima seguridad en la que estuvo encarcelado Guerrero cuenta con muchas leyendas y escándalos. Fue allí donde Joaquín El Chapo Guzmán se fugó por primera vez en 2001, en un carrito de lavandería, según la versión oficial. Se trató de la primera fuga de un reo de una cárcel de máxima seguridad y que evidenció las cloacas de corrupción del sistema penitenciario. También han pasado por ahí presos como Rafael Caro Quintero, líder del antiguo cartel de Guadalajara; el secuestrador Daniel Arizmendi López, El Mochaorejas; el capo Miguel Ángel Treviño, alias El Z-40, líder de Los Zetas, y Rubén Oseguera, alias El Menchito, hijo de Nemesio Oseguera, El Mencho, líder del Cartel de Jalisco Nueva Generación, quien ha sido extraditado este año a Estados Unidos.
Visitadores de la Comisión estatal de Derechos Humanos evidenciaron tras la fuga de El Chapo que el penal se había convertido en un “hotel de narcos”, donde prostitutas, alcohol y cualquier capricho de un capo estaban permitidos. No solo fueron documentados tratos vejatorios a los internos, también hubo abusos sexuales y agresiones contra las propias trabajadoras de la institución, recuerda una exempleada de la Comisión en aquellos años, que prefiere no dar su nombre. “Las condiciones rígidas contra los presos no evitaron situaciones de autogobierno”, añade la excomisionada.
El cierre sorpresivo de uno de los penales más famosos del país no parece responder a motivos humanitarios ni de seguridad. La Secretaría ha informado de que obedece a una estrategia para “modernizar” el sistema penitenciario federal, además de “la optimización de la infraestructura, una política de economía para generar ahorros, así como una mejor administración en beneficio de la población penitenciaria”, de acuerdo con un escueto comunicado.
Esta es la segunda prisión federal pública que ha clausurado el Gobierno de López Obrador tras el cierre de las Islas Marías el año pasado. Los presos están siendo trasladados desde el mes de julio a otros centros federales. Además de las 11 prisiones públicas gestionadas por el Gobierno, existen otras ocho de gestión privada, concesionadas durante el Gobierno de Felipe Calderón (2006 a 2012), que le cuestan a México cada año 10.000 millones de pesos (unos 445 millones de dólares) y que operan a menos de la mitad de su capacidad, según publicó la Auditoría Superior de la Federación en marzo de 2019.
“Me preocupa que se cierren penales que funcionan. Quizá no funcionan al 100% porque pudo haber corrupción, pero definitivamente su situación es mucho mejor a la de los estatales. Con esta estrategia se pretende llevar a los presos a penales privatizados, que tienen mayor seguridad, pero que también son más costosos”, critica Saskia Niño de Rivera, la directora de Reinserta, una organización en favor de los derechos de los presos.
Sobre este punto, el exvisitador de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) y experto en derecho penitenciario, Miguel Sarre, apunta: “Las personas privadas de la libertad no son mercancías que se puedan trasladar según los espacios que hay. Porque hay derechos constitucionales de por medio, por ejemplo, el interno tiene el derecho constitucional de estar lo más cercano a su domicilio. Por eso no pueden justificarse razones económicas. Lo que hay que hacer es entrar a revisar a fondo son los contratos para la operación del sistema privado, que constituyen una carga muy onerosa para el Estado”.
El nombre oficial de la prisión es Centro Federal de Readaptación Social Número 2. Según los testimonios de quienes han pisado sus pasillos, la readaptación y reinserción de los presos no es una realidad. “No hay oportunidades de trabajo, de recreación, hay un abuso del tiempo en reclusión en celda, abuso de medidas disciplinarias draconianas: una persona estuvo seis meses en aislamiento por rehusarse a que le cortaran el cabello”, cuenta Sarre, quien visitó a víctimas de violaciones a los derechos humanos en estos centros.
"No hay forma de reinserción, el penal no tiene ni las instalaciones. Si todo el penal dijera: “Queremos trabajar”, no hay espacio para darles trabajo. Tampoco para estudiar. No están diseñados para eso porque están hechos para oprimir", apunta Guerrero sobre Puente Grande.
El cierre de Puente Grande no termina con las numerosas quejas de derechos humanos en estos centros. El diseño de estas instalaciones, especialmente las gestionadas por el Gobierno, se repite en otros centros del país, donde están siendo trasladados los presos. Pero el debate sobre la falta de garantías legales no parece haber calado en los políticos. “Lo mínimo que podemos pedirle a una prisión es que tenga un clima de legalidad, que haya condiciones que armonicen la seguridad con los derechos de las personas privadas de la libertad. Y en ese sentido no son efectivas. Son un fracaso muy costoso”, remata Sarre.
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