La guerra de independencia también duró 10 años mal contados. Y la revolución, si incluimos el asesinato de Carranza y el Plan de Agua Prieta.
Esta de hoy es diferente porque no tiene un significado político, no como conjunto. Y eso hace que resulte difícil de entender, fuera de la retórica de la inseguridad, el crimen organizado, la delincuencia, el Estado de derecho. De hecho, es difícil incluso pensarla como guerra. Sin embargo, se ha desplegado a más de 40 mil soldados y a 30 mil policías federales, a la Marina, y hay una cuenta de bastante más de 100 mil muertos —es decir, que tampoco parece una operación de policía.
Se ha escrito mucho sobre el tema, hay literalmente cientos de libros, la mayoría muy malos, y muchos miles de artículos, informes, diagnósticos, con información a veces detalladísima, con nombres y fechas y motivos. Pero la verdad es que no entendemos todavía lo que ha pasado, lo que está pasando. Sabemos que la tasa de homicidios, por poner un criterio más o menos obvio, se disparó en el año 2008, después de haber estado disminuyendo sostenidamente durante más de dos décadas: el cambio fue repentino, espectacular, absolutamente improbable. Y es sensato suponer que eso tenga algo que ver con la nueva política de seguridad del gobierno federal a partir de 2007; digámoslo con toda precaución: es sensato suponer que tenga algo que ver. El resto es mucho más turbio.
Las actas del Ministerio Público se refieren a los pleitos del Chereje, el Tilo, el Pluto, el Cepillo y la Puerca. La policía presenta cada tanto organigramas y mapas en que se muestran las rutas, las plazas, las áreas de influencia de los cárteles. Y hay empresas de consultoría, y académicos, que a partir de eso pueden hilvanar la interminable historia de las luchas de Sinaloa con el Golfo con Los Zetas con el Pacífico. De vez en cuando, como si de la nada, aparecen nuevos, poderosísimos grupos delictivos que se dice que son escisiones o filiales o derivaciones de otros —Los Rojos, Los Tequilas, Los Ardillos, Los Granados. El relato es cada vez más elaborado, exuberante, retorcido y barroco, pero no más convincente (a menos que uno estuviese convencido de antemano).
Insisto: como conjunto, no tiene un significado político. Pero en el horizonte local de la Montaña de Guerrero, de la cuenca del Tepalcatepec, en la sierra de Durango, en los Llanos de San Fernando, es otra cosa, es una guerra civil como suelen ser todas: episódica, desordenada, confusa. Es una competencia cotidiana, enconada, por el control de recursos económicos, políticos e institucionales, de la que nadie o casi nadie puede estar enteramente fuera. Por eso aparecen cada tanto esas alianzas más o menos extravagantes del crimen organizado con mineros, transportistas, madereros, alcaldes, sindicalistas, empresarios de la construcción.
El significado político nacional, la lucha por el Estado, digamos, actúa como fuerza centrípeta para ordenar la violencia. Sin eso, los conflictos se multiplican, a escala cada vez menor —hasta la rebatiña por cosas que de lejos resultan incomprensibles.
Es claro que esos sujetos, esos vínculos, existían antes de 2008. Había pandillas y empresarios tramposos, explotaciones mineras clandestinas, mercados ilegales, transportistas abusivos, guaruras, ejidos con problemas de límites, empresas de seguridad privada, y había estructuras informales de poder local que trenzaban esos intereses. Y había conflictos que se resolvían a veces de manera violenta, o con la amenaza de la violencia. No es fácil saber lo que ha cambiado. La retórica del gobierno federal, la que prefieren los medios de comunicación, supone que lo de antes era sencillamente la complicidad con el crimen —y esto, la guerra, o sea, el Estado de derecho. Se puede imaginar que es algo más complicado.
La definición oficial tiene consecuencias. En la práctica, significa una repentina, radical deslegitimación de formas de poder social, que no por eso desaparecen: es fácil imaginar un muro, para separar al crimen de la gente decente, es relativamente fácil enviar al Ejército a levantar materialmente ese muro, pero es mucho más difícil lidiar con las consecuencias. Las relaciones entre todos los actores se tensan, desaparecen las mediaciones habituales, y nada está claro, las prácticas cotidianas (cruzar la frontera, vender piratería, explotar una mina ilegal, talar madera, organizar el mercado callejero) se vuelven vidriosas, inciertas. Nadie está seguro. Y no es fácil reconstruir el poder local, otro poder local. Sobre todo porque una vez rotos los vínculos sólo se puede imponer la autoridad mediante la presencia física —y es la presencia física del Ejército, intermitente, y la de todos los demás actores armados.
Se produce una especie de regresión política (regresión o progreso) hacia formas de orden muy elementales, que dependen muy inmediatamente de la violencia.
La guerra cumple 10 años. Pero es sólo un momento, parte de un ciclo más largo: el último episodio en la lenta transición iniciada en los años setenta, la disolución definitiva del régimen revolucionario, que coincide con la crisis —sin alternativas— del modelo neoliberal. No es posible saber lo que viene a continuación. De momento, la violencia pasa a un ruidoso segundo plano como parte de la nueva normalidad.
En buena parte del país el efecto básico de la guerra ha sido la destrucción del orden local (un orden, digámoslo, con frecuencia inicuo, decadente, indefendible). Pero eso es lo que hace cualquier guerra civil. En el plano nacional, donde todavía podemos incluso hacernos la ilusión de que no estamos en guerra, también ha tenido consecuencias serias. Subrayo tres.
La primera, el nuevo lugar de las drogas. Siempre ha habido producción, venta, consumo, contrabando, y ha habido historias más o menos folclóricas del narcotráfico. Esto es otra cosa. Es nuevo el intenso moralismo del lenguaje oficial, el tono dramático con que se anuncian los esfuerzos inauditos que se hacen para que la droga no llegue a tus hijos. Pero es nueva también, nueva para nosotros quiero decir, la fantasía de la amenaza global del narcotráfico y del poder ilimitado de los “cárteles”, las ganancias de cientos de miles de millones —¡la mitad del producto nacional! (quién inventará esas cosas). En conjunto, nuestra obsesión con las drogas se parece cada vez más a la de los gringos. Es sabido, indudable, público, que la prohibición ha sido un fracaso sin atenuantes, no se ha conseguido con ella nada de lo que se propuso como justificación, y los efectos colaterales han sido verdaderamente monstruosos. El contraste es tan escandaloso como para pensar que esos efectos colaterales no hayan sido del todo impensados —no pueden serlo ahora, desde luego. Es claro que las otras estrategias han sido mucho más eficientes, las que se emplean para controlar las drogas de uso cotidiano (alcohol, tabaco), o las de uso medicinal (ansiolíticos, sedantes, analgésicos, etcétera). Si se mantiene la prohibición, y la estrategia militar de erradicación, es por otras razones, aquí como en Estados Unidos: la guerra contra las drogas es un mecanismo indispensable del nuevo sistema político.
La segunda consecuencia, el nuevo lugar del Ejército. Nos hemos acostumbrado, rápidamente, y casi sin aspavientos, a la presencia militar en las calles, en las carreteras, como cosa cotidiana. Más todavía: en muchos lugares incluso se pide la presencia del Ejército, se celebra. Es un cambio mayor en términos simbólicos. Pero también en términos materiales, muy concretos: el Ejército está dedicado a desmontar el orden local en extensas zonas del país (en Guerrero, Michoacán, en la sierra de Durango, Sinaloa, Chihuahua, en los estados de frontera), está dedicado a expropiar los recursos de fuerza de todos los demás actores sociales —con el propósito de crear Estado. En ese gambito se juega la partida entera.
La tercera, la nueva degradación de la prensa. En los primeros años de la guerra nuestra prensa descubrió nuevas posibilidades en el negocio del escándalo: las fotos de cuerpos decapitados, cabezas, montones de cadáveres —hasta que a algunos les pareció necesario publicar un acuerdo de moderación. Pero la prensa también contribuyó a cimentar la retórica de la mano dura, el discurso de ley y orden que nunca había tenido audiencia en México —hasta que se publicaron textos que llamaban a crear escuadrones de la muerte para limpiar el país. Finalmente, más que nunca la prensa se ha plegado sobre todo a la fuente policiaca. Es curioso: estamos acostumbrados a que todo se mire con suspicacia, a que no parezcan creíbles ni las cifras del censo, y basta un bufido de un locutor de radio para desarbolar trabajo de décadas del INEGI, y sin embargo los materiales filtrados de un expediente de la PGR se publican todos los días como si fuesen indiscutibles. La prensa se nos llena de las historias del Pato, el Peluco, La Tuta, el Compayito y el Pozolero, como si cualquiera de ellos, y el ministerio público que les toma declaración, tuviesen más credibilidad que cualquier funcionario. Era la sentina del sistema político, la página vergonzosa del periódico —hoy define el orden del día.
La guerra cumple 10 años. Trabajosamente nace un nuevo país.
Fernando Escalante Gonzalbo (imagen/web)
Profesor en El Colegio de México. Su más reciente libro es Historia mínima del neoliberalismo.
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