Reporta la prensa nacional que las fuerzas armadas mexicanas son fuerza para casi todo. Algo de súbito nos hemos tenido que acostumbrar a su presencia cotidiana y muy mayor desde la administración de Felipe Calderón; pero ha sido sólo en esta presidencia que su intervención pública se ha vuelto miscelánea. Me interesa esta diversificación, sin pronunciarme en absoluto sobre el complicadísimo asunto de la seguridad.
Los reportes: las Fuerzas Armadas (FA) construyen y administrarán el aeropuerto Felipe Ángeles, el cual conectarán con el Benito Juárez. Construyen también el aeropuerto de Tulum y recibieron la administración de puertos aéreos en Chetumal y Palenque. Remodelan 32 hospitales y llevarán a cabo la realización del Parque Ecológico en el Lago de Texcoco. Edificarán 2 700 sucursales del Banco de Bienestar, así como viviendas y 248 cuarteles para la Guardia Nacional; custodian las obras de la refinería de Dos Bocas y se harán cargo de tres tramos del Tren Maya.
Por otro lado, como parte del programa Sembrando Vida, las FA equiparían 30 viveros forestales, e instaurarían 33 centros de capacitación para beneficiarios del programa Jóvenes Construyendo el Futuro. Colaboran, además, en remover el sargazo de nuestras costas y vigilan la entrega de las Becas del Bienestar, la distribución de combustibles y el traslado de fertilizantes. Se les llamó para frenar el flujo migratorio de centroamericanos; administrar 10 hospitales para atender la emergencia sanitaria, y para formar parte de las brigadas de vacunación. Recibieron el control de aduanas marítimas y terrestres, y repatriaron los restos de José José…
El dibujo, creo, queda bastante claro: la militarización del país rebasa con mucho los asuntos de seguridad. Más allá de los riesgos que esto pueda suponer, advertidos ya por varios, quisiera detenerme en lo que este fenómeno revela de la manera de gobernar del presidente.
Se gobierna con legislación y administración pública, lo sabemos. El presidente ha de pasar por el Congreso y/o su gran entramado burocrático para implementar una política social, una directriz al sector energético, o un programa de vacunación. Por ello el proceso está sujeto, irremediablemente, a múltiples voluntades. Constantemente hay que convencer, orientar, ajustar, retroalimentar, etc. Es cosa humana que aparezcan ahí las resistencias, tanto las políticas como las burocráticas. Un poco más —es cosa propia de un régimen democrático.
Pero si con esos elementos un gobernante conduce la nave —para retomar la metáfora griega—, las fuerzas armadas sirven para otra cosa. Con las fuerzas armadas se sobrevive o se conquista; se defiende la independencia de la nave. Pero no se le navega… o al menos no de forma democrática.
Porque lo distintivo de la disciplina castrense es acatar. Sus jerarquías, de las cuales ninguno se exceptúa, existen para que su palabra no se discuta, para ignorar sin culpa otras opiniones. Las palabras viajan entre subordinados y disponen de ellos según planes. Por tanto, comunicar no es persuadir, sino imponer; no es conducir como instruir; no es jamás tomar parte en un diálogo, puesto que el subordinado no está en posición de enriquecer un plan. Por ello, cuando Foucault analiza el fenómeno de las sociedades disciplinarias modernas en Vigilar y Castigar, ilustra con los militares la producción de cuerpos dóciles. Cuerpos, sí: en su sentido particular, concreto; pero no hay que perder de vista esa metáfora corporal con que aludimos a nuestra asociación política desde el siglo XVI, según la cual el presidente es la cabeza del Estado. La docilidad de los cuerpos produce un cuerpo dócil.
Ahora bien, si unos están por debajo, para el militar son enemigos quienes están enfrente. Quiero decir que aquí el otro no es un ser digno de legítimo disenso al que quepa conceder un verdadero interés en un bien común a ambos; quiero decir que la prevalencia de uno es contraria a la prevalencia del otro. Por ello el militar no tiende puentes, no colabora con su adversario. Más bien, tiende a despersonalizarlo para poderlo combatir, pues es de locos disparar a un padre o a un hermano, lleno de emociones y memorias, y atento al nombre propio con que lo buscan sus amigos. No, se dispara a un objetivo: al enemigo. Las Fuerzas Armadas desdibujan, deslegitiman: están llamadas a aniquilar. Las armas son para los enemigos, no para la oposición.
Debería, pues, llamarnos la atención que el presidente prefiera gobernar con las FA. Subrayo: gobernar. Más allá de los temas de seguridad, el presidente prefiere cada vez más las instituciones castrenses: para implementar sus programas sociales, para enfrentar una pandemia, para construir los proyectos emblemáticos de la administración. Y es que ahí su palabra se acata sin chistar.
La cosa es más seria, pues el presidente López Obrador no se ciñe a ocupar mucho una institución; sino que adopta su espíritu de manera general. El modo de la imposición se mira en varios ámbitos. Energía, por ejemplo: su política, publicada en mayo de 2020, ya fue criticada por académicos, empresarios y ambientalistas. Fue ya también considerada inconstitucional por la Suprema Corte. Da lo mismo. Ahora avanzará mediante una iniciativa preferente en el Congreso: su partido en la Cámara de Diputados ya acató la voluntad presidencial soslayando el debate parlamentario. Un poco igual que con la refinería de Dos Bocas, el Tren Maya o la política de no-gasto-no-endeudamiento-aunque-perezca-la-economía: existe sólo una visión, y ante su deseo no han de jugar ni trámites ni voluntades —sino responder soldados.
De modo análogo, el presidente sabe sólo deslegitimar a quien tiene enfrente. Las voces que difieren de la suya son todas de reaccionarios, de conservadores, de hipócritas, de corruptos, de mentirosos, de saqueadores que anhelan el contubernio. En una palabra: enemigos. Es un mundo hecho de dos: los que están con él y los enemigos. Enemigos, claro está, de la patria, del bien, de la verdad. No se trata de conciudadanos que también velan por su idea del bien común. No conviene, por tanto, atenderlos siquiera un poco; toca erradicarlos, y esto pasa por deslegitimarlos. Para ello viene a modo la conferencia matutina: jamás un ejercicio de diálogo, pocas veces de información. No hay que ser ingenuos: las mañaneras son, ante todo, un megáfono para dictar verdad y deslegitimar al enemigo.
En El estilo personal de gobernar (1974), Daniel Cossío Villegas escribió que, visto el poder tan amplio de un presidente, es inevitable que lo ejerza de manera personal, no sólo institucionalmente. Hay mucho que pensar sobre los paralelismos entre nuestro tiempo y el de don Daniel. Aquí yo sólo quería decir que el sello propio del presidente López Obrador es el de un estilo militar de gobernar: uno que reconoce sólo obedientes y enemigos, que aplasta, que se obstina y no puede con voces diversas. Su recurso a las FA acaso sólo ilustre estos modos más profundos que no son, por cierto, los propios para ciudadanos llamados a autogobernarse: seres que disienten y a quienes, amén de hablarles, hay que escuchar. No, es el modo al que corresponden soldados: cuerpos dóciles o adversarios.
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