El desconocido que arribó a México en febrero resultó ser un enemigo que se reinventaba cada mes y que ya ha cruzado la barrera de los 100.000 muertos. Oficiales, porque la mortandad es mucho mayor. 100.000 vidas rotas —el octavo país del mundo en fallecidos por millón de habitantes— entre las que se incluyen las de miles de empleados sanitarios: no hay lugar donde hayan perecido más.
México recibió la pandemia con unos servicios debilitados por años de corrupción, pero con la veteranía de haber enfrentado al H1N1 una década antes; la afrontó con un Gobierno reacio a cambiar sus planes de emergencia cuando la situación lo ha requerido y ahora mira al futuro con la esperanza de recibir pronto la vacuna. Un país sumido también en una profunda crisis económica que habla de rebrote vírico, aunque quizá la epidemia nunca perdió la intensidad suficiente para mencionar un renacimiento.
Los últimos días de marzo, cuando México registraba menos de un centenar de “casos importados” de coronavirus y las autoridades sanitarias pronosticaban que la epidemia duraría 12 semanas cuando menos, Gabriela González, una embarazada de alto riesgo, con más de 40 años, llegó al hospital tras haber estado cuidando de su padre, que había enfermado y fallecido el 18 de ese mes. Un día después, fue el velorio y un doctor se acercó a dar el pésame. Todavía nadie hablaba de cubrebocas, de “sana distancia” ni de calles vacías. El virus era una incógnita.
Esa misma semana, el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) había recibido al “paciente cero” de Monclova (Coahuila), un chófer que se contagió en Estados Unidos y que estuvo en contacto con una decena de trabajadores sanitarios, entre ellos el doctor que había ido al sepelio. Alrededor de ocho familiares se contagiaron, incluidos Gabriela y su esposo, Pedro Grande. El 1 de abril ingresaron a la embarazada y dos días después, Grande conoció “por foto” a José Luis, su segundo hijo y el primer bebé que nació en México de una madre con la covid-19. Nunca más volvió a ver a Gabriela. “No te despides, porque no piensas que va a pasar lo que pasó”.
Para el 30 de marzo ya habían fallecido el chófer y el doctor que acudió al funeral. Y explotó el escándalo. A las puertas de los hospitales, los médicos protestaban por falta de apoyo. El personal sanitario está, meses después, exhausto. México tiene otro triste récord: es el país donde más trabajadores de la salud han muerto por coronavirus, al menos 1.320 profesionales, según un informe de Amnistía Internacional publicado en septiembre y aunque médicos y personal de enfermería están acostumbrados a lidiar cada día con la muerte, la pandemia les ha sobrepasado. No hay datos oficiales respecto a la situación actual.
“Están cayendo como moscas”, decía a mediados de abril el gobernador de Baja California, Jaime Bonilla. Se refería al personal de los hospitales. Y no le faltaba razón. En Coahuila, donde murió Gabriela, médicos y enfermeras denunciaron en una carta que no contaban con el equipo necesario para combatir el virus y los días que siguieron se registró un brote masivo en la misma clínica en la que se cruzaron los caminos de la familia Grande González, el médico que se había infectado días antes y el “paciente cero” de Monclova. Esa sucesión de coincidencias desafortunadas se saldó con 26 trabajadores sanitarios contagiados, según las autoridades, y decenas de casos que convirtieron una pequeña ciudad de 230.000 habitantes en la mitad del desierto en la zona con más casos de ese Estado en la primera fase de la epidemia. “No fue un descuido ni una irresponsabilidad, simplemente nos llegó”, recuerda Grande.
Llegado el otoño, con todas las predicciones de fin de pandemia fallidas, los equipos están ya exhaustos y su salud mental muy resentida. La segunda semana de noviembre, el Hospital Juárez en Ciudad de México empezó con nueve pacientes en la UCI y terminó con el doble. Gabriel Reyes, el jefe de Emergencias, detalla que en un día malo de mayo ingresaban unos 10 pacientes por coronavirus, una cifra que ahora se ha triplicado por la reanudación de actividades no esenciales, la llegada del frío y el relajamiento de la población. “Tenemos más trabajo que antes”, afirma Reyes.
El personal del hospital repite una y otra vez seis palabras: “El pico del Día de Muertos”. Antes fue el pico del Día de la Independencia, el del Día de las Madres, el del Día del Niño. Cada festivo y cada puente se ha saldado con un aumento de los contagios. Pero el efecto no es automático. Se refleja aproximadamente 15 días después, que es lo que tarda en incubarse y complicarse la enfermedad. Los trabajadores ya anticipan resignados el pico del Día de la Revolución.
Las conferencias diarias del subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell, el hombre al frente de la pandemia, dejan, sin embargo, cierta sensación de sosiego. Una de las palabras fetiche en todos estos meses, sigue repitiéndose: “meseta”, ese camino plano que dibuja la curva pandémica en las gráficas oficiales, lejos de los picos que sobresaltan a la población. Y mientras se repite “meseta” como se manosea un amuleto, algunos Estados entran de nuevo en fases de máximo riesgo —Chihuahua y Durango, Ciudad de México está al borde— y los hospitales enfrentan una ocupación de camas covid como no se conocía hasta ahora.
¿Dónde está el truco?
“Ciudad de México es la que está manteniendo esa meseta de la que habla el Gobierno, porque otros Estados no tienen una población tan representativa. Pero lo que la explica, sobre todo, es el retraso de la información que se presenta cada día en la conferencia de prensa, lo que da una apariencia de normalidad”, señala la analista de datos Varenka Rico. No entra en si esa forma de graficar los datos es deliberada o debida a la dificultad de ir procesando la información de zonas alejadas, “pero el 20% de los fallecidos aparecen en la gráfica con dos o tres semanas de retraso sobre la fecha de ocurrencia, y eso es así desde agosto”. No son datos falsos, pues, pero al estar repartidos en el tiempo se evitan picos altos. “En otros países la gráfica se dibuja con las fechas exactas de los decesos, lo que permite evaluar bien la situación”, sigue Rico.
Con los contagios ocurre lo mismo, se difieren por semanas. “Juegan con los tiempos y así las gráficas no se disparan al cielo”. “Los contagios los señalan por la fecha de los síntomas, días atrás de tener la enfermedad confirmada, por eso la gráfica aparece con una tendencia a la baja. Los datos no son mentira, pero la gráfica refleja un panorama engañoso. En la base de datos de la OMS o de la Universidad Johns Hopkins la gráfica refleja los días exactos”, afirma Rico.
“Mis dos hermanos y yo nos enfermamos, pero donde me atendieron nunca me dieron un papel que confirmara el contagio y estoy seguro de que solo el mayor, que se puso más grave, entró en las estadísticas”, asegura Eduardo Flores, un vecino de Ecatepec de 43 años. El baile de datos en México ha sido uno de los síntomas más acusados de la pandemia y a estas alturas, la población muestra ya signos de descreimiento en la información oficial. Un día se supo que muertes antiguas se sumaban a los fallecimientos del día, de tal forma que no podía saberse cómo evolucionaba a diario la situación. Más adelante se añadieron a los datos oficiales de muertes por covid aquellas que carecían de pruebas, pero presentaban signos inequívocos a juicio de los médicos que certificaron la defunción, tanto en los hospitales como en casa. La verdad asomaba su cara más amarga: unos morían sin compañía en los hospitales, pero miles lo hacían con asfixia en sus casas.
La sobremortalidad era un hecho que el subsecretario reconoció en una entrevista para el Washington Post en verano, semanas después de haber acusado a los medios de comunicación de falsear la realidad en sus reportes. Iniciado julio, López-Gatell admitió que México lamentaría tres veces más muertes que las que se notificaban a diario. Las primeras comparaciones con los decesos de años anteriores dan por buenos esos cálculos. En verdad, el país no está ante el fatídico hito de 100.000 muertos. Multipliquen. El Gobierno ya se ha lanzado a defenderse acusando a los medios de lucrarse utilizando la cifra simbólica de los 100.000 muertos.
En la columna de los errores, algunos mensajes no han contribuido a paliar la catástrofe: al principio de la pandemia, los voceros insistían cada día en que la gente aguantara en casa lo más posible el malestar de la enfermedad para no saturar las urgencias. Pronto se vio que miles de muertos no alcanzaban el hospital o se morían a sus puertas, y el mensaje ha cambiado, ahora se recomienda acudir cuanto antes. La gente llega tres días después de los primeros síntomas. Es muy tarde, dice el Gobierno ahora.
Susana Chávez, de 52 años, tiene familia en todo el país y cuenta que más de 30 parientes se han contagiado y tres han muerto por coronavirus. Es la misma proporción que aqueja a México: más de un millón de casos confirmados y más de 100.000 defunciones. Ella tuvo más suerte. Fue dada de alta a finales de octubre de un hospital del Instituto de Salud para el Bienestar, la apuesta del presidente Andrés Manuel López Obrador para atender a la población sin seguro médico. Chávez no podía pagar un hospital privado, donde el costo promedio de hospitalización por cada infectado es de un millón de pesos (50.000 dólares), según la Asociación Mexicana de Instituciones de Seguros. Además, como vive en Zimapán, una pequeña comunidad de menos de 40.000 habitantes en el Estado de Hidalgo, hacerse una prueba suponía viajar más de tres horas hasta Tecámac, en el Estado de México.
Las pruebas, tan reclamadas por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y a la que tantos países han llegado tarde, han sido uno de los puntos flacos, casi famélicos, de México, encastilladas las autoridades sanitarias desde un principio en que no eran útiles en fases medias o avanzadas de los contagios. Esta obcecación ha obligado, a decir de algunos expertos, a seguir a ciegas el curso de la enfermedad. Los 475 centros centinela, creados antaño para rastrear cada temporada la incidencia de la influenza, se sumaron al rastreo del SARS-CoV-2, pero los analistas de datos nunca le han encontrado gran utilidad. México sigue teniendo una positividad altísima, que ronda el 40% debido a que apenas se testea a quienes muestran un contagio evidente. Se hacen pruebas a uno de cada 10 que presentan síntomas. Según la OMS, si un país presenta más de un 10% de ciudadanos sospechosos que dan positivo es que no se están efectuando las pruebas suficientes. Y si la positividad está por debajo del 5%, la epidemia puede considerarse bajo control.
El centinela se presenta hoy como un modelo agotado, también porque muchos ciudadanos no se acercan a hacerse pruebas por miedo al contagio, algo que debilita la estadística. Tan es así que algunos Estados, sin estridencias, han ido incorporando sus propios modelos de detección. Ciudad de México, por ejemplo. “Esta pandemia se ha mostrado, con el tiempo, diferente de otras. En Ciudad de México monitoreamos su avance o retroceso a partir de las hospitalizaciones y elevando el número de pruebas drásticamente, que ahora supone el 40% de todas las que se efectúan en el país, cuando tenemos un 8% de la población”, detalla Eduardo Clark, director general de Tecnología e Inteligencia de Ciudad de México. Al día, asegura, se toman unas 7.500 PCR y en breve empezarán con las de antígenos, más rápidas. Además, se han implementado 80 quioscos ambulantes para acercar los tests a la población más vulnerable. A los que dan positivo les han ofrecidos ayudas y víveres para que permanezcan en casa un tiempo. La situación de la capital, donde radican los grandes laboratorios, ha facilitado, dice Clark, este progreso en los tests para el que se apoyan en el Gobierno federal (con unas 1.500 pruebas al día) y en los institutos científicos federales.
La ventaja que para los recursos médicos supone la concentración, se vuelve fatal cuando se trata de población. En las periferias se hacinan millones de habitantes con fuertes carencias que no ponen fácil el combate al virus. A esa dificultad achacan en buena medida el incremento de los ingresos hospitalarios, que mantiene en vilo a la jefa de Gobierno, Claudia Sheinbaum, también contagiada de covid. Sin embargo, no son pocos los que ponen de ejemplo la gestión de la crisis en la capital y su área metropolitana, en comparación con la del Gobierno federal.
La OMS y México han compartido sin fisuras durante esta pandemia algunos mensajes clave, como la inutilidad de multiplicar las pruebas ante un contagio masivo. Después, la organización internacional dio un viraje e insistió en avanzar en los tests a la población ante los contagios que se producían a partir de personas asintomáticas. “La OMS ha cometido un error. No basta decir que se hagan muchas pruebas, hay que especificar cómo, dónde, a quiénes, cómo involucras a la población. Sus indicaciones no han sido suficientes”. Jorge Ramírez, médico epidemiólogo adscrito a la Facultad de Medicina de la UNAM, opina que las pruebas, muchas o pocas, “deben acercarse a los más vulnerables, algo que se ha hecho, aunque tarde, en la zona conurbada de la capital de México y que no se ha enfatizado suficientemente a nivel federal”. Aunque los últimos datos del Gobierno indican que se han visitado 2.300.000 viviendas y de los 196.000 atendidos, algunos con síntomas 1.353 fueron enviados al hospital.
Con 40 años de formación epidemiológica y algunos de ellos a ras de tierra, Ramírez considera que el mensaje político federal es demasiado científico y poco apegado a la gente. “Se han apoyado en grupos científicos que son de prestigio, sin duda, pero todas esas proyecciones no deberían haberse vinculado al mensaje del vocero. En una enfermedad nueva no se pueden hacer esas proyecciones y ofrecerlas al público, porque han fallado y se ha perdido la confianza”, asegura. Sonadas han sido las diversas previsiones de muertes y de semanas de duración de la pandemia que ha barajado el Gobierno.
Ejemplo de esa disociación entre el mensaje científico y el popular o político, es para Jorge Ramírez, el uso del cubrebocas. Se han necesitado bueyes tirando para que el subsecretario se lo pusiera, como aparece ahora cada tarde en la televisión. Su discurso sobre la eficacia de la mascarilla nunca se salió de los parámetros médicos hasta ahora aceptados (sirve para los enfermos, no para los sanos, y un mal uso puede ser contraproducente). Pero el coronavirus ha demostrado una efectividad de transmisión aérea desconocida. También la OMS, aliada incondicional de México en este extremo, necesitó que los científicos aporrearan su puerta para convencerse de que el uso de la mascarilla, sobre todo en lugares cerrados y el transporte público, era definitivo para atajar contagios. De nuevo los asintomáticos estaban en el punto de mira. “Ciudad de México no entró en esa polémica científica, se pusieron el cubrebocas y ya está, era una medida popular y sencilla, ¿por qué discutirla tanto? Claudia Sheinbaum siempre lo ha llevado”, una imagen a la que los más rancios dirigentes de medio mundo se han resistido.
“La verdad es que todavía, a estas alturas, hay muchísima gente que cree que el virus es un chisme del Gobierno y no toman conciencia hasta que les toca”, explica María Teresa Gómez, una comerciante de 49 años en Iztapalapa, en el oriente de Ciudad de México, la zona con más casos de coronavirus en el país. “Muchos no traen cubrebocas, sobre todo los niños, es como si los papás creyeran que sus hijos son de hule”, dice Gómez, proféticamente, segundos antes de que tres muchachos con la cara descubierta corran disparados frente a su juguetería, aprovechando los pasillos vacíos del mercado de Santa Cruz Meyehualco. El uso del cubrebocas es también escaso en otros territorios de varios Estados. No tanto en los barrios pudientes de cualquier ciudad, más vigilados y donde la población ha manifestado una responsabilidad y una voluntad de protección y autoconfinamiento que muchas veces ha agradecido el Gobierno públicamente, partidario como ha sido en todo momento de no perseguir ni sancionar al ciudadano, en el buen entendimiento de que las capas sociales de México y sus acuciantes necesidades no pueden compararse con las de otros países. Los datos económicos espantan tanto como el virus.
No es para menos. La pandemia ha agravado una economía que ya llevaba décadas con tasas de crecimiento mediocres. En el tercer trimestre de este año, la economía rebotó un 12%, pero venía de una caída del 17% en el periodo anterior, arrastrada por la imposición a los negocios de las medidas de confinamiento más estrictas. Tras una década de reducción moderada en los niveles de pobreza, la crisis del coronavirus amenaza con borrar los avances. Casi 11 millones de habitantes corren el riesgo de caer en pobreza extrema debido a sus magros ingresos, según un análisis del Consejo Nacional de Evaluación de la Política Social de mayo. Se teme que los 21 millones de personas que vivían en esa situación en 2018 se eleven a más de 31 millones, en el peor escenario que contempla el organismo.
El confinamiento y la crisis económica resultante han originado la pérdida de 12 millones de empleos, tanto en la economía formal como informal, esta última da cobijo a cinco de cada diez trabajadores de estratos muy desfavorecidos. De estos, se ha recuperado alrededor del 65%, tras la reapertura gradual de los negocios. El empleo formal ha sido más lento. En octubre, se añadieron 200.000 nuevos puestos de trabajo y ya suman un total de 400.000 recuperados desde el verano. Es menos de la mitad del 1,1 millón perdido al inicio de la pandemia. La posibilidad de un recrudecimiento de los contagios mantiene a los Gobiernos locales en estado de alerta y algunos ya han endurecido las restricciones a los comercios tras meses de relajamiento.
La actuación del Ejecutivo federal ha recibido críticas por la parquedad de los apoyos a empresas y trabajadores, mientras no ha tocado los presupuestos de sus programas prioritarios. De los países emergentes, México es el que menos recursos ha destinado a su paquete anticrisis. La principal medida ha consistido en el otorgamiento de microcréditos a pequeñas y medianas empresas, pero no ha habido estímulos fiscales y tampoco se han presentado nuevos apoyos para trabajadores que han perdido su puesto de trabajo. El presidente ha anunciado este mes indemnizaciones para las familias con víctimas mortales de la covid.
“Llega un código máter sin ventilación mecánica”, alerta la jefa de enfermeras en la UCI del Hospital Juárez en Ciudad de México. “Preparen la cama 19, por favor”. El aviso de Sandra Salas, el jueves 12 de noviembre, pone en guardia a los médicos ante una emergencia obstétrica. Se trata de una mujer embarazada que tiene coronavirus y que fue enviada un día antes desde el Instituto Nacional de Nutrición Salvador Zubirán, uno de los centros médicos más prestigiosos del país. Pero ya no había espacio para atenderla ahí.
Minutos más tarde, la mujer es trasladada a toda prisa en una camilla cubierta con una burbuja plástica e ingresada en terapia intensiva. La covid-19 no solo afecta los pulmones, también los riñones, y causa problemas en la coagulación, por lo que el feto sufre más que en un parto normal. No hay estudios que demuestren la transmisión madre-hijo a través de la placenta, pero el bebé nacerá en un ambiente rodeado por el virus. “Puede pescarlo de inmediato”, explica Luis Antonio Gorordo, el especialista a cargo de Terapia Intensiva, donde el recién nacido pasará sus primeros días de vida.
La tercera causa de muerte en México
Gorordo cuenta más de 30 embarazadas con coronavirus que han llegado hasta la UCI tan solo en ese hospital desde el inicio de la pandemia. El virus ya es la principal causa de muerte materna, según el Instituto Nacional de Perinatología, y está entre las tres principales causas de muerte del país, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía.
“Estamos atascados, la gente no para de llegar”, admite Claudia Molina, una de las enfermeras que atiende la emergencia. “Hay un desgaste muy fuerte, la mayoría de la población ha dejado el confinamiento, pero nosotros seguimos aquí y no hay sustitutos para el personal de salud, nadie viene a relevarnos”, explica una hora después el doctor Reyes. Tan solo en ese lapso, los pasillos del hospital se paralizan cuatro veces por el traslado de personas con covid-19.
Desde principios de junio pasado, cuando el Gobierno anunció la vuelta a la normalidad con la reanudación de actividades económicas, el sentimiento generalizado era que lo peor había quedado atrás. “Cuando se escucharon frases como ‘se ha domado la pandemia’ o ‘se aplanó la curva’, la gente se relajó mucho más, pensó 'no pasa nada”, apunta Gorordo. Opina que sí se ha logrado controlar la epidemia, pero en una parte muy alta de la curva, todavía con muchos contagios.
Por comparar con otros países, una opción a la que el Gobierno mexicano recurre a menudo y a su favor, naturalmente, España concluyó el estado de alarma nacional el 21 de junio, cuando las muertes al día rondaban la veintena. Tiempo después siguieron bajando hasta contar apenas una o dos al día. Y no es precisamente el país con la gestión más eficaz, a pesar de tener un sistema sanitario, aunque debilitado, muy sólido. Y universal. El personal médico y de enfermería ha agotado todas las lágrimas en estos meses. En México, también. Víctimas, como en todo el mundo, de crueles ataques en la calle, primero, y convertidos en héroes después.
La enfermera Alejandrina Kantún, de 34 años, está cansada de que la gente le llame heroína, porque no lo es, dice, pese a su esfuerzo por seguir atendiendo a pacientes de covid-19 en el Hospital Regional de Alta Especialidad de Yucatán. “Es mucha la responsabilidad que nos están echando. No somos héroes, somos seres humanos que estamos sufriendo, es muy deprimente ver a tantas personas morir. Nunca te acostumbras”. A medida que el interés por la pandemia se ha ido apagando, el desgaste ha alcanzado a las batas blancas. Kantún ha visto morir a cuatro compañeros y a cientos de pacientes.
Estuvo al lado de muchos enfermos antes de morir y compartió con ellos cartas y mensajes de sus familiares. “Empecé a ir a terapia desde abril, porque llegó un momento en que no quería ir a trabajar. Cuando no tenía insomnio, me asaltaban las pesadillas. Ponerme el equipo de protección me producía ansiedad. Sentir el sudor, la comezón y no poder rascarte dentro del traje es desesperante”. “Bajé de peso, dejé de comer por el temor a ir al baño y contaminarme al sacarme el equipo. Empecé a comprarme pañales para no ir al baño. ¿Sabe lo que es eso? Te sientes sucia, es horrible. Pero no tenía otra opción”.
Miles de médicos y enfermeras han requerido de atención psicológica para continuar su labor en los hospitales. “Empezaron a tener cansancio, dolores de cabeza, insomnio, fallas de atención y de memoria para después pasar a la ansiedad, la obsesión y la fatiga por compasión, que tiene que ver con un agotamiento ante una situación inevitable de no poder ayudar porque te rebasa la enfermedad”, explica el doctor José Ibarreche del Hospital de Psiquiatría Fray Bernardino Álvarez, en Ciudad de México. “El estrés y la desesperanza constantes acaban por desarrollar padecimientos más severos como trastornos de ansiedad o depresión”, puntualiza el psiquiatra.
Depresión y hartazgo, la cara oculta de la pandemia
Desde que comenzara la pandemia, el Hospital Fray Bernardino ha dado atención psicológica gratuita en línea a miles de trabajadores de la salud y puso a disposición de la población el teléfono de la vida 800 911 2000 para dar acompañamiento a quien lo necesitara. “Hemos atendido a 253 sanitarios que requirieron atención de tercer nivel, es decir, hospitalización por intentos de suicidio, brotes psicóticos, depresión y complicaciones por consumo de sustancias. Lo mayoritario han sido crisis de pánico o ansiedad. Al comienzo de la pandemia, muchos de ellos permanecieron en el hospital dos meses sin salir ni ver a su familia”.
Kantún teme que el virus la condene a morir sola, como ha visto a tantos. “Tomo antidepresivos porque dos meses después de empezar la pandemia me diagnosticaron depresión, coincidió con que tuve que mandar a mis hijos fuera de casa porque me daba miedo contagiarlos. No puedo dejar mi trabajo porque ellos dependen de mí”. Gana al mes 14.000 pesos (685,5 dólares). El sueldo de las enfermeras es de los más bajos del sector, la mitad o menos de lo que gana en promedio un médico. Los hospitales no están mucho mejor. “Llega el punto en que les decimos a los familiares del paciente que tienen que ser ellos los que compren los medicamentos porque tardan en reponerlos”, dice Kantún.
El pasado 12 de octubre cuando empezó a tener problemas para respirar, Bonifacio Estrada, de 68 años, fue llevado por su familia al Hospital HMG Coyoacán, un hospital privado al sur de Ciudad de México, pero la familia no podía permitírselo: “Nos pidieron de inicio 30.000 pesos por entrar por urgencias y después 250.000 pesos por día”, cuenta su hija Mariana Estrada.
Esa noche la familia emprendió un peregrinaje por varios hospitales de la ciudad, mientras el tiempo de Bonifacio se agotaba. Primero fueron al Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias, pero el hospital público estaba saturado al 100% de su capacidad y solo pudieron ponerle oxígeno y hacerle unas placas. Finalmente, Bonifacio Estrada acabó en el Hospital de La Raza del IMSS. "Mi padre abrió sus ojos grandes y dijo: ‘No, ahí no quiero ir porque los matan’, recuerda destruida su hija. “Pero, ¿qué íbamos a hacer? Ahí nos dijeron que estaban los mejores especialistas”, recuerda. El padre de Mariana falleció cinco días después por un paro broncorespiratorio. “No me perdono no haber tenido el suficiente dinero para pagar un hospital privado a mi papá”, se lamenta la mujer con la voz rota.
En el IMSS, ocho de cada diez pacientes que terminan en la UCI mueren, según datos oficiales. “No es anormal, pero es un reflejo de la situación nacional”, comenta Gorordo, del Juárez, y señala como factores determinantes la falta de personal especializado y de preparación en la reconversión de los hospitales, así como las enfermedades que agravan la covid-19, como la diabetes y la hipertensión, que afloran en uno de los países más obesos del mundo, según organismos internacionales. Hubo también una curva de aprendizaje. En el Hospital Juárez, en mayo, el 70% de los enfermos de Terapia Intensiva falleció y ese porcentaje bajó hasta el 30% en octubre. En dos hospitales privados en Hidalgo, en cambio, ningún paciente salió vivo.
Estos datos no solo reflejan la mortalidad en el país, también dan cuentan de un sistema de salud fragmentado y marcado por la desigualdad. La atención médica ha estado históricamente condicionada por la posición económica, social y laboral. Tan solo en el sector público hay hospitales para trabajadores del Estado, para empleados del sector privado, para militares, para marinos, para personas que laboran en el ámbito petrolero. En 2018, 71 millones de mexicanos no tenían cobertura sanitaria, según datos oficiales.
A pesar de todo, uno de los aciertos del Gobierno mexicano en esta pandemia, refieren los expertos, ha sido la conversión hospitalaria, es decir, el despliegue y adaptación de los hospitales antes de que llegara el tsunami, lo que ha ofrecido estadísticas de camas ocupadas moderadas y solo desbordes puntuales. en los últimos días han renovado el convenio con los hospitales privados lo que ha permitido aumentar el número de camas para covid en 150 más. Y se han incrementado también en los Estados que ahora pasan por su fase más crítica.
Pero el espectáculo ofrecido entre las autoridades federales y los gobernadores de los Estados, no ha sido el más edificante. En numerosas ocasiones, el consenso crucial que requiere una pandemia se ha quebrado con disputas políticas acerca de su abordaje. Cuando se diseñó el semáforo epidemiológico, un sistema de cuatro colores por el que tienen que transitar los territorios hasta volver paulatinamente a la normalidad, empezaron las peleas. Los afines al Gobierno han manifestado su desacuerdo más discretamente, pero los de signo contrario no se han callado un ápice.
El Consejo de Salubridad General se creó en 1917 con el respaldo de la Constitución mexicana y aún existe. Es un organismo que otorga al presidente capacidad de comandante en jefe en situación de catástrofes y emergencias, también sanitarias, como una pandemia. “Apenas se ha convocado dos o tres veces. Y es ese organismo el que debería haber gestionado la pandemia, en busca de decisiones firmes y acatadas por todos. En esa mesa están los secretarios [ministros] y representantes estatales”, empieza el epidemiólogo Jorge Ramírez. Opina que el vocero del Gobierno, López-Gatell, ha cargado demasiado peso, “y le desborda”. “Creo que los gobernadores hubieran tenido más interacción con el Consejo que con una sola persona”. Un organismo del que emanen decisiones unánimes. “Creo que estamos a tiempo de recuperar la unidad en todo el país”, afirma.
El semáforo que marcó la vuelta a una normalidad muy precoz, como se demuestra tristemente cada día, ha sido uno de los elementos más polémicos, en efecto. Y más variables. Los criterios para colorear el mapa han causado muchas tensiones y quién sabe si trampas para ir abriendo las economías antes de tiempo. Es casi imposible asegurarlo, porque faltan muchos datos públicos. Para empezar, esos criterios, que empezaron siendo cuatro o seis, ahora son 10 y sobre ellos el Gobierno parece guardar un estricto secreto. Al menos no responden cuando se les pregunta. Pero aquí están: tasa de reproducción efectiva (tendencia de casos); tasa de incidencia de casos estimados por 100.000 habitantes (ambas sujetas a la ya mencionada falta de pruebas diagnósticas, que no es igual en todo lugar); tasa de mortalidad por 100.000 habitantes; tasa de hospitalización por 100.000 habitantes; porcentaje de camas generales ocupadas y de camas con ventilador ocupadas (en muchos Estados se desconoce cuántas hay en total o si van cambiando, lo que impide tener una referencia); tasa semanal de positividad; tendencia de casos estimados por 100.000 habitantes (mide la velocidad de cambio); tendencia de mortalidad por 100.000 habitantes y tendencia de casos hospitalizados por 100.000 habitantes. Un galimatías de difícil transparencia pública que impide a los analistas determinar si las cosas se están haciendo bien o quién las hace mejor o peor. Faltan muchos datos, se quejan.
Más fácil ha sido para los periodistas, encargados de contar lo que pasaba dentro y fuera de los hospitales, recurrir a su propia mirada y a los testimonios de las víctimas. La vida y la muerte se han estado cruzando en todo es tiempo. Muchos niños han nacido bajo las balas víricas, pero en México también han muerto más que en otros países: hasta 268 menores de 14 años. En Reino Unido, por ejemplo, no hay fallecidos por debajo de los 20.
Después de ocho meses de pandemia y cuando creíamos haberlo visto todo, el virus sigue revelando facetas desconocidas. El coronavirus se presentó como un padecimiento súbito y letal, pero han surgido los primeros casos de pacientes con síntomas prolongados, que llevan meses con dolor de cabeza intenso, pérdida del olfato y el gusto, dificultad para respirar, tos persistente, fatiga y cansancio extremo. Casos de larga duración que ya no están infectados, pero que siguen en un limbo de molestias, como Adrián Leonardo o Laura Mancilla. Los médicos todavía no saben por qué no logran recuperarse del todo, muchos de ellos temen convertirse en enfermos crónicos o quedar con secuelas físicas y psicológicas irreversibles.
“Es como ser el apestado, te ves obligado a decir que ya no tienes el virus aunque lo parezca. Soy joven para morirme, pero no dejo de pensar en ello”, dice Leonardo, de 37 años. “He gastado más de 60.000 pesos (3.000 dólares) y ya no tengo más ahorros, así que no puedo seguir tratando de dar con mi diagnóstico”, dice Mancilla, de 38 años, que lleva siete meses con problemas para respirar y sentencia: “Esto es hasta donde el bolsillo te alcance”.
Mientras, la población entera, con y sin batas blancas, sigue esperando una vacuna como el maná. México perdió el empuje internacional que tuvo hace décadas en ese ámbito y ahora su territorio es más bien un campo de ensayo para las grandes multinacionales. “Esta pandemia tiene que ser un parteaguas generacional, necesitamos estar preparados porque ya no podemos hablar de ‘si esto va a pasar’, es más bien 'cuando pase otra vez”, afirma Gorordo, del Juárez. Serán estos niños que hoy nacen los que marquen las pautas de lo que viene y los que empujen más allá de lo que se ha hecho hoy.
“Fue un milagro, nunca les había tocado atender a un recién nacido en esas circunstancias y varios días estuvo muy malito, afortunadamente no se contagió”, afirma Grande, el padre de José Luis, que pasó los primeros 18 días de su vida en observación médica. El bebé que nació con la pandemia acaba de cumplir siete meses y ya le da por gatear. “Él fue la alegría más grande en el peor momento de mi vida y el bálsamo que me dio otra vez un empujón para no dejarme caer”, afirma el padre, que se ha refugiado en la religión y en los recuerdos que Gabriela dejó en redes sociales. Lidiará con el dolor, preparará otra vez los dulces de nuez que a su esposa le gustaba vender para Navidad y buscará sacar a sus niños adelante. “Quiero que mi hijo sepa quién era su madre y trato de decirle siempre a mi otra hija que en José Luis vamos a ver a su mamá”, dice antes de colgar el teléfono. “Esta es nuestra nueva realidad”.
Autores.-ELÍAS CAMHAJI|ALMUDENA BARRAGÁN
|JON MARTÍN CULLELL|CARMEN MORÁN BREÑA|JORGE GALINDO
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