Una vez más, el presidente Donald Trump puso de cabeza al gobierno mexicano.
Una declaración a un comentarista ultraconservador, su amigo Bill O’Reilly, donde afirmó que designaría como “terroristas” a los cárteles de la droga, metió al presidente Andrés Manuel López Obrador y al secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, en un torbellino. Fue un golpe por debajo de la línea de flotación de un gobierno con el cual dice López Obrador mantiene una extraordinaria relación, que es auto infringido. Hace más de un año está esa discusión en Estados Unidos –que ignoraron hasta ahora-, y que está en línea con la crítica permanente de Trump, que lo que está haciendo el gobierno para controlar la violencia de los cárteles, no sirve para nada.
La declaración de Trump es reciclada. El pasado 12 de marzo, Trump concedió una entrevista a los editores de Breitbart News, en medio de la crisis de migración con México, donde reveló que su gobierno estaba pensando “seriamente” en designar a los cárteles mexicanos como “terroristas”. En la entrevista con O’Reilly, inmersa en el contexto del juicio político al que quieren someterlo en el Capitolio en vísperas de iniciar la campaña presidencial, Trump dijo que llevaba tres meses analizando esa reclasificación. No obstante, diplomáticos consultados en Washington dijeron que ni la Casa Blanca ni el Departamento de Estado estaban enterados de lo que planteó el presidente. Es decir, como muchas cosas que hace, fue una posición no analizada, revisada o planificada.
Sin embargo, por espontánea que sea la declaración, el gobierno mexicano no puede minimizarla. Si su reacción inicial fue confusa –como el comunicado de la Secretaría de Relaciones Exteriores el martes-, o principista -como la de López Obrador y Ebrard-, tiene que ubicarse en las circunstancias que vive Trump para atajar sus amenazas. Como en el caso de la imposición de nuevos aranceles en mayo, pese a que en aquella ocasión la respuesta mexicana fue de pánico al acceder a sus pretensiones sin revisar lo que habían hechos gobiernos anteriores ante situaciones similares, se tiene que visibilizar el problema, elevando los costos políticos que una decisión de esa naturaleza conllevaría.
La cancillería mexicana sabe los antecedentes y las conclusiones sobre esta propuesta, discutida desde el año pasado en Washington, donde después de analizar una vez más –el gobierno de Barack Obama se lo propuso a los presidentes Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto- la reclasificación de los cárteles de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación, que al considerarlos el Departamento de Justicia como dos de las principales amenazas para la seguridad nacional de Estados Unidos cumplen con la tipología, fue desechada. Esto le sirve para sus argumentaciones privadas con la diplomacia estadounidense, pero públicamente tiene que desarrollar una estrategia pública.
Si Trump tiene el respaldo político o diplomático para hacer la reclasificación –se requiere el dictamen del Departamento de Estado, del de Justicia y de el Tesoro- en este momento, es irrelevante. El proceso, después del primer análisis jurídico y financiero que se tiene que hacer, demora únicamente siete días, y aún si no lo tuviera, el gobierno de Estados Unidos tiene enormes recursos políticos para llevar a cabo los objetivos que busca. En 1990, mercenarios contratados por la DEA, secuestraron al doctor Humberto Álvarez Machain de su consultorio en Guadalajara, y se lo entregaron a la DEA en El Paso, para que lo juzgaran como cómplice en el asesinato de su agente, Enrique Camarena Salazar en 1995. El gobierno mexicano, confrontado con Estados Unidos, ni se enteró. Tres años después, la Suprema Corte de Justicia de esa nación, dictaminó que las leyes de su país tenían extraterritorialidad. El Acta Patriota de 2001, tras los atentados terroristas en 2001, otorgó facultades excepcionales al ejecutivo estadounidense, como nunca las habían tenido, incluso en tiempos de guerra.
La definición clásica de terrorismo es el uso de violencia e intimidación, principalmente contra civiles, con fines políticos. La definición que tiene el Departamento de Estado es más general: es toda organización que amenaza a los ciudadanos de Estados Unidos o atenta contra la seguridad nacional de ese país. Bajo esta definición, los cárteles de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación, serían terroristas. Además, el Cártel de Sinaloa –cuando el CJNG aún no se escindía de él-, tenía relación con las FARC, la narco guerrilla colombiana que fue designada como “terrorista”. Las dos organizaciones criminales tienen características asociadas con el terrorismo, como el control total de ciertas zonas del país –que lleva a un estado fallido-, utilizan tácticas terroristas y tienen redes clandestinas utilizadas también por terroristas.
Por ello, en el contexto político actual en el que se encuentra Trump, se tiene que actuar rápidamente. El gobierno debe tratar el petate del muerto de Trump como una amenaza real, para lograr que sea eso, un lance que no lo llevará a ningún lado. Política y diplomáticamente, debe proceder con celeridad en los campos público y privado para evitar, por un lado, que se contamine la difícil discusión para la ratificación del acuerdo comercial norteamericano, y por el otro, para acotar a un presidente que está herido, por el juicio político.
No hay nada más peligroso a una persona que lucha por su sobrevivencia, que aquella que, además, actúa con aparente irracionalidad y sin importarle el daño colateral que puede hacer a cualquiera, con tal de alcanzar sus metas. Trump quiere reelegirse presidente, y el tema del narcotráfico le ha sido electoralmente útil. En este tema, México ha sido su piñata, y si no se le frena, lo será durante todo el próximo año, afectando imagen, inversiones, la economía y la estabilidad. Eso no se puede permitir. Tampoco la pusilanimidad que han tenido hasta ahora.
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