¿Qué hay de nuevo?
La pandemia de COVID-19 tuvo un impacto inmediato en el crimen organizado en México y los países del norte de Centroamérica, por la desaceleración del flujo de personas y bienes causada por las medidas de confinamiento. Pero los grupos criminales se adaptaron rápidamente a la nueva normalidad, aprovechándola para reforzar o expandir su control sobre la población y el territorio.
¿Por qué importa?
Los grupos criminales de la región, muchos de los cuales actúan en complicidad con actores estatales corruptos, son en gran parte responsables de unas de las tasas de homicidios más altas del mundo y ejercen un poder abrumador en un número cada vez mayor de comunidades. Con los presupuestos estatales bajo una enorme presión, las respuestas oficiales continuarán siendo precarias.
¿Qué se debería hacer?
Los gobiernos deben combinar las medidas policiales para contener y disuadir a la delincuencia con un mayor apoyo para las zonas más inseguras y las poblaciones vulnerables. En lugar de retomar las tácticas de mano dura, deberían invertir en programas que reduzcan la impunidad y creen alternativas económicas para los jóvenes en riesgo, potencialmente con la ayuda de los fondos de emergencia para el COVID-19.
Resumen ejecutivo
Los grupos criminales en México y el Triángulo Norte de Centroamérica (El Salvador, Guatemala y Honduras) han sido rápidos para absorber el impacto de la pandemia de COVID-19 y aprovechar las nuevas oportunidades que presentan las medidas de aislamiento, los gobiernos distraídos y los ciudadanos empobrecidos. Inicialmente, las interrupciones en el comercio y las restricciones a la movilidad obligaron a algunos grupos criminales a suspender las actividades ilícitas. Pero la pausa fue corta. El intercambio de bienes ilícitos ya parece estar volviendo a la normalidad, mientras que resurge la extorsión. Como muestra la historia reciente de la región, es muy probable que las soluciones rápidas para detener el crimen organizado y la corrupción oficial sean contraproducentes. En cambio, los gobiernos deberían concentrar sus limitados recursos para ayudar a las regiones más violentas y a las personas vulnerables, idealmente a través de programas regionales para detener la impunidad y crear alternativas a la conducta delictiva.
Tras meses de restricciones de distintos grados de intensidad, con la transmisión del virus aún fuera de control y otro pico de contagio a la vuelta de la esquina, la amenaza de un aumento de la delincuencia en la región es inminente. México se ha visto afectado durante años por organizaciones criminales transnacionales que se alimentan de la falta de oportunidades económicas y la corrupción del Estado y las fuerzas de seguridad. El Cartel de Jalisco Nueva Generación, el grupo criminal con más fuerza ahora, ha mostrado sus dientes durante la pandemia en luchas por el control de mercados ilícitos como el narcotráfico y el cobro de “impuestos” a los productos primarios legales. También ha mostrado su poder paramilitar en los medios de comunicación. Un sinnúmero de grupos criminales han manifestado ser los salvadores de la población local, en gran parte en un intento por ampliar su base de apoyo.
A lo largo y ancho del norte de Centroamérica, pandillas callejeras que han dominado durante años territorios empobrecidos también han encontrado formas de aprovechar la pandemia. Durante el brote, se han presentado como los benefactores de las comunidades que están bajo medidas de aislamiento, repartiendo paquetes de alimentos y perdonando pagos por protección. Debido a las restricciones a la movilidad por el COVID-19, la violencia disminuyó brevemente en Honduras y Guatemala. Pero ahora ha regresado a los niveles de antes de la pandemia o incluso más altos, mientras que la extorsión en ambos países parece destinada a intensificarse. El Salvador es un caso atípico ya que las tasas de homicidio se han mantenido cercanas a los mínimos históricos por razones que siguen siendo controvertidas. El gobierno afirma que su plan de seguridad ha mantenido a raya a las pandillas violentas, mientras que Crisis Group ha sugerido que los líderes de las pandillas y del gobierno pueden haber llegado a un acuerdo informal para reducir la violencia. Sin embargo, si tal pacto existe, ninguna de las partes lo ha reconocido públicamente, y los repentinos repuntes de asesinatos resaltan la fragilidad del compromiso de las pandillas con la paz.
Además de las preocupaciones sobre el deterioro de la seguridad en México y el norte de Centroamérica está la convicción de que la pandemia (y las medidas para mitigarla) empeorarán las dificultades económicas e institucionales subyacentes a la ola de delitos. La incidencia del COVID-19 varía de un país a otro, pero es difícil imaginar que alguno pueda llegar a evitar un impacto negativo en los medios de subsistencia, los servicios públicos y el estado de ánimo de la población. México ocupa el cuarto lugar en número de fatalidades reportadas oficialmente a nivel mundial con más de 90 000 (cifra que el gobierno admite que es un subregistro), mientras que las tasas de infección en el norte de Centroamérica se ubican alrededor del promedio latinoamericano. No obstante, los cuatro países enfrentan actualmente una de las contracciones económicas más severas en décadas, y que en América Central será aún peor gracias a la devastación causada por el huracán ETA. En el 2020 se prevén caídas en el PIB cercanas al 10 por ciento en el caso de México y El Salvador, y se espera que éstas vengan acompañadas de un marcado incremento en el desempleo de toda la región, lo cual revertirá los avances en la reducción de la desigualdad y la pobreza, debilitará los servicios públicos en las zonas pobres, intensificará las rivalidades criminales y hará más propensos a los funcionarios públicos a involucrarse en negocios ilícitos.
Con algunas excepciones notables, las respuestas de los gobiernos a la inseguridad crónica hasta ahora no han logrado detener la violencia.
Con algunas excepciones notables, las respuestas de los gobiernos a la inseguridad crónica hasta ahora no han logrado detener la violencia o reducir significativamente la impunidad por delitos graves. La política de seguridad estatal enfrentará ahora aún mayores obstáculos a medida que se reduzcan los presupuestos.
Sin embargo, al enfrentar estos desafíos, los gobiernos pueden evitar los errores del pasado. Lejos de reducir la violencia, las operaciones militares han fragmentado a los grupos criminales, exponiendo a las comunidades a una mayor intimidación y desplazamiento forzado. En lugar de lanzar misiones para “matar o capturar” a los líderes criminales, durante la pandemia las fuerzas de seguridad deberían intentar proteger a los más vulnerables y prevenir la extorsión que los azota. Los gobiernos deberían destinar los fondos de emergencia para satisfacer las necesidades de las personas más expuestas a la pandemia y sus consecuencias, incluidos los picos de violencia. Al dirigir los fondos de ayuda del COVID-19 y el financiamiento externo a las regiones más afectadas, los gobiernos deberían mirar más allá de los enfoques tradicionales de aplicación de la ley. Deberían desarrollar enfoques regionales específicos que identifiquen las características locales del conflicto con el fin de diseñar programas que prometan reducir la impunidad, prevenir el reclutamiento por parte de grupos ilícitos, desmovilizar a los grupos violentos y crear alternativas a las economías ilícitas.
Las perspectivas de seguridad en México y el norte de Centroamérica son poco prometedoras mientras persista la pandemia. Bajo presión de actuar, los gobiernos pueden verse tentados a enfrentar las crecientes tasas de homicidios con medidas draconianas que replican los fallidos esfuerzos del pasado. Pero si no abordan algunas de las causas del dominio criminal sobre las comunidades pobres, es probable que aquellos que están cometiendo delitos violentos se fortalezcan.
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