Nunca un presidente tan bien amado había sido tan odiado, simultáneamente. Andrés Manuel López Obrador supera el 80% de aprobación entre los mexicanos, un récord por donde se le mire en los tres primeros meses de Gobierno. Pero si el odio de los pocos se midiera en decibelios, los tímpanos de muchos estarían ya destrozados.
El encono entre sus detractores crece día a día y con ello la intoxicación visceral en la opinión pública. Pueden ser minoría pero pertenecen a la porción de la sociedad que tiene voz y mando en los medios de comunicación y en los círculos económicos y financieros.
El debate se está convirtiendo en dos profundos y enconados monólogos. El presidente y los suyos se legitiman no solo por los enormes márgenes de aprobación a sus políticas públicas sino también por la convicción de estar actuando del lado correcto de la historia. Es decir, a favor de los pobres y los oprimidos. Consideran espuria la crítica que defiende intereses conservadores y proteger a los privilegios de los que han medrado en contra de los muchos.
Todas las mañanas, en su controvertida rueda de prensa, el presidente fustiga a los rivales del día, a los expresidentes, a los partidos de oposición, a los periodistas de la prensa fifí, a la supuesta sociedad civil que le parece una simple tapadera de tesis neoliberales.
Y en muchos sentidos tiene razón, pero no en todos. En efecto, hay una fuerte carga ideológica en la resistencia a políticas públicas que buscan una redistribución del ingreso. Sectores conservadores que resienten la intención de gobernar para los pobres y temen la instalación de un populismo demagógico. Hablan ya de un desplome en picada y leen entre líneas para seleccionar las cifras macroeconómicas que les den la razón; sin embargo, los datos duros son menos concluyentes pues hay para todos.
La cotización del peso frente al dólar, el más significativo de los indicadores para los mexicanos, goza de cabal salud hasta ahora. Eso no obsta para que estos sectores vean en cada nube la confirmación de su catastrófico pronóstico. Ayer afirmaban que las políticas de Andrés nos conducirían a una nueva edición de la Venezuela de Maduro; para los más exaltados la alegoría resulta ya demasiado tibia, ahora remiten al Pol Pot de Camboya.
Otros círculos, más ilustrados y de convicciones formalmente democráticas, han intensificado sus críticas al presidente por su desdén a los contrapesos políticos y a la participación de la sociedad civil. Se irritan ante el lenguaje vago y populachero de Andrés Manuel, cuestionan las generalizaciones empobrecedoras y sus juicios sumarios cuando califica a los adversarios o el escaso respeto que le merecen las instituciones políticas tan caras al avance democrático. López Obrador responde que todo ese andamiaje de comisiones reguladoras y supuestos contrapesos sirvió muy poco para defender los intereses de las mayorías, fue cómplice pasivo de la corrupción generalizada y ayudó a instalación de una democracia simulada pero a favor de los ricos.
En círculos intelectuales y académicos sus palabras provocan urticaria.
Lo cierto es que ambas partes profundizan sus trincheras. Donde unos ven derechos humanos en peligro, el otro observa una imperdonable incomprensión ante el hambre y la explotación. A los críticos les parece inadmisible la militarización de las policías, al presidente le resulta una hipocresía sospechosa no reconocer que desde hace 12 años el ejército se encarga de la seguridad pública y no entiende las resistencias de intelectuales para normalizar y acotar legalmente tal intervención.
En lo personal me encuentro entre el 80% que aprueba los cambios, aun cuando difiera en fondo y en forma de algunos de ellos. Pero me queda claro que un país con los niveles de inseguridad pública e impunidad, corrupción sistémica, desigualdad y pobreza requería un giro drástico a favor del México profundo y largamente ignorado. Si la rabia y el desorden no es atendido, en efecto, solo queda el abismo; y la única alternativa si López Obrador fracasa, me temo, será una salida autoritaria del tipo Bolsonaro.
Los críticos tendrían que reconocer que venimos de un pasado en el que muchas cosas fallaron en la supuesta democratización de las instituciones (a ratos actúan como si proviniésemos de una Suiza idílica que López Obrador está destruyendo). Pero también es cierto que el mandatario tendría que hacer un esfuerzo para convertirse en un presidente para todos, incluyendo el 20% que lo cuestiona. No todo el pasado es descalificable. Tendría que dejar atrás al opositor rijoso que fue durante dos décadas. Generalizar a mansalva terminará polarizando aun más el debate; encontrar un enemigo cada día es innecesario. Enardecer a los conversos ya no le aporta algo más al presidente, pero provoca divorcios insalvables y destruye puentes con sectores que resultan imprescindibles si quiere crecer al 4% anual o cambiar la realidad de México. Para pelear se necesitan dos, y los dos terminarán perdiendo.
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