Nuestras bandas criminales se atreven a casi todo: secuestrar, extorsionar, torturar, matar y desaparecer. A políticos, policías, militares, funcionarios, periodistas, activistas y ciudadanos. En actos individuales o en masacres que involucran a decenas de víctimas.
Todo eso hacen porque hay una impunidad atroz, porque casi no hay crimen que reciba castigo. Pero hay una raya que nadie cruza: atacar a un funcionario de la agencia antinarcóticos de Estados Unidos, la DEA.
Esto no siempre fue así. En 1985, Enrique Camarena, agente de la DEA desplegado en Guadalajara, fue secuestrado, torturado y asesinado por narcotraficantes mexicanos. Pero eso fue principio y fin del fenómeno. En los 33 años desde ese evento, han pasado por México algunos cientos de agentes de la DEA, operando en condiciones de altísimo riesgo, al filo de un violentísimo submundo criminal ¿Cuántos han sido asesinados? Exactamente cero.
Otras agencias del país vecino no tienen ese récord perfecto, pero casi: de 2007 a la fecha, en el peor periodo de violencia criminal de la historia reciente del país, han sido ejecutados en México tres representantes del gobierno federal de Estados Unidos. Tres de varios cientos.
¿Por qué tanto respeto? Por una sencilla razón: los narcos saben que si le tocan un pelo a un agente de Estados Unidos, la respuesta es feroz, inmediata e implacable. Luego del asesinato de Camarena, la DEA se encargó de cazar y apresar a absolutamente todos los involucrados en ese crimen: la venganza tomó una década, pero nadie quedó impune. Luego del ataque en contra de personal del consulado estadounidense en Ciudad Juárez en 2010, fueron detenidos en cuestión de horas más de 200 integrantes de la pandilla conocida como Barrio Azteca. Algo similar sucedió luego del homicidio de un agente de ICE en 2011: al cabo de unos días, estaban en la cárcel en Estados Unidos más de 500 integrantes de bandas presuntamente vinculadas a Los Zetas.
Esa amenaza sirve de manto protector para un número limitado de personas, pero podría potencialmente extenderse. ¿Qué pasaría si el gobierno de Estados Unidos le comunicara a los grupos criminales, por los canales que quieran (públicos o discretos), que ciertos actos cometidos en contra de la población mexicana (por ejemplo, una masacre con diez y más víctimas) detonaría una respuesta similar a la que habría en caso de un atentado en contra de personal estadounidense? Posiblemente, los delincuentes se la pensarían dos veces antes de cometer un acto de ese género, sin que las autoridades mexicanas tuvieran que hacer gran cosa.
¿Nos haría un favor de ese tipo el gobierno de Estados Unidos en la era de Trump? No sin exigir concesiones importantes en materia migratoria, comercial o de seguridad. Y esas concesiones pudieran resultar inaceptables para México.
Pero, dados los niveles prevalecientes de violencia, dada la escalada homicida que vive el país, tal vez sería hora de empezar a considerar todos los instrumentos disponibles. Usar instituciones externas como una posible palanca de pacificación no nos quita la obligación de construir las propias. Pero si existe la posibilidad de que una advertencia de nuestros presuntos aliados evite algunas tragedias, ¿no estamos obligados a explorarla al menos?
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