Visitanos tambien en:

martes, 9 de diciembre de 2025

«SI son BIEN PINCHES TERRORISTAS»: AL «GOBIERNO HUMANISTA y TRANSFORMADOR le DUELE MAS la PALABRA TERRORISMO que los BOMBAZOS»..pero no hay vuelta de hoja, son terroristas.


En Michoacán, todos los días se cruzan líneas rojas: el crimen organizado eleva la presión al Estado mexicano y a la población con actos intimidatorios. Poco de un mes después de los asesinatos de Carlos Manzo y de Bernardo Bravo, un coche bomba estalló frente a la sede de la policía comunitaria de Coahuayana, Michoacán. El atentado dejó cinco muertos, incluidos tres policías, y una decena de heridos.

Los ataques directos contra el ex alcalde de Uruapan y contra el líder del gremio limonero en Apatzingán confirmaron que el gobierno comparte la soberanía del territorio con una pléyade de cárteles violentos, notablemente el Cártel Jalisco Nueva Generación y la constelación conocida como Cárteles Unidos. Michoacán vive una guerra paramilitar de alianzas fugaces y traiciones constantes que disputan una economía criminal de extorsión y compiten por la protección del Estado.

Ahora, el estallido del coche bomba reabre un debate que el gobierno, en sus tres niveles, ha decidido ignorar: ¿los cárteles siguen operando como “delincuencia organizada” o han mutado a estructuras paramilitares con lógicas y capacidades terroristas?

En febrero, el Departamento de Estado de Estados Unidos designó a seis cárteles mexicanos como organizaciones terroristas, incluyendo al CJNG y a Cárteles Unidos. En un contexto en el que la administración de Donald Trump asegura haber iniciado una cruzada contra las organizaciones globales del narcotráfico, esta designación otorga nuevas facultades jurídicas y militares para sancionar, procesar y neutralizar a los cárteles.

En México, con la llegada al poder de Claudia Sheinbaum, la política de seguridad ha virado de manera silenciosa desde un régimen de tolerancia (y en algunos casos complicidad) a uno de decomisos, arrestos masivos y cooperación con Washington. El artífice de la nueva estrategia es el secretario de Seguridad Ciudadana, Omar García Harfuch.

Sin embargo, en el discurso, la administración de Sheinbaum evita confrontar la narrativa que rodeó a la política de seguridad en el sexenio de Andrés Manuel López Obrador, la de “abrazos no balazos”. Bajo esta lógica, el gobierno ha evitado a toda costa la discusión de una posible designación de los cárteles como organizaciones terroristas. La senadora del PAN, Lilly Téllez, critica que esta decisión no sólo implica ignorar el problema, sino que pone en evidencia la complicidad de una parte de la coalición oficialista con grupos del crimen organizado.

La explosión del coche bomba en Coahuayana representa el primer caso de seguridad nacional de alto perfil para Ernestina Godoy, la nueva titular de la Fiscalía General de la República y un perfil políticamente conectado con Presidencia. Pocas horas después del ataque, la FGR anunció que atraería el caso y lo investigaría como un potencial acto terrorista. Un día más tarde corrigió: la carpeta fue integrada por delincuencia organizada. La fiscal Ernestina Godoy atribuyó el giro a una “confusión” derivada de que la unidad que atrajo el expediente depende de la Fiscalía Especializada en Delincuencia Organizada, pero lleva en su nombre el delito de terrorismo. La presidenta Claudia Sheinbaum pidió públicamente a la FGR explicar esa marcha atrás, subrayando que la tipificación correcta depende de conocer móviles, modus operandi y responsables del atentado.

En los hechos, el episodio condensa un dilema jurídico y político que México arrastra desde los ‘granadazos’ de Morelia en 2008: el Código Penal Federal ubica el terrorismo como delito contra la seguridad de la nación y exige una finalidad de intimidar a la población o presionar a la autoridad, un umbral que las fiscalías rara vez se atreven a cruzar cuando los autores son cárteles, no células ideológicas.

FGR determinará si el coche bomba fue un acto terrorista
La decisión de reclasificar el caso Coahuayana como delincuencia organizada no es un tecnicismo menor. En México, reconocer un atentado como terrorismo implica activar herramientas jurídicas excepcionales, modificar la narrativa oficial del conflicto y admitir que la violencia criminal ha adquirido un carácter abiertamente político, aunque su motivación inmediata sea el control territorial o económico.

La FGR ha sido consistentemente reacia a cruzar esa línea. Pese a episodios de violencia indiscriminada -el coche bomba en Ciudad Juárez en 2010, los ataques coordinados con granadas en Morelia en 2008 o los bloqueos carreteros en Sinaloa en 2019-, sólo contadas veces ha sostenido la etiqueta de terrorismo hasta una sentencia. Juristas de la propia institución han advertido que el tipo penal fue diseñado pensando en grupos subversivos de los años setenta, no en organizaciones criminales de nueva generación.

Michoacán representa un ejemplo exacto de cómo los ataques directos generan pánico masivo, paralizan municipios enteros y buscan disciplinar tanto a autoridades como a comunidades, pero que se siguen encuadrando bajo la rúbrica genérica de delincuencia organizada. El coche bomba de Coahuayana, estallando frente a una fuerza de seguridad comunitaria que disputa al CJNG el control de una zona estratégica por plátano, minería y metanfetaminas, encaja en esa zona gris.

Para las víctimas, la diferencia entre “terrorismo” y “delincuencia organizada” puede parecer semántica. Para el Estado no lo es: aceptar que se trata de terrorismo doméstico obliga a replantear el diseño de seguridad nacional, la coordinación con aliados y la propia imagen internacional de México.

Cárteles paramilitares: espejo del terrorismo
Las organizaciones criminales en México han dejado atrás el perfil clásico del “narco” armado con fusil de asalto. Un estudio reciente de la organización estadounidense Violence Policy Center, que analiza el impacto de los rifles Barrett calibre .50 en México, documenta cómo estos fusiles -capaces de perforar blindajes y derribar aeronaves a baja altura- se han convertido en “las armas más codiciadas por los cárteles y las más temidas por las fuerzas de seguridad mexicanas”, en palabras de la analista Kristen Rand.

Paralelamente, la Secretaría de la Defensa Nacional ha reconocido que los principales usuarios de drones armados son el CJNG, Cárteles Unidos y el Cártel de Santa Rosa de Lima, que emplean aeronaves con cámaras térmicas y cargas explosivas industriales o militares para reconocimiento, hostigamiento y ataques de precisión. Informes oficiales citados por la prensa internacional contabilizan al menos 605 ataques con drones explosivos entre 2020 y mediados de 2023, concentrados en estados como Guerrero, Michoacán y Tamaulipas.

En un ensayo reciente sobre la “revolución militar de los cárteles”, la periodista Biviana López describe organizaciones equipadas con drones kamikaze, minas caseras, lanzacohetes y vehículos blindados artesanales, siguiendo la senda de militarización trazada hace dos décadas por Los Zetas. Citando a especialistas como Robert J. Bunker y John P. Sullivan, así como a la investigadora Vanda Felbab-Brown, del Brookings Institution, el texto concluye que México ya no enfrenta sólo redes de traficantes, sino fuerzas paramilitares capaces de resistir y repeler operativos oficiales.

Coahuayana ofrece un ejemplo concreto de esa mutación: la policía comunitaria opera con camionetas blindadas y se organiza como milicia local -ante lo que percibe como omisiones de Ejército y Guardia Nacional-. Esto la vuelve un blanco de ataques con características de un conflicto armado interno, según especialistas.

La reacción en México ha sido desigual. La senadora Lilly Téllez, una de las voces más estridentes en la oposición, presentó en febrero de 2025 una iniciativa para reformar la Ley de Seguridad Nacional y el Código Penal a fin de que los cárteles sean reconocidos como “organizaciones terroristas nacionales” y “enemigos internos”. En la exposición de motivos, celebró que Estados Unidos los haya designado como terroristas y sostuvo que cualquier político que se oponga a hacer lo mismo en México “tiene vínculos con el crimen organizado”.

Sus críticos -incluidos juristas y expertos en seguridad- advierten que una política espejo con Washington podría legitimar un uso aún más expansivo de las Fuerzas Armadas en tareas internas, endurecer el trato a comunidades estigmatizadas y reducir el espacio para salidas negociadas en contextos de captura institucional. Al mismo tiempo, conceden que la negativa sistemática a usar la palabra “terrorismo” frente a coches bomba, drones explosivos o ataques masivos contra población civil erosiona la credibilidad del Estado.

El atentado de Coahuayana coloca a la autoridad mexicana frente a ese espejo. Si un coche bomba que detona frente a una fuerza de seguridad, en una zona disputada por cárteles con armamento de guerra y drones kamikaze, no es terrorismo, ¿qué tendría que ocurrir para que el Estado lo reconozca como tal? La respuesta no es sólo jurídica. Es, sobre todo, una decisión política sobre el tipo de conflicto que México está dispuesto a admitir que vive.

Con informacion: CODIGO MAGENTA/

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Tu Comentario es VALIOSO: