En Apodaca, Nuevo León, donde las sirenas suenan más tarde que las balas, un encargado de tienda se convirtió en la más reciente víctima de la violencia que las autoridades minimizan en boletines oficiales o con reducciones maquilladas en cualquier mañanera del pueblo.
Era apenas la tarde, 18:30 horas de ayer, cuando dos sujetos armados llegaron al abarrote “El Baratón”, sobre la Avenida Concordia. Querían lo suyo, lo fácil, el dinero ajeno. El encargado, un joven de apenas 30 años, eligió la resistencia: defender la caja registradora, cuidar el inventario del patrón. Esa lealtad le costó la vida. Los ladrones no lo pensaron dos veces y lo acribillaron frente al negocio.
Los primeros en llegar fueron paramédicos y policías municipales, pero solo pudieron confirmar lo obvio: el hombre yacía sin vida en la banqueta, con camisa negra, mezclilla y tenis. A su lado, una motocicleta que habría sido de los asaltantes, quienes huyeron tan tranquilamente como si Apodaca fuera tierra de nadie… ¿y acaso no lo es?
Las autoridades, como siempre, montaron el teatro habitual: cinta amarilla, fotografías forenses, y la eterna promesa de “buscar videos de seguridad” para dar con los responsables. ¿Los capturaron? No. ¿Sabemos siquiera si los buscan en serio? Tampoco. Lo único cierto es que el cuerpo terminó en el anfiteatro del Hospital Universitario, cargando en silencio la historia de un hombre que murió defendiendo lo que nunca le perteneció.
Mientras tanto, ¿qué ofrece el Estado? Nada más que condolencias huecas en una ciudad donde resistirse a un asalto es casi un suicidio y confiar en la policía, una ilusión.
Aquí lo único claro es que al encargado lo mataron los criminales, pero la responsabilidad política del asesinato recae en un gobierno que ha normalizado la impunidad y convierte a los trabajadores en carne de cañón de un sistema donde los bienes se protegen más que las vidas que no puede proteger el gobierno.
Con informacion: ELNORTE/

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