Soy mazatleca, del puerto de los bellos atardeceres, y de gente alegre, directa y compartida; esa gente que habla fuerte y camina sus playas todos los días (no solo en vacaciones); que se sienta en familia y amigos con una cerveza en la mano y un ceviche, mientras escucha música de banda. Eso es Mazatlán, la tierra del venado, donde “hasta un pobre se siente millonario”. Quien conozca a un/a mazatleco/a sabe que todo esto es parte de nuestra identidad.
Aprendí a bailar banda subida en los pies de mi abuelo, mientras sonaba El muchacho alegre, Leña de pirul o El Capiro. Mi abuela cantaba y bailaba con mis tíos. La banda llegó a la cuadra de los abuelos: se abría la puerta del garaje, se sacaban las sillas blancas y los adultos compraban su ballena; llegaban vecinos y familia extendida. Años después, seguimos bailando y cantando, en la misma colonia, aun en los momentos más tristes, como cuando se fue la abuela o mi prima, la más alegre.
Cuando éramos niños, los hoteleros en la Zona Dorada impedían el paso a ciertas playas a la población local. Para burlarlos teníamos que entrar por un callejón maloliente, y movernos de la arena donde estuviéramos cuando se acercaban los “cuidadores”. Más tarde aprendimos a hacernos “amigos” de algún huésped para poder quedarnos a disfrutar el mar. Nuestra “estrategia” de hablar en un masticado inglés, sumado a nuestro físico, no logró burlar la seguridad, claramente. ¡Seguridad contra los locales en playas públicas!
Si bien mis recuerdos en las playas de Mazatlán son felices, la sensación de exclusión de un lugar público se queda siempre como una punzada en el estómago. Y nosotros éramos privilegiados, dentro de todo, lo sé.
Hoy, otra vez, quieren excluir la alegría y negar quienes somos para —dicen-- no incomodar y no ahuyentar a quienes van a disfrutar de las playas.
No nos engañemos; esto no se trata de la banda, ni de si nos gusta o no. Es mucho más que eso. Ciertamente hay regulaciones que podrían ser razonables, como no tener la música al lado de tu hotel a las 3 am, o que en el mismo espacio no haya más de cierto número de grupos para poder disfrutar de la música, o limitar los decibeles en los carros o “pulmonías”. Pero no se trata de eso; se trata nuevamente de controlar los espacios públicos, a costa de los locales y en beneficio de pocos.
Esto no es nada nuevo en los sitios turísticos, e implica prender las alertas para no perder lo que es de todos: el espacio público. Hablemos, deliberemos y decidamos lo que sea razonable, pero no es posible ceder en aquello que no puede estar en discusión: la playa es de todos, como lo es el atardecer.
No, no a todos los mazatlecos les gusta la banda, pero todos sabemos que es parte de nuestra identidad, y como bien dijo José Alfredo, todos tenemos el “gran orgullo de ser de Mazatlán”. Y no, no a todos a quienes les gusta la banda, son narcos; las simplificaciones son lastimosas y discriminatorias. La música de banda ha sido parte de la cultura sinaloense desde hace más de un siglo. Allá, nada más familiar que la música de banda.
Censurar la alegría, la identidad, así como el derecho al esparcimiento, y, sobre todo, al espacio público, no solo es inaceptable e injustificado, sino ilegal.
¡Que suene la tambora! ¡Que viva Mazatlán!
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