Apenas unos días después, en Villa Altagracia, República Dominicana, una pareja de pastores evangélicos regresaba con algunos seguidores de predicar, cuando la policía “confundió” el vehículo en el que viajaban con el de unos supuestos antisociales. Los sobrevivientes no recuerdan haber oído que la patrulla policial les ordenara detenerse. Solo los doce disparos que mataron a los recién casados, que viajaban en la parte delantera del vehículo.
Esos dos episodios se convirtieron en los más recientes de una cultura más represiva que se ha afianzado en los cuerpos policiales de prácticamente todo el mundo, como vieron esta semana los ciudadanos de Minneapolis, en Estados Unidos. Un fenómeno que en América Latina se conjuga con sus históricos problemas de violencia, impunidad y escasa institucionalidad.
“Los abusos policiales en Latinoamérica suelen ser el resultado de la impunidad generalizada, la falta de supervisión y una cultura institucional de opacidad que tolera y, en ocasiones, alienta el abuso”, dijo César Muñoz, el investigador senior para las Américas de Human Rights Watch, en un artículo publicado por el diario The New York Times en español en noviembre pasado.
En general, los habitantes de la región no confían mucho en la policía.
Al menos eso reflejan las encuestas que ha levantado Barómetro de las Américas en años recientes. El reporte regional de 2019 indicaba que, en el mejor de los casos, la confianza alcanzaba un 53 por ciento de la población, como ocurrió en ese año en Brasil. Pero en otros países como México, Paraguay, Guatemala y Perú, apenas un tercio, o incluso menos, de la población manifestaba tener fe en los cuerpos policiales.
Detrás de la desconfianza hay un componente que ha sobrevivido con los años: una formación militar que precede a la idea del servicio civil que deberían prestar los policías. En algunos países, eso tiene un origen: algunos de los cuerpos de seguridad de la región nacieron durante los años de las dictaduras. Chile, Brasil y República Dominicana son algunos de esos casos, y en otros, como el de Colombia, en los peores momentos de la guerra contra las organizaciones ilegales, la policía asumió parte de esas actividades bélicas.
De hecho, en el caso colombiano, las encuestas de Barómetro muestran que la población ha recuperado hasta cierto punto la confianza en la Policía después de 2016, cuando el gobierno de ese país y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) firmaron el acuerdo de paz. De un 34,9 por ciento de confianza en 2016, subió a 42,4 por ciento dos años más tarde, aunque hechos recientes harían pensar que ese porcentaje podría haber bajado sustancialmente.
Porque el elemento militarista sigue allí. En Colombia, en Brasil y en Perú, por ejemplo, el régimen legal no trata a los policías como civiles, al menos judicialmente. Cuando un oficial policial comete abusos o se extralimita en el uso de la fuerza en el ejercicio de sus funciones, lo juzgan cortes militares, aunque en sentido estricto no forme parte de las fuerzas armadas.
La Organización Mundial contra la Tortura, que agrupa a más de 200 instituciones no gubernamentales del mundo, mostró hace poco su angustia por la “inquietante tendencia hacia la militarización” que mostraban las fuerzas policiales civiles en todo el mundo. Así lo iindicó en su reporte “Brutalidad policial alcanza niveles de tortura durante la pandemia del COVID-19” presentado en marzo.
El Diálogo Interamericano (DI), un think tank estadounidense, añadió en otro reporte que los cuerpos policiales uniformados se han transformado “con formatos híper jerarquizados con altos niveles de concentración del poder y la toma de posiciones”, aderezados con divisiones similares a las de las fuerzas militares. DI lo señaló en el documento “Reforma policial: agenda (aún) pendiente en América Latina”.
Esa entidad agregó un elemento que está caracterizando la función policial: el control de las protestas sociales. DI resaltó el caso de Nicaragua, cuyo cuerpo policial por años se enfocó en prevenir delitos y tuvo gran cercanía con los ciudadanos, pero desde 2018 ha participado en la represión contra manifestantes y críticos al gobierno de Daniel Ortega. Un escenario similar de brutalidad policial contra las protestas ha ocurrido en Venezuela en 2014 y en Chile desde finales de 2019.
En este país Gustavo Gatica vivió su momento más oscuro. “Vi estrellitas por todas partes, como en los dibujos animados y luego me fui a negro”, dijo a BBC. Gatica quedó ciego luego de que los carabineros chilenos le dispararon balines a la cara en 2019, y se convirtió en el símbolo de las víctimas de la represión policial allá. Al usar armas no letales en manifestaciones, los policías causaron graves heridas a cientos de los participantes durante los primeros meses del estallido social en esa nación, en 2019.
Hechos de violencia policial como la represión de los manifestantes en Chile o la muerte de la pareja de evangélicos en República Dominicana han sido lo suficientemente escandalosos como para que esos gobiernos se apresuren a anunciar reformas policiales. Algo que por años había estado fuera del debate político, pese a los llamados de las organizaciones de derechos humanos.
Se trata de una tarea más difícil de lo que parece. Uno de los policías detenidos por la muerte de los evangélicos reconoció durante los interrogatorios que él y sus compañeros dispararon “por instinto”, casi maquinalmente contra el vehículo de la pareja. En el otro Caribe, el mexicano, Victoria Salazar no murió en un hecho aislado, porque los cuerpos policiales de Quintana Roo acumulan una larga historia de abusos contra los ciudadanos.
Por eso, falta ver si a medida que pasan los meses y el furor pierde fuerza, las promesas gubernamentales se convierten en realidad para comenzar a dejar atrás una cultura arraigada por muchos años. No será una tarea fácil, y menos cuando el fenómeno de la violencia policial parece adueñarse del mundo entero, en un preocupante síntoma de deterioro de la legitimidad de las instituciones estatales.
Fuente.-CONECTAS/
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