A estas alturas, la pregunta del título parece ociosa: Ingrid Escamilla fue asesinada, mutilada y desollada por su pareja, un psicópata de 46 años que confesó el delito cuando fue detenido por las autoridades.
Pero ese individuo no es el único responsable del atroz crimen.
A Ingrid Escamilla la mató un sistema de seguridad y justicia que registra mal y atiende peor la violencia de género. Según la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (Endireh), levantada por el Inegi en 2016, una de cada cuatro mujeres mayores de 15 años ha experimentado agresiones físicas o sexuales de su pareja a lo largo de la relación. Según la misma fuente, 89% de las mujeres que pasan por ese trance no presentan una queja o denuncia ante una autoridad. De ese total, una de cada cinco se quedó callada por miedo a las consecuencias y una de cada cuatro porque no sabía cómo y dónde denunciar, desconfiaba de las autoridades o ignoraba que existían leyes para sancionar la violencia en el hogar. Y la desconfianza está bien ganada: según reportes de prensa, la propia Ingrid Escamilla denunció formalmente a su pareja siete meses antes de su muerte y no pasó nada.
A Ingrid Escamilla la mató la impunidad generalizada. En México, sólo uno de cada diez homicidios de mujeres —sean clasificados como feminicidios o no— terminan con una sentencia condenatoria para el presunto responsable. En 2018, había apenas 1,018 reclusos por el delito de feminicidio en todos los sistemas penitenciarios estatales. Y en otros delitos, la situación es peor: en el mismo año, solo 2,474 personas estaban compurgando una pena por violencia familiar en todo el sistema penitenciario nacional.
A Ingrid Escamilla la mató la inatención crónica a la salud mental en México. Según la Encuesta Nacional de Epidemiología Psiquiátrica, 28.6% de la población ha padecido algún trastorno psiquiátrico alguna vez en la vida, pero solo una de cada cinco personas con esa condición recibe tratamiento. Del gasto público en salud, solo 2% se dedica a la atención de la salud mental y, de ese total, 80% se dedica a la operación de los hospitales psiquiátricos. Asimismo, de acuerdo a una evaluación de la Organización Mundial de la Salud, “los servicios son proporcionados principalmente en el tercer nivel con poca representación del primer nivel de atención.” Es decir, el sistema está mal adaptado para detectar y atender de manera temprana casos como los del asesino de Ingrid.
A Ingrid Escamilla la mató una cultura violenta y machista que produjo no solo su asesinato, sino también el repugnante trato que ha recibido tras su muerte. El hecho de que unos funcionarios de la Fiscalía capitalina hayan filtrado fotografías del cadáver y que algunos medios las hayan publicado habla de una indiferencia brutal ante el dolor ajeno que debería avergonzarnos como sociedad. Y los comentarios de algunos energúmenos en redes sociales, acusando a la víctima de “ofrecerse con el primero que le baja la luna”, confirman que el asesinato de Ingrid no es más que la manifestación extrema de una enfermedad más extendida.
Y, por último, a Ingrid Escamilla la mató nuestra indiferencia, nuestro fracaso para exigir al sistema político que las cosas cambien de una vez y que este país deje de ser una desgracia permanente.
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