En una larga conversación con el director de Proceso, Rafael Rodríguez Castañeda, el que fue comisionado nacional de Seguridad del gobierno de Enrique Peña Nieto de agosto de 2015 hasta diciembre de 2018, Renato Sales Heredia, hizo un relato de su experiencia personal en torno de Joaquín Guzmán Loera.
Un testimonio vívido, profuso en observaciones y datos precisos, anécdotas y escenas de color, reflexiones y conclusiones. Terminado el juicio del Chapo en Brooklyn, con el veredicto de culpable y la casi segura sentencia a cadena perpetua de quien fuera líder del Cártel de Sinaloa –considerado por la revista Forbes entre los hombres más ricos del planeta–, Rodríguez Castañeda y Sales acordaron publicar la siguiente narración, bajo la firma del exfuncionario de seguridad.
El sábado 11 de julio de 2015, a eso de las 20:30 horas, para el pasmo y asombro de mexicanos y extranjeros, Joaquín Guzmán Loera se había fugado del Centro Federal de Readaptación Social Número 1, conocido como El Altiplano, a través de un túnel conectado al baño de su celda.
Pocos, muy pocos, hubieran apostado por su recaptura. Casi seis meses después, el 8 de enero de 2016, El Chapo era reaprehendido en Los Mochis, Sinaloa, como parte de un operativo que inició la Marina y culminó la Policía Federal.
Aquí contaré cómo viví directamente la historia:
El 28 de agosto de 2015 el presidente Enrique Peña Nieto me había designado Comisionado Nacional de Seguridad, dependencia que entonces tenía bajo su tutela tres órganos desconcentrados: PYRS (Prevención y Readaptación Social), SPF (Servicio de Protección Federal) y la PF (Policía Federal).
Para esa mañana del 8 de enero teníamos agendado un desayuno con Ángela Buitrago y Carlos Beristain, dos de los integrantes del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (el GIEI) designado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para acompañar al Ministerio Público Federal en la investigación del caso Ayotzinapa. También estarían presentes Patricia Trujillo, jefa de la División de la Policía Científica; Enrique Galindo, comisionado general de la Policía Federal, y yo.
La idea era charlar un rato y después hacer un recorrido por las instalaciones de la División, ubicada en Avenida Constituyentes, para que los expertos advirtieran que la Policía Federal contaba con las capacidades suficientes para la identificación de restos humanos, entre otras.
Esa mañana me encontraba desde las siete en la oficina. Cerca de esa hora recibí una llamada del encargado del CISEN (el Centro de Investigación y Seguridad Nacional), quien me informó del fracaso de un operativo en Los Mochis. El Chapo se había escapado…
Por instrucciones del secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, se nos pedía movilizar todas las unidades posibles por carreteras y en Los Mochis. Esa fue la instrucción que transmití a Enrique Galindo, jefe de la Policía Federal: “Mueve todo lo que tengamos por Los Mochis”. Así lo hicimos.
El Chapo y El Cholo habían escapado, como otras veces, a través del drenaje de la ciudad. Las casas de seguridad a las que llegaba el capo contaban siempre con ese mecanismo de salida. Esa era su especialidad: los túneles, la cañería, el drenaje profundo…
Terminado el desayuno, entre bromas por la demostración, a cargo de Patricia Trujillo, de la existencia de San Expedito, un santo que sólo ella conocía (hasta me regaló una estampa de él que aún llevo en la cartera) y que resolvía los asuntos desesperados, iniciamos el recorrido por las instalaciones de la Policía Científica.
Entre el desayuno y el recorrido, El Chapo y El Cholo salían del drenaje, se robaban un Jetta blanco que después abandonarían y, en ropa interior chamagosa, despojarían a una señora de su Ford Focus rojo, según la denuncia que llegó al C4 en Los Mochis.
Una de las unidades de la PF, alertada por el sistema, detectó el vehículo robado en circulación y le ordenó detenerse. Primero descendió El Cholo y trató de convencer a los policías de que los dejaran irse. Después bajó El Chapo, quien les dijo: “¿Saben quién soy?”. Fue cuando lo reconocieron. “Escóltenme y no va a pasar nada”, arguyó.
Los dos policías de la unidad no se dejaron amedrentar: Llamaron a su superior, quien dio parte del hecho al coordinador de la Federal en el estado, y éste hizo lo propio con el jefe de la División, que avisó al jefe de la policía.
Los dos agentes, cuya identidad permanece desconocida hasta la fecha por razones de seguridad, fueron y son, por su valor y entereza, ejemplo para la corporación y para todas las policías del mundo. No se dejaron intimidar.
Estábamos, pues, hablando de los drones que usaba la Policía Federal cuando Enrique Galindo me hizo señas. Yo entraba a un elevador y él se disponía a bajar la escalera. “Que dice Castillejos que tenemos al más buscado”, me dijo. “¿A quién ¿Al Chapo? –pregunté–. ¡Pues que nos manden una foto!”… “¡Sí es!”.
Era la foto en la que se le observa sentado en la parte trasera de la patrulla de la Federal, con la camiseta percudida y la mirada ausente. Cuando la vimos y dijimos sí es, nos despedimos apresuradamente de los expertos del GIEI y corrimos a mi oficina, donde se encontraba la red roja más cercana. Ahí marcamos al despacho del secretario y le pedimos a su jefe de ayudantes que lo interrumpiera para que se asomara a su Black Berry a la que le habíamos enviado la fotografía. El asunto era de la mayor de las importancias, de vida o muerte.
“No se le puede interrumpir. Está dando su plática a cónsules y embajadores”, nos indicaron.
Hablamos entonces con su coordinador de asesores, Guillermo Lerdo, y él fue quien logró, al fin, pasar una tarjeta al secretario, quien luego nos contaría que le extrañaba que los secretarios de Marina y de la Defensa, Francisco Saynez y Salvador Cienfuegos, respectivamente, le hicieran señas en pleno acto oficial levantando los pulgares. Así que interrumpió su mensaje y desde la oficina de la canciller, Claudia Ruiz Massieu, habló con el presidente. Minutos después todos vimos el tweet: “misión cumplida”.
Nos citaron a la una en Palacio Nacional, donde se anunciaría oficialmente la captura. Antes, el presidente quiso platicar con el gabinete de seguridad: ahí nos preguntó detalles sobre la aprehensión. Cuando pude hablar, aludí a la notificación del C4 que permitió que la PF hiciera el alto al Focus rojo. “¿No que un Jetta blanco?”, preguntó el presidente. “Bueno –precisé–, primero el Jetta, luego el Focus”. “¿Qué es eso? –replicó–. A ver: ni tú estuviste ahí, ni ninguno de los que aquí estamos, estuvo. Junten a los operativos, a los que participaron directamente, y en la tarde, ya para el traslado, damos más detalles…”.
Se ordenó entonces reunir a los dos elementos en el hangar de la Marina, afinar el discurso y preparar un boletín conjunto que leería la procuradora Arely Gómez.
Trasladar a Guzmán Loera de Los Mochis a la Ciudad de México fue complicado. La instrucción que le dimos a Nicolás Perrín, coordinador de la Policía Federal en Sinaloa, tanto Enrique Galindo como yo, fue no separarse del detenido. La Marina se resistía. Era “su” operativo. Tuve que hablar con mi paisano Luis Alcalá, jefe del Estado Mayor de la Armada, para que se entendiera que la cadena de custodia, primer respondiente y demás puntos del nuevo sistema, implicaban que quien pusiera a disposición del juez al detenido fueran los autores de la captura.
La vigilancia
Era de rigor, formaba parte de la rutina del día, llegar a la oficina, leer el reporte de los incidentes en los penales federales del país y encender la pantalla del Chapo, la más grande que teníamos ahí, para monitorear sus movimientos. Así había sido todos los días durante el año y poco más que me había tocado custodiarlo.
En El Altiplano, el túnel por el que El Chapo se había fugado seguía abierto. “Es que está a disposición de la PGR”, indicaban versiones internas al respecto. Se había decidido trasladar de nueva cuenta ahí a Guzmán como un gesto de victoria, y nosotros tomamos la determinación de cerrar el túnel. Cualquier multa sería mejor a que El Chapo se fugara de nuevo, decíamos.
Revisamos al derecho y al revés El Altiplano, una vez más, desde la cocina hasta la aduana. Les decía a mis colaboradores: “Cualquier cosa posible es probable. Hay que cerrar todas las posibilidades. ¿Es posible que baje aquí un helicóptero?” “Sí, pero es muy poco probable”, me decían. “Tan poco probable como fugarse por el piso de su baño –contestaba yo–. Hagan imposible que baje un helicóptero”.
Le pedí al secretario Osorio Chong que nos apoyara para colocar cables especiales de seguridad en el penal. Dimos la instrucción: “¡Hagan imposible que suba alguien por esta reja. Hay que poner un aire acondicionado aquí, mover esta tubería allá…!” También había que evitar los puntos ciegos en el monitoreo de las cámaras y asegurarse de que éstas funcionaran sin pasmos.
Pero lo innegable era que El Altiplano había dejado de ser un lugar seguro para albergar al Chapo: el penal se había “conurbado” y las obras del Cutzamala debían seguir su curso. Pero Guzmán era especialista en túneles y cañerías. Así que teníamos que buscar un centro penitenciario donde se dificultara cavar un túnel.
Las corporaciones de seguridad penitenciaria tienen por misión esencial evitar fugas de internos, que se cometan crímenes en el interior, que se organicen motines y que las instalaciones puedan ser incendiadas. Desde luego, bajo esta lógica el trabajo estaría bien hecho si nadie hablara de él, si las cosas negativas no sucedieran. Lo cierto es que los riesgos se mantenían en El Altiplano…
A pesar de que monitoreábamos al Chapo en forma permanente, de que los guardias se turnaban para vigilar las pantallas, de que la señal se replicaba en los teléfonos celulares, de que un grupo especial de PYRS lo vigilaba en todo momento y de que los custodios llevaban cámara en sus cascos, decidimos trasladarlo. Hablamos de los riesgos con el secretario de Gobernación y éste se los transmitió al presidente, quien aprobó el traslado.
Alfonso R. Bagur, comisionado del servicio de protección federal, había dispuesto la operación de personal especializado en evaluación de riesgos en instalaciones estratégicas. Y si bien es cierto que los centros penitenciarios no se incluyen como éstas en la Ley de Seguridad Nacional, vaya que son estratégicos, decíamos nosotros.
Fue ese equipo el que, después de varios estudios, nos hizo ver que el penal número 9 de Ciudad Juárez, en Chihuahua, cumplía con los requisitos de seguridad que necesitábamos para la custodia del Chapo. Sobrevolados sus alrededores, se advirtió que no había ninguna construcción en dos kilómetros a la redonda, y muy pocas en cinco kilómetros. Además, el tipo de tierra pedregosa de la zona permitía sostener que cualquier intento de excavación se detectaría de inmediato.
Pedimos el apoyo del Ejército y de la Marina, que ya nos habían auxiliado en El Altiplano, para establecer puntos de control carretero en los accesos al penal, que no era precisamente el mejor del país: En el informe de evaluación penitenciaria de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos había recibido una calificación bastante mediocre: 6.55 en una escala del 1 al 10. La CNDH había reportado, entre otras, fallas en los servicios de salud y deficientes condiciones de higiene. No era el mejor, pero sí el más seguro para él.
Trasladamos al Chapo a Ciudad Juárez el 6 de mayo de 2016. Después de los exámenes de rutina, lo subimos a un helicóptero Black Hawk que del Altiplano lo llevó a la Ciudad de México, custodiado por el comisionado de PYRS. En el hangar lo esperábamos los comisionados de policía, del servicio de protección federal y quien esto relata.
Al llegar lo subimos a la parte trasera de un avión junto con dos custodios y nosotros nos instalamos en la parte delantera. Llegamos a Juárez, donde nos aguardaba otro helicóptero para conducirlo al penal. El Chapo tendría en adelante un módulo de alta seguridad exclusivo para él, con monitoreo permanente las 24 horas del día.
Para su custodia destinamos 75 elementos, 25 por cada órgano desconcentrado al mando de un comandante que me reportaba directamente a mí. Revisamos con detalle el módulo, el patio, los accesos, la estancia, las cámaras. Revisamos los protocolos en el penal. Hablamos con el personal especial asignado, haciéndole ver la importancia de la custodia que iban a emprender. Les prohibimos cruzar palabra con el interno.
Pernoctamos en Juárez y al día siguiente realizamos otra visita de supervisión en el penal. Después iríamos con frecuencia a revisar las condiciones del internamiento. Habré cruzado palabra en dos o tres ocasiones con el Chapo, básicamente para verificar esas condiciones. No era un hombre altanero. Se mostró respetuoso. Y así hablamos: con respeto, con distancia.
Todos teníamos muy claro lo que podía significar una nueva fuga… para el gobierno, para nosotros. Por eso nos reuníamos cada semana con el coordinador de asesores del secretario para revisar los incidentes del periodo; evaluábamos la estrategia de la defensa para valorar las respuestas mediáticas. En fin, la idea era no bajar la guardia.
La salida
Si el traslado del Chapo de un penal para ingresarlo a otro implicaba de por sí un movimiento logístico plagado de riesgos y problemas, sacarlo con la agilidad suficiente para que no se desatara estruendo mediático o se alcanzara a solicitar una suspensión contra la medida resultaba también complejo.
Como lo relataron algunos medios, el 19 de enero de 2017 se abrió una ventana de oportunidad jurídica al causar estado el último juicio de amparo solicitado por el Chapo contra la extradición. Lo anterior implicaba la inexistencia de la suspensión y la posibilidad de moverlo.
La extracción y el desplazamiento tenían que ser rápidos y efectivos. En comunicación con el secretario de Gobernación, con el procurador general de la República –que ya entonces era Raúl Cervantes–, con el jefe de la Agencia de Investigación Criminal y, exclusivamente, con el comandante a cargo del grupo especial, se trataba de extraer rápidamente al Chapo sin generar sospechas, para evitar el amparo contra el traslado o el ruido de los medios.
Había que tener listos los documentos para el egreso, permitir el aterrizaje del helicóptero de las Fuerzas Armadas que lo conduciría al aeropuerto. Había que avisar a los mandos operativos desplegados en la zona que la salida estaba autorizada, que no se trataba de una fuga. Y había que hacer todo esto en tiempo real.
Fueron momentos complejos. Un error o una omisión en la cadena de información podía acarrear consecuencias desastrosas, en función del protocolo preparado para el intento de fuga.
Empero, el 19 de enero por la tarde volaba el Chapo hacia los Estados Unidos. Todavía en el aire, por razones de seguridad, se desconocía su destino.
Al día siguiente, como era mi costumbre, al llegar a la oficina encendí la pantalla donde lo monitoreábamos. No lo vi y me espanté. Después sonreí…
fuente.-
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Tu Comentario es VALIOSO: