En materia de escándalos y nota roja, la década había comenzado con la acción desesperada de una mujer, prisionera de un hombre que se sabía poderoso e impune, y llegó a su fin con un doble homicidio que sorprendió a todo el país.
Los últimos 72 internos —ya no se les llamaba reos o reclusos, mucho menos presos— abandonaron la vieja construcción el 27 de agosto de 1976. Los últimos de los miles que habían dejado allí las horas y los días, desde su inauguración en 1900. Un oscuro torbellino de memorias donde lo mismo cabía el exsoldado revolucionario al que “guardaron” un rato por salir a tirar balazos al aire una noche de 15 de septiembre, hasta criminales brutales, escritores en infortunio, magnicidas y los primeros capos de la droga. Ese era el universo que se cerraba, como quien quiere olvidar un mal sueño, al clausurar la Cárcel Preventiva de la Ciudad de México: Lecumberri.
La vieja cárcel, que había visto tantas historias, cargaba con el estigma adicional de haber albergado los cadáveres baleados de Francisco I. Madero y José María Pino Suárez, asesinados junto al muro trasero. Su vida útil como prisión se terminaba a fuerza de sobrepoblación, de desatención jurídica y de corrupción.
Aquel primer sexenio de los años 70, el de Luis Echeverría, quiso soñar muchos anhelos de modernidad. Uno de esos era una renovación del sistema carcelario, y había comenzado casi con la década. Sergio García Ramírez, que sería el último director de Lecumberri, entre mayo y agosto de 1976, llevaba años insistiendo en la necesidad de renovar ese ámbito de la vida nacional, aunque costara trabajo mirarlo y comprenderlo.
Así, se habían ido construyendo otros reclusorios. Santa Marta Acatitla, en 1957, el Norte y el Oriente entraron en funcionamiento en 1976, el mismo año en que se fugó de Lecumberri el narcotraficante Alberto Sicilia Falcón. Aunque fue capturado a los pocos días, su escape fue el último gran escándalo del viejo penal, y puso en evidencia un secreto a voces: en Lecumberri todo se podía conseguir mediante dinero. Todo el sistema corría aceitado con pesos, pocos o muchos, bajo el viejo principio de que “asegún el sapo, es la pedrada”.
Se cobraba por no lavar las letrinas, por la visita de los defensores, por la visita familiar y la conyugal. Las celdas, en mejor o peor estado, con permiso de tener desde un modesto radio de transistores, hasta televisión a color, se cotizaban de a mil, de a dos mil, de a tres mil pesos, hasta de 15 mil.
De a 5 mil pesos era el pago porque los de nuevo ingreso no hicieran fajina. Los que le entraban a los talleres —imprenta, jabonería, sastrería, mecánica, carpintería, herrería— ganaban unos 25 pesos a la semana, y por cada dos días de trabajo, se ganaban un día menos de condena. Los presos de Lecumberri hicieron, durante décadas, las bancas de hierro forjado de los parques públicos, usando los moldes que tenían el águila del Escudo Nacional de tiempos de don Porfirio.
En esos últimos días, las crujías y las oficinas estaban pintadas de colores fríos: azules, verdes, algún ocre desconcertante. Como ocurría desde hacía décadas, al grito de “¡ya parió la leona!” ingresaban los nuevos reclusos: rateros viejos de edad y de oficio; chavos de greña y camisas estampadas, y algunos, responsables de delitos de más categoría.
Para 1976, ya no existía la crujía “J”, que había aportado al léxico popular del mexicano el calificativo “joto” para referirse a los homosexuales que eran encarcelados. Pero estaban la “I” y la “L”, para quienes cometían fraudes y delitos patrimoniales, la “E” para los culpables de robo y la “D” para los homicidas. A los de nuevo ingreso los mandaban a la “H”, y la “O” Poniente y la “M” alojaban a los activistas y los terroristas. A la “N” mandaban a los castigados dentro del penal. Allí estaban los apandos, esos lugares nefastos, húmedos y malolientes donde nunca entraba la luz del sol.
Lecumberri tenía capilla dedicada a la Virgen de la Merced, redentora de cautivos. Allí rezaban algunos. O buscaban consuelo cuando les pegaba el “carcelazo”, ese rapto depresivo y melancólico que lo mismo había atacado a personajes como el escritor Álvaro Mutis —que en la década anterior se había hecho famoso por dar voz al narrador de la serie televisiva Los Intocables— que a los integrantes del Consejo Nacional de Huelga de 1968 o a homicidas que habían aterrado a la ciudad, como El Pelón Sobera de la Flor.
Cuando García Ramírez recibió el parte final, donde se declaraba vacía la cárcel, existía la expectativa de que en los nuevos reclusorios ya no se escribirían historias aterradoras como la de El Sapo, multihomicida, El Chalequero, asesino serial del porfiriato; de persecución política como David Alfaro Siqueiros, Demetrio Vallejo o José Revueltas. Como las de Lecumberri, no, ciertamente. Pero algunas de las que se han ido construyendo en las prisiones posteriores, resultaron aún peores.
EPÍLOGO. Se dijo que, si hubiera sido por Luis Echeverría, Lecumberri habría sido demolida. También se supo que un grupo de intelectuales se reunió con él y lo convenció de que la construcción tenía un valor histórico y arquitectónico. Aún tomaría 6 años concretar la adaptación que convirtió a la antigua penitenciaría en la sede del Archivo General de la Nación.
En el gremio de los ingenieros rueda una anécdota: a poco del cierre del penal, llegaron los responsables de la remodelación, para encontrarse con que la construcción estaba infestada de ratas que llenaban patios, celdas y pasillos. Algunos de aquellos ingenieros y arquitectos emprendieron en las colonias aledañas una campaña de reclutamiento de gatos. La estrategia parecía muy sencilla: reunir muchos felinos, y soltarlos en la cárcel para que hicieran lo que correspondía a su vocación depredadora.
Cuando los remodeladores volvieron, una semana después, se encontraron con que su proyecto había fracasado: los mininos estaban trepados en los bordes de los muros, mientras la legión de ratas, agresivas y hambrientas, los acechaban abajo, esperando que alguno cayera por cansancio o por inanición. En esa violencia, en esa furia, estaba el último eco de la cárcel de Lecumberri.
CON UN “AUTOVIUDAZO” INICIÓ LA DÉCADA: LA MUERTE DEL PERIODISTA CARLOS DENEGRI.
En el primer día de 1970, el escándalo despertó a los que habían pasado plácidamente la Nochevieja. Un notorio periodista, Carlos Denegri, temido por muchos, había muerto en su hogar. Tenía un balazo en la cabeza, aparentemente disparado por su esposa, Herlinda Mendoza Rojo, quien, desde hacía año y medio era conocida por Linda Denegri.
Los periódicos vespertinos eran, en aquellos días, los vehículos ideales de los capitalinos para tres cosas: ver la cartelera de los cines, las variedades en los cabarets y centros nocturnos, y leer el escándalo policiaco del momento. Era primero de enero y ya tenían materia prima para la nota principal. No eran aún los tiempos de la expansión del feminismo en México, de manera que Linda fue juzgada y condenada sin atenuantes que, en un pasado más reciente, habrían generado debates importantes y, acaso, una valoración diferente.
Porque la muerte de Denegri, uno de los grandes reporteros de mediados del siglo XX, corresponsal mexicano en la Europa de fines de la segunda guerra mundial, pionero de los noticieros televisivos y muy leído columnista, solamente hizo público algo que mucha gente sabía: que su esposa, la tercera, 24 años más joven, vivía una larga cadena de maltratos y agresiones y que llevaba meses intentando, infructuosamente, separarse de aquel hombre que, más que cortejarla, la había perseguido y presionado para convencerla de casarse con ella.
Las historias de los viejos periodistas del siglo XX hablan de un Carlos Denegri gran narrador, director de la publicación ya desaparecida Revista de Revistas y colaborador de Life. Amigo, por lo menos cercano a los hombres del poder político y económico, parecía que no había barreras a sus deseos y a sus caprichos. Y sí, se hablaba abiertamente de tráfico de influencias, cuando no de corrupción. Combinaba triunfos periodísticos como sus entrevistas a Martin Luther King, John F. Kennedy, Francisco Franco, Golda Meir y muchos más, con un mundo mucho menos luminoso, donde los secretos personales, los negocios turbios y los errores del pasado, se convertían en mercancía que le redituaba buenos beneficios, fuera por explotarlos publicándolos o por conservarlos en las sombras, para alivio de sus propietarios.
En la cárcel, Linda Denegri se atrevió a contar su historia: intentaba escapar de su esposo, que, alcoholizado, se volvía sumamente violento. Aseguró que pretendía ocultar la pistola que Denegri tenía en un cajón, para evitar que la atacara a ella o a sus hijos. El periodista la interceptó. Forcejearon. Ella escuchó una detonación y vio a su esposo caer al suelo. Cuando llegó la policía, ella permanecía en estado de shock. Esa condición, que duró horas, la puso a merced de un abogado que, además de cobrarle muchísimo, nunca logró el menor beneficio de la ley.
Ataques con sables, con pistolas, golpes e insultos, alternados con ruegos, obsequios y etapas de dulzura profunda, compusieron la vida de Herlinda Mendoza junto al periodista Denegri. En el siglo XXI se habría discutido el terrible caso de violencia familiar, acaso de intentos de feminicidio como parte de la historia. Pero hace 49 años, Linda no encontró sino la complicidad para con Denegri por parte de mucha gente, desde directores de prisiones hasta meseros, fuese por amistad, por conveniencia o por temor. Esa complicidad que aún después de muerto el periodista, la mantuvo tras las rejas.
CON UN DOBLE ASESINATO SE TERMINÓ LA HISTORIA CRIMINAL DE LOS 70: EL CASO FLORES ALAVEZ.
“¡Fue el nieto!”, gritaron los periódicos el 11 de octubre de 1978: cinco días antes, en una casa de Avenida de las Palmas, habían amanecido muertos a machetazos Gilberto Flores Muñoz, exgobernador nayarita y director de la Comisión Nacional Azucarera, y su esposa, la escritora Asunción Izquierdo. El doble homicidio también se convirtió en un escándalo nacional.
Las autoridades, casi de inmediato, afirmaron que el nieto consentido de Asunción Izquierdo, Gilberto Flores Alavez, de 22 años, había caído en contradicciones al narrar los hechos. Nadie en la casa de las víctimas, nietos y servidumbre, se habían enterado de lo que ocurrió en las habitaciones de los abuelos. La clase política exigió la resolución del caso, y se mostró en desacuerdo con las hipótesis policiacas que comenzaban a apuntar hacia el muchacho Flores Alavez. Llovían ataques contra el capitán de la Policía Judicial del Distrito Federal, Jesús Miyazawa.
Fueron 11 las personas detenidas y a quienes tomaron declaración. El cerco se fue cerrando, y finalmente, Gilberto confesó que él era el autor del crimen, “por una enfermedad mental”. Recibió una condena de 28 años de prisión, y, en su momento, se aseguró que el móvil tenía que ver con regaños y disgustos entre los abuelos y el nieto, y la herencia que recibiría cuando ellos muriesen.
De aquellos días data un cartón de Rogelio Naranjo, que hablaba del “horroroso nieto que horrorizó a la horrorosa sociedad”. En esos días, cuando se hablaba “del nieto” a nadie le quedaba duda de que se refería al presunto homicida del matrimonio Flores Izquierdo.
Pero el padre de Gilberto, el médico Gilberto Flores Izquierdo, junto con un equipo de abogados, trabajaron sin descanso para liberar al muchacho, argumentando que se habían manipulado las pruebas forenses para inculparlo. El muchacho, gracias a ese trabajo, fue liberado a principios de los años 90. En 2009, aseguró a la prensa que sus abuelos habían sido asesinados con el conocimiento del entonces presidente José López Portillo, porque Flores Muñoz tenía pruebas de la corrupción de la industria azucarera. Pero en ese lejano 1978, la historia de aquellos ancianos asesinados, vinculados con el más alto poder político, llenó planas y planas de la nota roja más sensacionalista de aquellos tiempos.
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