Los huesos de los tres muchachos, las circunstancias en que fueron hallados, el relato a su alrededor, dibujan una de tantas puertas de entrada al universo Ayotzinapa, una de las grandes vergüenzas del México moderno, un caso que ilumina una realidad mil veces probada en el país, la cercanía –cuando no algo más– entre el crimen organizado y las diferentes esferas del Estado. Dos gobiernos han naufragado en este caso oceánico, aunque por motivos muy distintos. El primero, dirigido por Enrique Peña Nieto (2012-2018), trató de cerrarlo en falso, valiéndose de la tortura como técnica de investigación. El segundo, encabezado por Andrés Manuel López Obrador, avanzó hasta que las pesquisas toparon con las Fuerzas Armadas.
El resultado es que, a día de hoy, aún se ignora qué fue de los muchachos. Se saben algunas cosas, que llegaron al municipio de Iguala, en el Estado de Guerrero, la tarde del 26 de septiembre de 2014, con la intención de secuestrar autobuses en la terminal local, una práctica habitual. De origen humilde, los estudiantes de Ayotzinapa y del resto de las 15 normales rurales del país toman vehículos para sus viajes y luego los devuelven. En esa ocasión, los usarían para trasladarse a Ciudad de México, a conmemorar la matanza de Tlatelolco. Pero aquella tarde, cuando decenas de ellos salieron con cinco autobuses de la terminal de Iguala, policías locales y criminales les atacaron a balazos.
Apoyado en la acción u omisión de las autoridades, el grupo criminal de la región, Guerreros Unidos, que manejaba un importante negocio de producción y venta internacional de heroína desde Iguala, los cazó como animales. Los investigadores asumen actualmente que los criminales los mataron, que lo hicieron en diferentes lugares, que sus restos acabaron quemados, reducidos a pequeños fragmentos de hueso, o deshechos en ácido. Que los asesinos repartieron lo que sobró en diferentes lugares, minas abandonadas, barrancas, pozos… Pero no hay certeza de quiénes lo hicieron, dentro del enorme entramado criminal de la región. Tampoco de dónde.
Las incógnitas dominan igualmente el motivo de los atacantes. ¿Fue por un envío de heroína, escondido en uno de los autobuses que los estudiantes trataban de secuestrar, transporte que empleaba Guerreros Unidos? ¿O acaso los confundieron con un grupo enemigo? ¿Llegó en verdad una banda criminal contraria a Iguala esa tarde? ¿Fue una mezcla de todo? No hay repuesta que beba de la certeza. En un país en que la tasa de delitos no castigados ronda el 90%, Ayotzinapa, pese a los esfuerzos de los últimos años, no es ninguna excepción.
En este asunto, buena parte del fracaso apunta a la fiscalía de Peña Nieto. En México, la fiscalía se encarga de las investigaciones penales y, en aquella época, la dependencia respondía directamente al presidente, antes de que una reforma la convirtiera en un ente supuestamente autónomo. De la cadena de negligencias, omisiones o directamente corruptelas de la fiscalía entonces, destaca el hallazgo del hueso de Alexander Mora, en octubre de 2014, en un río. La aparición de ese hueso ilumina una de las grandes polémicas de los primeros años, la presunta falsedad de la versión del ataque que dieron las autoridades entonces.
Durante mucho tiempo, la idea de que el Gobierno Peña Nieto (2012-2018) había tratado de cerrar en falso la investigación quedaba en el terreno de la sospecha. Con mucha seguridad, los investigadores principales, el fiscal Jesús Murillo, y sus ojos en el terreno, Tomás Zerón, explicaron en varias conferencias de prensa a finales de 2014 y principios de 2015, que Guerreros Unidos había acabado con los estudiantes en un basurero en el municipio de Cocula, no muy lejos de Iguala. En el basurero, dijeron, habían terminado los 43. Algunos habían llegado ya muertos, a golpes. A otros los asesinaron allí. A todos los quemaron en una enorme hoguera. Luego arrojaron sus restos al cercano río San Juan.
Esta versión que Murillo y Zerón desplegaron ante la sociedad quedaba convenientemente apuntalada a finales de octubre de 2014, cuando buzos de la Armada encontraron en el río San Juan bolsas con huesos. Entre los huesos, uno resultó ser de Mora, un estudiante de magisterio de primer año, entregado a los estudios y al fútbol. Pero fragmentos de información que fueron saliendo a la luz en los meses siguientes acabaron convenciendo a la opinión pública de que aquel hallazgo no era más que parte de un montaje colosal. Peritos independientes denunciaron que en aquel basurero no había habido una hoguera lo suficientemente grande para quemar a 43 personas. Investigadores externos sugirieron que aquellos huesos habían aparecido en el río de manera demasiado conveniente, como si alguien los hubiera colocado allí.
Hoy, los actuales investigadores no tienen duda alguna de que Murillo y su equipo armaron la historia del basurero como quien escribe una novela. Que lo hicieron para evitarle mayor desgaste político al Gobierno. No es que descarten del todo el escenario del vertedero, pero asumen que hubo otros y que los muchachos fueron separados en grupos antes de desaparecer para siempre. Murillo cayó preso hace un par de años y solo salió por su mal estado de salud. La Fiscalía le acusa de desaparición forzada y delincuencia organizada. Sobre Zerón pesan las mismas acusaciones, pero el exfuncionario huyó hace años de México y se refugia en Israel. Media docena de viejos trabajadores de la Fiscalía están procesados por haber colaborado en construir el andamiaje legal de la versión del basurero.
Las Hipotesis
Y si no fue el basurero, o no solo el basurero, entonces, ¿qué? Es la gran pregunta de los últimos años. ¿Qué pasó entre las 22.30 del 26 de septiembre de 2014, momento de las primeras desapariciones, y la mañana siguiente? La información recopilada hasta ahora permite esbozar algunos movimientos, pero ya en la madrugada, el dibujo se rompe y solo quedan conjeturas. A las 22.30, policías de Iguala se llevaron a un grupo de muchachos, alrededor de 20, de uno de los dos escenarios principales de la agresión, Juan N. Álvarez y Periférico, en el norte de Iguala. Los muchachos habían llegado allí en tres autobuses desde la terminal, y los policías, que los emboscaron en el cruce, se llevaron solo a los del último vehículo. En ese iba Jhosivani Guerrero.
Más o menos a la misma hora, policías de Iguala y del municipio cercano de Huitizuco se llevaron a otro grupo de muchachos, entre 15 y 20, del otro escenario principal del ataque, el tramo de Periférico sur, frente al Palacio de Justicia, donde habían llegado en dos autobuses. Los investigadores han probado que integrantes de Guerreros Unidos y policías de varias corporaciones tuvieron comunicación esa noche. También que el Ejército tenía agentes de inteligencia en ambos escenarios, además de una patrulla al mando de un oficial, dando vueltas por el municipio. En realidad, todas las corporaciones de seguridad estuvieron presentes esa noche, la policía estatal, la federal, incluso el servicio de inteligencia.
Hoy, decenas de servidores públicos están en la cárcel por este caso. De los más de 142 procesados, hay alrededor de 60 policías locales, 17 militares, el antiguo jefe de la policía de Guerrero… A algunos los agarraron por su participación activa en la desaparición, caso de los policías de Iguala, Cocula y Huitzuco. A otros, por su presunta colaboración con Guerreros Unidos, caso de los generales que antaño comandaron los cuarteles militares de Iguala, y el vecino Teloloapan. E incluso hay militares, como el oficial al mando de la patrulla que anduvo dando vueltas por Iguala esa noche, acusados de ambos delitos.
Los investigadores saben que los agentes se llevaron solo a los muchachos del primero de los dos autobuses que llegó al Palacio de Justicia. Además, asumen que los estudiantes desaparecidos allí fueron repartidos entre patrullas de la policía de Iguala y Huitzuco. A los primeros los llevaron rumbo a la colonia Loma de Coyotes, en el suroeste de Iguala. A los segundos, hacia Huitzuco, donde el líder local de Guerreros Unidos tenía relación directa con el jefe de policía y sus hijos, también agentes. Estos tres últimos están prófugos. Alexander Mora y Christian Rodríguez iban supuestamente a bordo de ese vehículo.
Del otro autobús del Palacio de Justicia, los muchachos que iban a bordo alcanzaron a huir, viendo cómo los policías baleaban a sus compañeros, unos metros adelante. Desde la llegada a México del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), comisionado por la CIDH para que apoyara en las investigaciones, y la entrega de los primeros reportes, en 2015, se ha especulado con que este autobús podría haber contenido un cargamento de heroina. La historia es que el vehículo fue el único de los cinco que, en medio de la cacería, con Guerreros Unidos organizando varios anillos de retenes alrededor de Iguala, salió como si nada hacia el norte. La leyenda es que esa facilidad respondía a lo que contenía el autobús.
Desde el escenario de Juan N. Álvarez, la policía de Iguala se llevó a los muchachos a una instalación de la corporación, conocida como barandilla, un depósito de vehículos, con cuartos que servían de celdas. Entre las 23.00 y las 00.00, los agentes entregaron a los muchachos a Guerreros Unidos, por lo menos los que seguían en Iguala, los del escenario de Periférico norte, trasladados a barandilla, y los que trajeron del Palacio de Justicia. Agentes de Cocula movieron en patrullas a una parte de los que estaban en barandilla, según las cámaras de seguridad del municipio. Además de esos dos grandes grupos, la red criminal cazó a otros cinco o diez muchachos, en las calles de Iguala, mientras ellos trataban de esconderse.
Hay pequeñas ventanas al proceso de desaparición. Documentos de espionaje del Ejército, que monitoreaba en tiempo real las comunicaciones del grupo criminal en la época, muestran, por ejemplo, un intercambio de mensajes entre un jefe policial local y el líder del grupo criminal en Cocula, Gildardo López Astudillo, alias El Gil, en esas horas. El policía, que nunca ha quedado claro si pertenece a la policía de Iguala o de Cocula, le dice a El Gil que tiene a 17 de los 43, “en una cueva”, refiriéndose presuntamente a barandilla. Le pregunta que qué hace con ellos. Como el otro no le responde, al final el policía le dice que ya todos los “paquetes” se entregaron. Es en ese momento cuando el dibujo se rompe.
Muchos de los testimonios obtenidos de integrantes de Guerreros Unidos, antiguos y recientes, dirigen la acción a una colonia del suroeste de Iguala, Loma de Coyotes, en la ruta a Cocula. Ahí habría ocurrido la entrega de los estudiantes a los criminales. Pero hay dudas. El Gil, detenido en 2015 y liberado después,por la tortura a la que supuestamente fue sometido, se convirtió en testigo protegido de la Fiscalía en 2019. Él señala que las autoridades –en las que incluye, además de policías locales, a estatales y militares– entregaron a una parte de los muchachos en una colonia algo más al este de Loma de Coyotes. Y que entregaron a otro grupo en una colonia cerca de otro punto mencionado en varias declaraciones, la colonia Pueblo Viejo, al norte de Loma de Coyotes.
Las declaraciones de El Gil como testigo protegido son interesantes y han protagonizado una buena cantidad de portadas en los diarios estos años. Pero hay que tomarlas con pinzas. En la narrativa desplegada por Murillo y Zerón en años de Peña Nieto, El Gil aparecía como el coordinador de los movimientos de los sicarios de Guerreros Unidos, durante el ataque y las horas posteriores. Los primeros detenidos tras el ataque, a finales de 2014 y principios de 2015, presuntos integrantes de su estructura, lo señalaban como el jefe, solo por debajo de los hermanos Casarrubias, líderes de la organización. Fue su gente, dijeron entonces, quienes asesinaron a los muchachos y se encargaron de desaparecer sus cuerpos.
En sus declaraciones como testigo protegido, él se pinta fuera de la acción. El Gil tampoco menciona a ninguno de los sicarios que supuestamente estaban bajo su mando, caso de El Cepillo o Terco, El Jona, El Pato, El Chereje… Apunta, sin embargo, a otras estructuras dentro de Guerreros Unidos, principalmente los hermanos Benítez Palacios, conocidos como los Tilos. Él dice que Los Tilos recibieron a un grupo de muchachos cerca de Loma de Coyotes, que los deshicieron con ácido y tiraron los restos por una coladera. En lo que respecta a la intervención de Los Tilos, su relato parece creíble, porque en 2015, tras su detención, señaló igualmente a Los Tilos de llevarse a un grupo de muchachos.
El problema en este punto es que es la palabra de unos contra otros y que muchos que aparecen mencionados en tal o cual declaración están muertos. Así, El Gil dice que el otro grupo de muchachos, el que no se llevan Los Tilos, los “destaza” otro de los sicarios, Nicolás Nájera Salgado, alias El May. Pero antes, El May, detenido en 2016, había dicho que “el responsable de todo era El Gil”. Sidronio Casarrubias, jefe absoluto de la organización, detenido en 2015, también señala a El Gil, que se quita el balón de encima y además de Los Tilos y El May, señala a Jesús Pérez Lagunas, alias El Güero Mugres, quien supuestamente mantenía el contacto con las autoridades, de ordenar el ataque contra los muchachos.
En su último informe, publicado en 2022, la comisión presidencial que ha investigado el caso Ayotzinapa estos años señala hasta nueve posibles ubicaciones donde los criminales podrían haber llevado a los estudiantes. Es un cálculo conservador, que la misma comisión enmienda, añadiendo el nombre de casi todos los municipios vecinos de Iguala. La muerte de más de dos docenas de presuntos implicados estos años, entre ellos un hermano Casarrubias, de covid, uno de sus lugartenientes principales, Juan Salgado, asesinado por policías de la fiscalía federal en 2021, y otro de los presuntos perpetradores materiales, Eduardo Joaquín Jaimes, alias El Chucky, dificulta llegar a verdades irrefutables.
La barranca y la ruptura
El relato obliga a volver a El Gil, porque gracias a él los investigadores llegaron a los huesos de Jhosivani Guerrero y Christian Rodríguez, en 2019 y 2020. La parte positiva fue el hallazgo, la negativa, que todavía hoy se ignora cómo ocurrió. Antes de formalizar su colaboración, a finales de 2019, El Gil y un antiguo secuaz viajaron con los investigadores a la región de Iguala, para que este último les contara cómo se había deshecho de parte de los restos de los que supuestamente le había tocado deshacerse.
Varios de los testimonios recopilados estos años señalan que parte de los muchachos, ya asesinados, acabaron metidos en bolsas y trasladados a funerarias con crematorios en Iguala. El Gil menciona la funeraria El Ángel, que daba servicios forenses a la fiscalía de Guerrero. Allí, declara, llevaron a los que El May supuestamente había asesinado antes. Otro testigo, Ernesto Ramírez, alias Neto, cuya declaración aparece en el libro más reciente de López Obrador –es la única declaración que lo hace– señala la funeraria Urióstegui, a las afueras de Iguala, donde supuestamente él y sus compinches llevaron más de una decena de bolsas con restos humanos desde una bodega de Loma de Coyotes.
Cierto o no lo anterior, es en ese contexto en el que hay que acomodar la búsqueda de El Gil y su secuaz. El muchacho dice que, en aquellos días, le tocó deshacerse de varios costales con restos de al menos cuatro personas. Él, cuenta, les dice a los investigadores que lo hizo en la barranca de la Carnicería, en Cocula, no muy lejos del célebre basurero, a 800 metros concretamente. Los investigadores se ponen a trabajar y encuentran cientos de fragmentos, de los que finalmente les sirven una veintena. Entre ellos figuran los de Guerrero y Rodríguez.
No se sabe quién es este muchacho que llevó a los investigadores a la barranca. No aparece en el expediente. Nunca rindió declaración ante la fiscalía y parece difícil que ocurra más adelante. A finales de agosto, la fiscalía detuvo a El Gil, en Ciudad de México, por un viejo cargo de tráfico de drogas, cerrando la ventana de colaboración. Era un rumor escuchado desde hacía tiempo. Sus principales valedores en la fiscalía y el GIEI habían dejado el país y el Ejército, que El Gil había señalado varias veces en sus declaraciones –parte de las pruebas contra oficiales y jefes dependen de sus dichos–, lo tenía en la mira.
Su detención ocurría después de dos años de tiranteces entre las familias de los 43 y el Gobierno, a cuenta precisamente del Ejército, y de los documentos de espionaje castrense, núcleo de un desencuentro que ha ido a más con los años, y que ha marcado la etapa final de las investigaciones. Como ha documentado el GIEI hasta la saciedad, el Ejército monitoreaba las comunicaciones de la red criminal de Iguala en tiempo real, en la época del ataque. El documento en que El Gil y un agente hablan de un grupo de 17 muchachos, mientras los policías los desaparecen, disparó una búsqueda por archivos militares, para tratar de encontrar otros parecidos. Pero por mucho que el GIEI buscó, junto a la comisión, solo aparecieron algunos, de escasa relevancia para la investigación.
En su búsqueda, el GIEI llegó a denunciar que la Secretaría de la Defensa había movido archivos para evitar su hallazgo. Pero por muchas denuncias que los investigadores hicieron, la respuesta castrense fue cerrarse y decir que no tenían más. López Obrador dio la razón a los militares y las posturas quedaron así. Cuando las familias aludían al famoso documento en que El Gil y el jefe policial hablan de un grupo de los 43, y preguntaban por el resto de documentos, el Ejército llegó a contestar, en una carta, que mejor le preguntaran a El Gil.
Ese podría ser uno de los cierres simbólicos de la investigación del Gobierno actual, que concluye su mandato el 30 de septiembre. A su llegada al poder, en diciembre de 2018, López Obrador había tomado las pesquisas como algo personal. Creó la comisión y patrocinó la vuelta de los investigadores externos, el GIEI, que habían salido años antes, criticando las artimañas de Murillo y compañía. Bajo el nuevo impulso, la Fiscalía creó una unidad especial para el caso. Era un reto para el Estado, deshacer la madeja que habían creado sus antecesores, encontrar pistas, testigos, buscar a los 43, encontrarlos.
Los primeros años fueron positivos, pero se trató solo de un espejismo. Queriendo o sin querer, la enorme cantidad de personas adscritas a la investigación, en los diferentes equipos dedicados a ella, acabaron por molestarse. En 2022, la comisión que había creado López Obrador publicó un primer informe con datos que luego tuvieron que desechar, por inverificables. El presidente asumió como bueno el trabajo de la comisión y protestó cuando la Fiscalía pidió la detención de más de 80 personas –entre ellas una veintena de militares– pues, a su entender, la Fiscalía debía plegarse a los resultados del informe de la comisión. Producto de todo eso y de otras tiranteces, el fiscal especial dimitió y la mitad del GIEI abandonó la investigación.
De mediados de 2022 en adelante, las pesquisas no han avanzado demasiado y la buena relación entre el Gobierno y las familias de los 43 se enfrió, hasta el punto de romperse, este verano. La intromisión del presidente, la salida del fiscal y del GIEI, que abandonó definitivamente el caso el año pasado, tensaron la cuerda. La aparente negativa del Ejército a entregar todos sus archivos referentes al caso dieron la puntilla a la relación. El caso no se ha movido mucho más. Se han realizado detenciones, algunas importantes, la última la de El Cepillo este mismo sábado. Se han hecho búsquedas en decenas de parajes en Guerrero. Pero de momento, la única certeza son esos tres trozos de hueso. Tres trozos de hueso en 10 años.
Fuente.-Pablo Ferri/DIARIO ESPAÑOL/ELPAIS
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