“Amores que matan” es, entre otras cosas, el título de una canción del cantautor español y rey de los bohemios, Joaquín Sabina, quien en próximas fechas deleitará en vivo a sus fans de México. Al igual que muchas personas, no lo cuento entre mis gustos; sin embargo, es preciso reconocer el valor lírico de creaciones como esta, que hace un uso magnífico de contrastes, metáforas y aliteraciones para enaltecer el amor libre, honesto y atrevido. No obstante, en un país en el que se cometen siete de los 12 feminicidios que se registran cada día en América Latina, los “amores” que matan son también un significante vil y funesto.
De acuerdo con estimaciones de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, en México hay en promedio siete muertes de mujeres con presunción de homicidio al día, cuyas causas incluyen mutilación, asfixia, ahogamiento, ahorcamiento, degollamiento, herida con arma blanca y con arma de fuego. El catálogo de depravaciones que engrosan la estadística no solamente es infamante, sino que se asemeja a lo que uno esperaría ver en una guerra: crueldad, terror, humillación, poder, dominación. Al parecer, un sector no menor de la sociedad mexicana tiene la consigna de conservar el sometimiento de las mujeres como uno de sus preceptos de convivencia, incitando a los peores hombres del país a declarar una guerra punitiva contra las mujeres, sus libertades y sus derechos.
Morir como esclavo
No es infrecuente escuchar o leer comentarios u opiniones sobre la proporción de muertes violentas entre hombres y mujeres. Es un hecho que en casi cualquier país del mundo, quizá con un puñado de excepciones, es de cinco a 10 veces más probable ser asesinado si se es varón. Esta queja, en apariencia legítima, así como otras que por su ridiculez no vale la pena mencionar –como aquellas que aparecieron escritas en cartulinas en las redes sociales hace un tiempo—, son usadas como excusas para minimizar la violencia que se ejerce contra las mujeres en este contexto de desigualdad.
Quienes de una u otra forma estamos familiarizados con los estudios de género asimos de inmediato la lógica estructural y/o simbólica de porqué estas muertes, todas lamentables, no son en absoluto comparables. No obstante, quizá no sea necesario urdir en los entresijos de alguna teoría para explicarlo; tal vez baste una comparación burda para quien no cuente con estos insumos intelectuales.
Cuando escuchamos en las noticias que otra –otra… no una— mujer fue encontrada mutilada, violada y asesinada en un paraje desierto de una carretera, nos enfrentamos con que la forma de morir se muestra como una representación fatídica de cómo vivió la víctima. Quienes se quejan de la proporción de homicidios masculinos en comparación con las femeninos, usualmente recurren a la guerra contra las drogas, o la guerra per se, como prueba de sus dichos. Pero piénsese esto: si se hubiese juzgado la condición de las personas de raza negra en los Estados Unidos durante la Guerra Civil desde un punto de vista numérico, alguien muy bien podría haberse quejado sobre que las personas de raza blanca morían más, al menos, en el bando de la Confederación. Por razones evidentes, las personas de raza negra no formaban parte del contingente militar confederado; sólo los individuos de raza blanca podían ser parte activa del conflicto.
En las filas confederadas los negros eran relegados a funciones secundarias, como cavar trincheras, construir caminos y levantar fortificaciones. Llevar a cabo esas funciones representaba un riesgo menor que enfrentar el fuego enemigo, lo que evidentemente producía una tasa de mortalidad muy inferior entre las personas de raza negra. No obstante, centenas de esclavos murieron de hambre, cansancio o ejecutados por supuestas negligencias. Mientras que el soldado blanco que caía en hechos de combate era condecorado póstumamente, el esclavo negro que moría de inanición o cansancio era entregado a sus familiares sin mayor explicación o condecoración si es que tenía suerte; si no la tenía, era arrojado a una fosa común, como sucede con centenas de mujeres en nuestro país.
Esa, la experiencia mortuoria de un esclavo, es la que miles de mujeres experimentan en México y el mundo cada año. No por el hecho de que murieran menos esclavos, ser esclavo es un privilegio. ¡Nadie diría semejante estupidez! Pues bien: no por el hecho de que sean asesinadas menos mujeres, ser mujer es una ventaja.
Lo peor del caso es que la comparación que he hecho tiene defectos que dan cuenta de la profundidad de la injusticia que experimentan las mujeres víctimas de feminicidio. ¡Vaya! El asunto va por partida doble: ¿cómo se podría comparar, en todo caso, la muerte de alguien que, a bayoneta calada, estaba dispuesto a matar con la de alguien que sólo quería amar, salir a divertirse o simplemente vivir? Porque Mara Fernanda Castilla, asesinada por un conductor de la empresa Cabify, o Xitlalhi Alperte, degollada por su vecino en su propia casa, no portaban un rifle con intenciones de usarlo.
Sin saberlo, Fernanda y Xitlalhi fueron las víctimas de una guerra que no declararon y en la que no había para ellas algo qué ganar. ¿Por qué alguien muere como un esclavo en una sociedad liberal moderna? ¿Por qué tiene alguien una muerte tan violenta en tiempos de paz y sin empuñar un arma? La respuesta es que estos no son hechos fortuitos; son necropolítica, el espejismo de una estructura política completa que se rehúsa a cambiar y que se vale de la emotividad del amor romántico para disfrazarse en el terreno de lo “privado”.
El “amor” como dispositivo bélico
La antropóloga Rita Segato, una de las mentes más potentes y claras que tiene la investigación en temas de género, ha entendido y escrito con perfecta claridad el ethos, la raíz misma que está detrás de la guerra contra las mujeres, título, por cierto, de una de sus obras más influyentes.
En el título mencionado, Segato argumenta que las mujeres, concretamente su expresión corpórea, entran en la relación jerárquica establecida por el patriarcado como depositarias de valor de uso; a veces como botín de guerra, otras como colonia y, en última instancia, como mercancía. En este horizonte de significados, las mujeres “se tienen” o se “conquistan”; para el varón, una parte importante de mantener la relación jerárquica existente en esta estructura implica el ejercicio de un acto de posesión. Este acto de posesión no es en términos reales una desviación de una norma social hegemónica; por el contrario, es parte de un sistema de validación de la sociedad masculina a través de lo que la autora llama el “mandato de pares”. Esta relación de posesión es reproducida constantemente en el lenguaje, en rituales vigentes socialmente aceptados –como “entregar” a la hija en una boda— y, a una escala mayor, en la incesante agresión simbólica constituida por una nube de prejuicios glorificados en torno a lo que es ser una “buena mujer”.
La reticencia a aceptar esta idea, de las más conocidas y accesibles en relación con los estudios de género, revela por sí misma la magnitud en que la sumisión de las mujeres es tenida por amplios sectores de la sociedad mexicana –y no sólo la mexicana— como un precepto de convivencia. Si al pensar en la esclavitud racial como sistema de producción, la idea de poseer a un ser sintiente y consciente no resiste un análisis ético, ¿por qué no sucede lo mismo con las mujeres? Porque a diferencia de la esclavitud racial, la dominación masculina sublima sus formas de violencia mezclándolas con varios significados presentes en el imaginario colectivo sobre el amor romántico.
El amor romántico, como significado social, no encierra una serie de ideales universales sobre la cooperación entre hombres y mujeres como realización socialmente aceptable o noble de las pulsiones sexuales. Estas formas de realización están cargadas de símbolos asimétricamente distribuidos que reproducen el mandato de género y el mandato de pares. Por ejemplo: pese a que la fidelidad sexual es uno de sus elementos, no se manifiesta de la misma forma para los varones que para las mujeres. Mientras que la infidelidad masculina es tenida por mero defecto de carácter ante la que muchas mujeres se resignan, la infidelidad femenina es concebida como algo aborrecible que no sólo degrada categóricamente a la mujer, sino que afecta también la honra del varón. No por nada ser una mujer engañada suscita indiferencia o lástima, mientras que ser un varón engañado es motivo de burla.
Este elemento de la cultura patriarcal, retomado en muchas ocasiones como picardía en el contexto de la América Latina, revela la aplicación asimétrica del concepto. Si el varón engañado es motivo de burla, es porque se infiere que ha sido engañado por su culpa, por no ejercer control sobre la sexualidad de su pareja como se espera de él. La mujer engañada, tal como el esclavo que ha sido azotado, suscita una forma perversa de compasión ante un imponderable del que no es responsable, como que el capataz tenga un mal día o el esposo, un “desliz”.
Esta clase de asimetrías simbólicas del amor romántico, de las que sólo use un ejemplo por motivos de espacio, es reproducida constantemente y usada para legitimar la violencia contra las mujeres, por ser mujeres, a toda escala. Lo que comienza en un entorno de constante supervisión moral ejercida mediante la repetición acrítica de los mantras de la “buena mujer” –que se realiza como tal solamente como madre, esposa o monja—, evoluciona en las interacciones sociales hacia formas de agresión ambiental como el habitual uso de derogaciones morales como “puta”, “zorra”, etc.
El feminicidio, entendido como el asesinato de una mujer por ser mujer, encuentra en esta asimetría simbólica su razón de ser desde el punto de vista jurídico. Este deleznable crimen no se expresa, como afirma Rita Segato, como una forma de violencia expresiva, lo que motivaba el uso de la expresión “crimen pasional” en el pasado cercano, es decir, un hecho aislado circunscrito a la esfera de lo privado. Esta ira selectiva es, en toda regla, una forma de violencia instrumental al servicio del mantenimiento de un orden tiránico.
Esto lo demuestra la caracterización psicológica del feminicida. El andamiaje psicológico del perpetrador no es el de un individuo antisocial que se revela contra lo bueno y lo aceptable; es el de una suerte de verdugo que ejecuta una sentencia contra quien ha “osado” desobedecer los dictados del orden social en su perjuicio. El feminicidio es la continuación del afán de sumisión mediante el uso de tácticas de guerra; la mutilación y la exposición del cuerpo en lugares públicos son advertencias, “enseñanzas”.
Esta barbarie es la forma más extrema de lo que Segato llama pedagogía patriarcal, la que comienza con los mantras de lo que debe hacer y no hacer una “buena mujer”. Pese a esto, el feminicidio no es la conclusión de esta pedagogía siniestra. El cierre, la “moraleja”, es ofrecido por las buenas conciencias que “aconsejan” a las mujeres no salir de noche, no beber, no vestirse de tal o cual manera, no ser promiscuas. Culpar a la víctima es la representación más clara y tangible de que este nivel de crueldad no es producto de una enfermedad mental individual, sino la exacerbación de un proyecto “moral” que en última instancia recurre al terror para mantener la obediencia y que, irónicamente, tiene como telón de fondo ciertos ideales aún vigentes en torno a lo que se concibe como amor romántico.
Psicogénesis del feminicidio: egos masculinos insatisfechos
Como parte final de este breve ensayo es preciso analizar la psicogénesis del feminicidio como hecho en sí. Pese a que he intentado delinear, grosso modo, la esencia de la estructura de creencias vinculadas al amor romántico que desembocan en el feminicidio como forma extrema de su reproducción, hay una pieza faltante en este intrincado rompecabezas, y es el contexto en el que un varón se convierte en feminicida.
La misma Segato, en La guerra contra las mujeres, afirma que el cuerpo femenino es concebido en la sociedad patriarcal como una extensión del botín de las distintas formas de guerra convencional y no convencional. Las violaciones masivas durante episodios bélicos dan cuenta de ello. Esta afirmación, esencialmente correcta, podría invitarnos a pensar que el feminicidio es un subproducto de los episodios de violencia que se viven en México y el mundo y que los perpetradores están inmersos en una lógica bélica al participar en ellos.
Sin embargo, muchos feminicidas no están vinculados con la guerra de los cárteles, el fenómeno pandilleril u otro casus belli. Se recordará, por ejemplo, el caso de Juan Méndez Ovalle, quien en 2013 asesinó y descuartizó a su novia. Llamó la atención entonces que la prensa hacía hincapié en que Méndez era un “genio matemático”, como intentando conmutar la salvaje atrocidad que cometió este individuo. Como Méndez Ovalle, muchos feminicidas no están inmersos en la guerra, pero en la mayoría de los casos están relacionados “sentimentalmente” con la víctima.
Una explicación tentativa, que por supuesto requeriría mayor investigación, es que el feminicida tiende a ser un hombre sexualmente frustrado. Como nota el novelista Michel Houellebecq en Ampliación del campo de batalla, la lógica del neoliberalismo como doctrina económica no se termina ni se circunscribe al terreno material, sino que permea otras esferas de la vida como las relaciones sexuales. Según esta idea, la desregulación como mantra de mercado tiende a producir desigualdad no solamente en la economía; todo aquello que es desregulado, como el sexo, presenta un comportamiento isomórfico. Mientras que en el pasado de la monogamia glorificada había una ella para cada él, al desregular las relaciones sexuales ciertos individuos comienzan a acumular satisfacción y relaciones sexuales, lo que significa que otros –y otras, por supuesto— sufren una escasez que puede durar meses o años.
Con esta idea en mente, piénsese qué pasaría si se combina esta escasez con una estructura de creencias en las que el hombre, como tal, debe realizarse mediante la conquista sexual. Este individuo muestra, que probablemente represente a una gran cantidad de varones, está expuesto a un entorno en el que por diversos factores culturales y neurobiológicos, un porcentaje no desdeñable de mujeres pueden conseguir encuentros sexuales con relativa facilidad. Mujeres que él cree, como traté de explicar al inicio, que deberían ser su propiedad o la propiedad de algún otro hombre.
La consecuencia inevitable de esta combinación es una disonancia cognitiva profunda. Este individuo participa en una sociedad hipersexualizada con la idea de que las mujeres poseen algo que le pertenece por derecho, y no un derecho menor, sino su “derecho” a realizarse como varón. No obstante, este “derecho” no solamente no está siendo ejercido, sino que quienes “deberían” hacerlo valer están ocupadas en su propia satisfacción. Estas dos realidades, colisionando violentamente en el fuero interno de dicho individuo, crean tensiones psicosexuales que se transforman en un profundo sentimiento de frustración y en la noción de que está siendo víctima de una “injusticia”.
No por nada abundan en las redes sociales las hordas de hombres que lamentan con rabia ser habitantes sempiternos de lo que los millennials conocemos como la friendzone; no por nada cada día se engrosa el padrón los movimientos de “masculinidades” alternativas como MGTOW, Men Going Their Own Way, un colectivo cuya principal queja es que vivimos en una sociedad ginocentrista que facilita la hipergamia femenina, bloqueando la “realización” de los intereses “masculinos” (en este momento ya me cansé de usar comillas, pero era preciso).
Conclusión
Con los recursos de investigación con los que cuento actualmente no puedo demostrar que una de las raíces del feminicidio sea de naturaleza psicogenética. De comprobarse mi aventurada hipótesis, estaríamos entonces ante un escenario en el que la combinación de neoliberalismo con machismo es un coctel explosivo, y como suele suceder, estas combinaciones nefastas detonan en las vidas de quienes son oprimidas o más vulnerables. No obstante, la vorágine de estos crímenes horrendos por la que atraviesa México hoy en día invita a reflexionar sobre el papel de las buenas conciencias en una extensa narrativa que obliga a las mujeres a aceptar normas asimétricas diseñadas para asegurar su obediencia a cánones morales obsoletos. Este componente, el sociogenético, está sustentado por una bibliografía científica relativamente robusta.
La invitación que hago al lector y a la lectora es a recapacitar sobre todas las formas de violencia simbólica que ejercemos hacia las mujeres como sociedad; a pensar, por un momento, que las formas más extremas de violencia no están desvinculadas de creencias aparentemente nobles, como la configuración simbólica del amor romántico. Con ello, no pretendo afirmar que el amor o el romance no sean cosas deseables y posibles. Sin embargo, su realización real, en forma tal que no signifique la sumisión de una de las partes, no puede existir si entre las mismas no hay una explícita equivalencia moral. La libertad, si no es compartida por todas y todos, no es más que un eufemismo de tiranía. La libertad selectiva no existe, y de no entenderlo, estamos sentenciando al amor a ser una “relación miserable entre tiranos y esclavos”, como afirmó el novelista irlandés Oliver Goldsmith.
“Lo que yo quiero, muchacha de ojos tristes, es que mueras por mí”
—Joaquín Sabina
fuente.-Antonio Villalpando es sociólogo, maestro en políticas públicas comparadas y estudiante de economía. Comentarios: @avillalpandoa. (imagen/twitter)
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