Llovía aquella mañana en San Cristóbal de las Casas. Era domingo, 20 de octubre. Latigazos de agua del último huracán de la temporada se hacían sentir en Los Altos de Chiapas, enfriando el ambiente, volviendo todo más lento. En la parroquia del barrio de Cuxtitali, el padre Marcelo Pérez acababa con algo de retraso la primera misa del día, antes de marchar al templo de Guadalupe, su base.
Faltaban unos minutos para las 8.00 cuando subió a su camioneta. Mientras lo hacía, llamó por teléfono a su asistente. “Me dijo ‘ya voy saliendo’. Iba a venir por mí para ir al templo”, cuenta ella, “pero entonces escuché los disparos, y un grito de miedo, y luego, un ‘ay, ay’. Yo decía, ‘¿bueno?, ¿Bueno?’. Pero ya solo se escuchaba el radio”.
Eran los últimos momentos de vida del sacerdote, una de las voces más importantes de la iglesia católica en el sur de México, también una de las más mordaces e incómodas, guerrero incansable contra el crimen. “Salí corriendo con mi papá en un taxi, yo aún tenía esperanza de que estuviera bien”, sigue la asistente, cuyo nombre no aparece por seguridad. “Al llegar allí, abrí la portezuela del copiloto. Buscaba su botón de pánico, lo agarré y aplasté para que llegara la ayuda. Él estaba ahí, lleno de sangre, con la cabeza ladeada”, cuenta. Minutos después, Marcelo Pérez moría desangrado en el carro, ante el horror de los feligreses, que poco a poco salían de la parroquia, acercándose a la camioneta.
La tristeza y la rabia ocuparon las primeras horas, los primeros días, tras el ataque. No había espacio para mucho más. Centenares de personas llegaron en la mañana del domingo a la parroquia de Guadalupe, la segunda más importante de la ciudad, que se ve fácilmente en lo alto de un cerro, desde las calles del centro turístico, tan ajeno siempre a su entorno, descolgado de los problemas de Los Altos. Mujeres llevaban sus veladoras envueltas en papel, también flores. El cadáver del padre Marcelo, trasladado a la sede de la Fiscalía, volvería horas más tarde a su templo, uniendo por un momento ambos mundos, la fantasía pintoresca del centro y la brutalidad imperante en la región, su cuerpo transitando entre bares y tiendas de recuerdos.
Pero con el paso de los días, y pese a la detención del presunto asesino, la consternación dejó paso al enfado. Desde hacía 23 años, primero en Chenalhó, luego en Simojovel y ahora desde San Cristóbal, el sacerdote, que contaba 51 años, había denunciado la injusticia. Y lo había hecho dando nombres y apellidos, criticando a los clanes mafiosos de Los Altos y la zona Norte. Lo había hecho en Chenalhó, de la mano de los supervivientes de la matanza de Acteal, el salvaje ataque contra un grupo de indígenas tzotziles, en 1997, que había dejado 45 muertos, la mayoría mujeres y niños. También en Simojovel, desde donde le llegaron sus primeras amenazas de muerte, hace ahora 10 años. Pero, en los últimos tiempos, se había dedicado en cuerpo y alma a Pantelhó.
Es un sustantivo, Pantelhó, que ha aparecido recurrentemente estos días en entrevistas con diferentes personas del entorno del padre Marcelo en Chiapas. Desde San Cristóbal a Simojovel, pasando por San Andrés Larráinzar y comunidades cercanas, el conflicto que vive el municipio desde hace más de 20 años, agudizado a partir de 2021, que ha dejado decenas de muertos, aparece como telón de fondo del ataque contra el religioso. En algunos casos, los señalamientos son muy claros. Un compañero de seminario del sacerdote, con quien ha mantenido relación todos estos años, dice, sin duda: “La muerte del padre Marcelo es por el caso de Pantelhó”.
El nombre del compañero y los de otros no aparecen en estas líneas. Sus cargos, en algunos casos, tampoco. Dentro del universo de conflictos chiapanecos, los de Los Altos y la zona Norte resultan especialmente delicados. Son problemas antiguos, anclados a pugnas territoriales, despotismo caciquil y peleas por el presupuesto, con protagonistas conocidos, excitado en los últimos años al calor del poderoso armamento que inunda la región. Todas las personas de su entorno consultadas, ocho en total, describen al padre Marcelo como un mediador excepcional. Y todas mencionan, también, que el sacerdote tomaba partido por lo que creía que estaba bien, sin por ello dejar de lado la honestidad.
El Machete
Pantelhó cuelga de las nubes en Los Altos de Chiapas, región serrana y fría, tan bien retratada en la portentosa novela de Rosario Castellanos, Oficio de Tinieblas. La autora muestra el racismo contra la población indígena, de mayoría tzotzil, todavía en el siglo XX, también el abandono. Decenas de caseríos pueblan cuestas y laderas, reflejando todavía el aislamiento de la gente. A muchos poblados solo llegan veredas y caminos de tierra. Como ocurre en Oaxaca o Guerrero, pequeños caciques se han hecho fuertes en los pueblos, bebiendo del presupuesto municipal, cosa que ocurría en Pantelhó. Solo que allí, la población se sublevó.
El padre Víctor Manuel Pérez, párroco del municipio, explica que, durante más de 20 años, un grupo de “sicarios y narcos” había controlado el Ayuntamiento, el clan de los Herrera. “Desde 2003 o 2004, la gente de las comunidades ha contado más de 200 muertos”, explica, personas que les enfrentaban. En 2021, pobladores aparecieron en un video con pasamontañas y playeras. Representaban, dijeron, a la mayoría de las 86 comunidades de Pantelhó y se hacían llamar El Machete, un grito contra la injusticia, en la senda del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, 27 años después de su alzamiento.
“Pero cometieron un grave error”, dice el religioso, que lleva año y medio dirigiendo la parroquia del municipio. “Fue cuando desaparecieron a los 19”, añade. El 26 de julio de 2021, El Machete detuvo y desapareció a 21 personas. Solo aparecieron dos, del resto nunca se supo. Pérez señala que algunos de esos 19 eran “inocentes” y que otros formaban parte del clan de Los Herrera, liderado por el padre, Austreberto, detenido, acusado de homicidio, y sus dos hijos, Rubén Estanislao y Dayli de los Santos. Desde su parroquia en Simojovel, en el norte de Chiapas, el padre Marcelo Pérez, que apoyaba a los alzados, trató de mediar. Intentó convencer a El Machete de que los liberaran.
Pero no lo consiguió. En notas periodísticas de esos días, el religioso aparece acompañado de pobladores de Pantelhó e integrantes de El Machete. En una entrevista grabada en vídeo, los reporteros le preguntan por los 19, pero el padre, serio, frustrado, contesta, mirando a su izquierda. “No sé, ellos lo saben”. Nada más. Una persona que le acompañó en sus años de párroco en Simojovel, donde estuvo de 2011 a octubre de 2021, recuerda aquellos días. “Le afectó mucho no poder hacer nada por esos muchachos. No conciliaba el sueño. Porque él había ido allí a que los soltaran, pero le dijeron que no, porque ya estaban muertos”, cuenta.
El padre Víctor Manuel, que conocía a Marcelo Pérez desde hacía décadas, recuerda que la desaparición de aquellos hombres, que apenas fue noticia en la prensa nacional, alimentó la batalla entre El Machete y Los Herrera, en las calles y en los despachos, para hacerse con el poder municipal. Las autoridades estatales tomaron cartas en el asunto y, un año después, detenían a uno de los líderes comunitarios que habían apoyado a El Machete, acusado de la desaparición de los 19. La iglesia informó además de que la Fiscalía tenía en la mira al padre Marcelo por el mismo caso. Como si el cura, simpatizante de la causa que defendían los autodefensas, fuera, en realidad, uno de sus líderes, responsable de la desaparición.
Los últimos meses de 2021 marcarían la realidad de los siguientes, en Pantelhó y en la región de Los Altos. El alzamiento de El Machete, la quema de casas que supuestamente pertenecían a Los Herrera, la desaparición de los 19, iniciaron un ciclo de violencia y confusión que continuaba con el asesinato, en agosto, en San Cristóbal, del fiscal estatal de justicia indígena, Gregorio Pérez, encargado, entre otras cosas, de investigar al clan de Los Herrera. En abril de este año, un juez condenó a uno de los hermanos Herrera, Dayli de Los Santos, por ser el autor intelectual del asesinato.
Metido hasta los codos en la mediación del conflicto en Pantelhó, la diócesis de San Cristóbal movió al sacerdote de parroquia en octubre de 2021, de Simojovel al templo de Guadalupe, ya en la ciudad. Era una decisión orgánica, después de 10 años en la zona Norte, pero también una forma de protegerlo. Al fin y al cabo, en San Cristóbal podría estar más seguro que en Simojovel, donde llevaba años recibiendo amenazas por las críticas que vertía, una y otra vez, contra la mafia local. La persona que le acompañó en sus años de párroco en Simojovel cuenta que “los Gómez”, la mafia local, que detentaba el poder en el ayuntamiento, “habían amenazado con quemar al padre en su parroquia, con todo y la gente dentro”.
La cruz
“Cuando llegó aquí, la gente no quería al padre Marcelo. Decían que era un asesino”, recuerda su asistente de los años en el templo de Guadalupe. “De hecho, él dijo que tenía miedo”, añade su madre, de pie junto a ella, en su casa. La madre también apoyaba al sacerdote. “Cuando llegó, subió caminando al templo, con su Jesús en la cruz. Pensaba que lo iban a apedrear. Ya luego, decía de broma que, cuando subía, le decía a Jesús, ‘pues si tiran piedras, tú te vas a llevar la primera’. Él era así”, concluye la madre.
Con el paso de los meses, de los años, el padre Marcelo se hizo con el corazón de la gente de San Cristóbal, de los feligreses del templo principal, Guadalupe, pero también de los secundarios, como Cuxtitali. Los vecinos de Simojovel le seguían visitando, también de Chenalhó y Pantelhó. El religioso recibía a todo el mundo, nunca decía que no. Una vecina de Acteal, en Chenalhó, a 15 minutos de Pantelhó, recordaba esta semana que, una vez, ella y su esposo viajaron a San Cristóbal por el cumpleaños de su hijo. Fueron a comer pizza. Como estaban solos, le marcaron al padre por si quería acompañarlos. Y él bajó del templo y pasó la tarde con ellos.
“En los últimos tiempos, su gran preocupación era Pantelhó”, sigue su asistente en Guadalupe. “Le mandaban fotos de cuerpos destrozados, en bolsas. Siempre mencionaba el problema en las misas. Decía que había quedado gente mala al frente del Gobierno allá”, cuenta. En los últimos tiempos, el sacerdote no le dijo si había recibido amenaza alguna, al menos amenazas nuevas. En 2016, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos había pedido al Estado mexicano que protegiera su vida. Pero él no quería guardaespaldas. “Decía que ya tenía cuatro: el padre, el hijo, el espíritu santo y la virgen”, narra su asistente.
Después de casi tres años de conflicto, los vecinos de Pantelhó estaban llamados a las urnas en junio pasado. Pero los asesinatos y enfrentamientos en el municipio forzaron a las autoridades a suspender la votación. Lo volvieron a intentar en agosto, pero fracasaron de nuevo. En todo Chiapas, Pantelhó fue el único municipio que no votó, y uno de los pocos de todo México. A finales de septiembre, el Congreso local designó finalmente a un nuevo consejo municipal formado por los integrantes del clan Herrera. Pero para El Machete y la población que los apoya, aquello fue una afrenta que los devolvía a la casilla de salida.
A mediados de octubre, El Machete y sus bases de apoyo impidieron que el nuevo consejo tomara posesión de sus cargos. Mientras, preparaban una impugnación ante el Congreso de Chiapas. Una persona que conoce a detalle lo ocurrido aquellos días explica que el padre Marcelo Pérez estuvo pendiente, al detalle, de todo el proceso. “Acompañaba a los compañeros de las comunidades a las audiencias con el Gobierno, con el Congreso y demás. Facilitaba esas reuniones”, explica.
El martes me fusilan
Hay dos canciones que aparecen constantemente en los esbozos que amigos y conocidos hacen del padre Marcelo en sus últimos meses. Dos canciones que el sacerdote escuchaba, quizá para darse ánimos, para conjurar el horror, la angustia. Una era Venceremos, de Jairo, un canto a la esperanza de los años posteriores a la dictadura argentina, en la década de 1980. Jairo cantaba: “Solo con justicia nos haremos dueños de la paz. Quiero que mi país sea feliz”.
La otra era El martes me fusilan, un corrido de Vicente Fernández, que evocaba los años antiguos de las guerras cristeras, en la primera mitad del siglo XX, cuando el Estado mexicano perseguía a los católicos y estos se levantaron en armas para protegerse. “Matarán mi cuerpo inútil, pero nunca, nunca mi alma. Yo le digo a mis verdugos que quiero que me crucifiquen. Y una vez crucificado, que entonces usen sus rifles”, canta Fernández.
El padre Marcelo Pérez hablaba frecuentemente de la muerte. No era algo nuevo. En sus años en Chenalhó, se enamoró de la figura de Alonso Vázquez, líder de Las Abejas, organización que ha luchado desde principios de la década de 1990 contra el modelo de progreso que ha impuesto el Estado. En 1997, Vázquez murió asesinado, presuntamente por paramilitares que apoyaban al Gobierno, parte de las 45 víctimas de la masacre de Acteal. “Marcelo decía que quería ser como él”, dice Guadalupe, la hija de Alonso Vázquez, superviviente de la masacre. “Mi padre decía que si él supiera que entregando la vida salvaba a sus hijos y al pueblo, la entregaba”.
Era un hablar de la muerte, pero también del sacrificio, de morir como lo hizo Cristo, por sus hijos, por la humanidad entera, para salvarla. No es ningún secreto que el gran ídolo del padre Marcelo era monseñor Óscar Romero, el arzobispo salvadoreño, apóstol de la paz y la justicia, asesinado mientras daba misa, en marzo de 1980. “El decía, ‘cómo me gustaría morir así, en misa, como Romero”, cuenta la persona que colaboró con él en los años de Simojovel.
Desde que el Congreso local designó al nuevo Gobierno de Pantelhó, un nerviosismo definitivo se apoderó del padre Marcelo. Justo por entonces, a principios de octubre, una de sus antiguas colaboradoras recibió una llamada suya. “Me dijo que lo iban a matar. Estaba llorando”, cuenta. Su asistente en Guadalupe dice: “Se mostraba fuerte, pero creo que por dentro sentía miedo. A veces lo veía escuchando la canción esa del martes me fusilan y me alejaba. Él me decía ‘escúchala’, pero yo le decía que no, que la letra es fea”.
La noche antes de que lo mataran, el religioso cenó un caldo de verduras en un restaurante de San Cristóbal. Luego se fue a su casa en la parroquia y se quedó solo, con sus pensamientos, sus canciones, sus playeras de Monseñor Romero, su angustia, todo el dolor acumulado en 23 años de ejercicio. “Me dijo que se iba a rezar y luego a dormir”, cuenta su asistente. La persona que le apoyó en sus años en Simojovel habló con él por teléfono: “Sentí como una tristeza… Mi hija habló con él y también lo sintió”, dice.
El domingo amaneció con lluvia en San Cristóbal. Seguramente, el padre Marcelo se levantó a eso de las 5.30, costumbre adquirida en los años del seminario. Seguramente oró un rato, como hacía cada día, todavía a oscuras, con el rumor de las gotas cayendo de fondo. Salió de casa, subió a su camioneta blanca, fue a Cuxtitali, dio misa, salió del templo… “Ya cuando escuché que lo habían matado saliendo de allí, dije, ‘por poquito se le cumple, padre”, recuerda la persona de Simojovel. “Por poquito se muere como Monseñor Romero”.
Fuente.-Elias Camhaji/DIARIO ESPAÑOL/ELPAIS/
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