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martes, 10 de noviembre de 2020

"SOBRE el ENCANTO de MENTIR...(...y DISFRUTAR la MENTIRA) HAY PREFESIONALES en el ARTE"...y no solo la clase politica sin clase.


Cuando doy una plática sobre mi profesión (novelista) en escuelas primarias, lo que más entusiasma a los niños es saber que “me pagan por decir y escribir mentiras”. Que a eso me dedico: a inventar mundos posibles y hacer que parezcan verdaderos (verosímiles, pues). Para ellos, decir mentiras es lo prohibido, lo que no deben hacer, lo que sus maestros y padres castigan. Y, sin embargo, las dicen. Y las dicen muy seguido; a veces casi sin darse cuenta… como la mayoría de los seres humanos. 

De hecho, según los estudiosos del tema, aprendemos el arte del engaño alrededor de los 3 años. 

Las estadísticas del Museo de Ciencias en Londres afirman que los hombres dicen tres mentiras al día, mientras que las mujeres, dos. Ellos, para sentirse mejor y apapachar su ego. Nosotras, en cambio, para que los demás se sientan bien. Se calcula, según otro estudio, que cada 24 horas escuchamos o leemos más de 200 mentiras. ¡Muchas más que antes de que existieran las redes sociales!

Hace varios años –apenas me estrenaba en la vida adulta–, conocí a un hombre que me sedujo en menos de un minuto. Realmente era guapísimo y muy atractivo (tengo viejas fotos que lo comprueban). El escenario de nuestra relación no podía ser más idílico: la ciudad de París, que es famosa por su romanticismo. Paseos de la mano al lado del Sena, cenas con una buena botella de vino y varias velas iluminando un impecable mantel de lino. Después de un tiempo me enteré que era casado (por una carta que su esposa, muy amable, me hizo llegar…). Evidentemente cuando le reclamé, afirmó haber mentido “para no perderme”. Sin embargo, me perdió. Algunos años después, por esas casualidades del destino que no serían verosímiles en ninguna novela, nos reencontramos. Quise confiar en él porque los seres humanos estamos programados para mentir… pero también para creer en los demás. Habían pasado tan solo unas semanas, cuando me enteré que me había mentido de nuevo: esta vez, sobre su edad. ¡Sí! Se quitó algunos años de encima y cuando lo caché, adujo la misma razón: “me moría de miedo de perderte.” ¿Cómo reclamarle?, pensé, si mentir es parte de la esencia de hombres, mujeres y niños. 

Es una actividad que el ser humano ejercita desde hace miles de años pues surgió poco tiempo después del lenguaje y sirvió como arma para manipular a los demás, sin tener que utilizar la fuerza física. Según Beatriz Georgina Montemayor, investigadora de la facultad de psicología de la UNAM, la mentira tiene que ver con la evolución del hombre. “Los grupos no se mantendrían si fuéramos terriblemente honestos”, opina. Es decir, nuestro cerebro está “diseñado” para fabricar engaños que conservan la unión del grupo social.

¿Por qué mentimos? ¡Uy, hay miles de razones! Les apuesto que ustedes, ahora mismo, si piensan en las últimas mentiras que han dicho, enseguida buscarán alguna justificación. Mentimos para ocultar algo o para obtener un beneficio. También, por temor a las consecuencias de que algo se sepa. Para manipular a los demás. Para mejorar nuestra imagen ante los demás. Para ganar más dinero o conseguir un empleo. Para esconder un mal comportamiento. Para no hacerle daño a quienes queremos; mentiras altruistas para maquillar una situación incómoda. ¿Me veo bien, estoy gorda, no luzco demasiado vieja?, es tan solo una de las tantas preguntas a la que difícilmente contestamos con sinceridad. Según el investigador T. Levine, “mentimos si la honestidad no funciona”. También mentimos por miedo o por temor a las consecuencias de aceptar una verdad. Mentimos cuando le tememos al “qué dirán”.  Mentimos al ocultar, al fingir, al evadir preguntas o al quedarnos oportunamente callados. Yo miento cada vez que me piden presentar una novela que no me gusta y prefiero decir que tengo “la agenda llena”.  Y me miento a mí misma cuando cada semana me digo: “Ahora sí, el lunes comienzo la dieta”. O cuando me trato de convencer de que la vida en la pandemia no me está enloqueciendo. Demasiada honestidad no le conviene a nadie; es un hecho. Y si no me creen (están en todo su derecho), traten de ser totalmente honestos y directos durante una semana. Observen sus pequeñas mentiras diarias.

En resumidas cuentas, mentimos porque hemos aprendido a hacerlo, porque nos vamos perfeccionando año con año, mentira tras mentira, y porque evidentemente obtenemos beneficios al hacerlo.  

Mentir, para los profesionales, es un arte. Y un arte complicado. 

DE LOS NACIDOS PARA MENTIR:

Es más fácil decir la verdad plena, que construir una historia (para eso, los escritores nos pintamos solos). Elaborar una mentira implica esfuerzo, congruencia y hasta buena memoria para sostenerla. Requiere toda una narrativa. Una construcción bien planeada. La mentira debe ser compatible y consistente. Se tiene que defender sola. Y por si fuera poco, tenemos que saber decirla de manera firme y segura. Hay que simular a la perfección.  Por ejemplo, ¿saben que rascarse la nariz puede echarlos de cabeza? Resulta que el nerviosismo de la persona que miente, provoca que los músculos erectores de la nariz hagan que el vello interno se erice, y eso nos lleva a rascarnos. Para los buenos observadores, hay otros signos sutiles que pueden hacer sospechar de aquello que el interlocutor les cuenta.

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Si bien no es factible que la gente no mienta, y el engaño es parte de las relaciones humanas, hay mentirosos profesionales. Los políticos serían el mejor ejemplo. No importa el partido político o si están en campaña o en el gobierno. Por naturaleza, mienten; engañan. No saben ejercer su quehacer de otra manera. Quienes tienen una o varias relaciones adúlteras, también se convierten en mentirosos cotidianos. Asimismo acostumbran hacerlo quienes buscan trabajo y quieren causar una excelente impresión o aquellas parejas que comienzan a enamorarse y ocultan sus defectos o e inventan inclinaciones que no tienen. ¡Claro que me encanta el futbol, amor!

¿Otros ejemplos de mentirosos profesionales?  Tal vez el más conocido, gracias a la película protagonizada por Leonardo Di Caprio, es Frank Abagnale Jr., quien se dedicó a falsificar cheques e identidades: “fue” abogado, médico, aviador y hasta agente del servicio secreto de los Estados Unidos. Menos famoso es el francés Frederic Bourdin, a quien le decían “El Camaleón”. ¡Este hombre cambió de identidad casi 500 veces! O el canadiense Ferdinand Damara que entró a la marina de ese país como médico (aunque no lo era), y lo increíble es que operó a varios marinos con bastante éxito. Para mi decepción, porque la película Expreso de Medianoche (1978) me fascinó, otro mentiroso es Billy Hayes. Resulta que sí estuvo preso en una cárcel turca… pero no pasó lo que cuenta el filme: solo lo encerraron dos meses, no se escapó sino que lo dejaron salir, y su vida en la prisión no fue tan violenta ni terrible (no le arrancó la lengua a nadie). En la literatura tenemos varios protagonistas muy mentirosos: Raskolnikov, Jay Gatsby, Edmond Rostand, Madame Bovary y Ana Karenina son unos de tantos nombres.

A los seres humanos nos gusta contar mentiras; hay un extraño encanto en este arte. Y también escucharlas: no siempre estamos listos para oír la verdad desnuda. Inventar mundos posibles tiene su gracia (a los novelistas nos encanta). La ficción es mágica. A veces hasta nos salva. De una realidad que no queremos ver ni aceptar. O de nuestro juicio implacable y severo hacia nosotros mismos.   

Y si alguno de ustedes no cree nada de lo que he dicho hoy (tendrían razón), pero el tema les interesa, les aconsejo el libro de David Livingston Smith: ¿Por qué mentimos? Las raíces del engaño y el inconsciente. 

Fuente.-@Brivaso/


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